HISTORIA MUNDIAL

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES
SISTEMA UNIVERSIDAD ABIERTA

LIC. EN CIENCIAS POLÍTICAS Y ADMÓN. PÚBLICA
ESPECIALIDAD EN CIENCIA POLÍTICA
HISTORIA MUNDIAL II

Ensayos, actividades de aprendizaje:

Fascismo Italiano
Hitler Nazismo
Segunda Guerra Mundial

Catedrático;
Lic. Carlos Lozano Angeles

Alumno;
Cristopher J. E. Todd Solares
Grupo: 9002     2º semestre
Fascismo Italiano
Doctrina política que propugna la instauración de una dictadura autoritaria, personalista y de partido único. Fundado y liderado por Benito Amilcare Andrea Mussolini, alcanza el poder en 1922 y lo desarrolla hasta 1943.
Como principios ideológicos; desaparición del estado de derecho, concepción totalitaria del estado, nacionalismo imperialista, sustituye el sistema sindicalista por el corporativista, Actuación impune del P.N.F., concepción jerárquica del poder del estado, detentando la clase dirigente todos los poderes.
Características ideológicas del fascismo
“El fascismo no tiene ni estatus ni reglas”, Movimiento político en el que las contradicciones producidas por la superposición y oportunismo prevalecieron más que una línea de pensamiento ideológico preestablecido.
Bases doctrinales
Oposición a la democracia y el parlamentarismo, odio al socialismo y al internacionalismo, rechazo a la creencia en el progreso y virtualidad del pacifismo, desprecio por los derechos individuales, exaltación del estado como suprema entidad histórica contra el pluralismo democrático, totalitarismo político sin convivencia con la oposición, aniquilando cualquier posibilidad de disidencia, valores morales de unidad nacional como derechos del estado contra valores sociales en los derechos del hombre, sin oposición la omnipotencia del estado sentó las bases de un totalitarismo intelectual sustentador y potenciador de la creencia en la posesión de la verdad, infraestructura de propaganda en el sistema educativo, movilización de la juventud y monopolio de los medios de comunicación, nacionalismo agresivo y victímista, economía autárquica, imperialismo colonialista al estilo y con la intención de recobrar la gloria del imperio romano.
Medios operativos del movimiento fascista
Organización jerárquica rigurosa en el partido, obediencia ciega, culto a la personalidad. La fundación del P.N.F. fue el 9 de noviembre de 1921, conformado por el Duce al mando el gran consejo fascista conformado por 20 jerarcas, al cual se le denomino también como el estado dentro del estado. En apenas tres años había conseguido 750.000 militantes, en los ocho años posteriores apenas sumó 250.000 más. Dispuso de su propia milicia, controló la propaganda, dirigió la policía política (OVRA, Organización de vigilancia y represión del antifascismo) y gobernó los campos de concentración para los prisioneros políticos.
El mito de la romanidad se articuló orgánicamente en la organización del partido en diversas formaciones: los grupos de choque (principi), los militantes regulares (triari), organizados en legiones, cohortes, centurias, manípulos y escuadras; las formaciones juveniles (figli della Lupa, balilla y avanguarditi) y femeninas (Piccole italiane).

Historia del fascismo italiano
Tres han sido las causas expuestas para explicar el triunfo fascista en Italia: las graves consecuencias de la guerra, la debilidad de sus sistemas político y económico, y la actividad de grupos revolucionarios de izquierda, a los que se respondió haciendo gala de una violencia extrema. El 15 de noviembre de 1918 acabó la Gran Guerra para Italia. Se había entrado en ella sin el consentimiento parlamentario, oponiéndose a una opinión pública mayoritaria no intervencionista y con una clara falta de preparación militar.  Tras haber perdido alrededor de 600.000 hombres y con una deuda exterior de más de veinte millones de liras-oro, los logros de la paz fueron una decepción para las aspiraciones italianas. En el pacto de Londres en 1917,  los aliados habían prometido a Italia, por su entrada en la guerra,  Dalmacia, Fiume y el Trentino; salvo en esta última rectificación de frontera alpina, el resto de los promesas no se concedieron. La gran deuda exterior desencadenó una creciente inflación que proletarizó a la pequeña y media burguesía e hizo perder mucho poder adquisitivo de los salarios del obrero industrial. Este sector se vio muy afectado por la necesaria reconversión de la industria desarrollada durante la guerra, lo que, unido a la desmovilización del ejército, generó un paulatino aumento del desempleo. El espectro político estaba configurado por los partidos gubernamentales (liberal, moderado, radical), gobernantes desde 1919 a 1922.  En 1919 se había creado el Partido Popular -origen de la democracia cristiana italiana-, que, de la mano de P. Luigi Sturzo, había concitado el interés de una amplia base de centro, señalando el retorno de los católicos a la vida política.  A la izquierda se encontraba el Partido Socialista, apoyado por la Confederación General del Trabajo, sindicato de clase con más de dos millones de afiliados en 1920. En estos partidos la división interna era común, manifestándose en corrientes de opinión, personalismos y, en menor medida, por diferencias ideológicas.  En 1921 el ala izquierda de los socialistas dio origen al Partido Comunista, dirigido por Gramsci, Tasca y Togliatti; integrados en la III Internacional, propugnaban la «conquista violenta del poder por parte de todos los trabajadores».  En 1919 otro ex-dirigente socialista, que había abandonado el partido por su neutralidad en la guerra, había fundado otro en Milán: el nombre del partido era Fasci Italiani di Combattimento y su dirigente no era otro que Benito Mussolini.
La nueva agrupación la integraban antiguos combatientes (sobresaliendo el grupo de los arditi), algunos socialistas y anarquistas.  Su programa radical trataba de captar el favor de los trabajadores: jornada de ocho horas, participación obrera en la dirección empresarial, política de pensiones, escuela laica y gratuita, reforma fiscal, expropiación de bienes a la Iglesia, etc.  No consiguieron el apoyo esperado y su participación en las elecciones de 1919 fue un fracaso. Los grandes triunfadores fueron los partidos Socialista y Popular. Una coalición de todo el arco parlamentario, con la exclusión de los socialistas, gobernó bajo las presidencias de Nitti y Giolitti.  Su fragmentación, que facilitaba la parálisis y el dejar hacer, fue el origen de la irresolución de los numerosos problemas presentados. La estructura laboral italiana mantenía el 50% de la población activa en el sector agrario, pero la tierra estaba muy irregularmente repartida, sobre todo en el sur.  En junio de 1919 comenzaron las ocupaciones de fincas en el valle del Po, extendiéndose por toda Italia.  Por su parte, los obreros industriales decidieron hacer realidad las predicadas «apropiaciones de los medios de producción»; a los cierres masivos empresariales respondieron mediante huelgas, toma de fábricas y asalto a almacenes; Milán y Florencia -donde se instauró una fugaz República de los Soviets- fueron los escenarios más destacados de estas revueltas.
Pero tales hechos no respondían a un plan revolucionario, por lo que las protestas se fueron extinguiendo por sí mismas sin intervención del gobierno, fuera de la legalización de algunas ocupaciones de fincas. Sin embargo, las burguesías urbana y terrateniente, que habían visto gravadas sus ganancias de guerra e iniciaban la revisión de sus contratos con el Estado, se sintieron inquietas por la inhibición del gobierno ante los conflictos abiertos y el programa social anunciado: aumento de los impuestos sobre la propiedad, semana laboral de 48 horas…  Los propietarios comenzaron a contratar grupos armados. El partido fascista se vio así subvencionado por la alta burguesía, consentidos sus excesos por el gobierno, apoyado moralmente por buena parte de la pequeña burguesía y, finalmente, utilizado por los mismos liberales para combatir la extensión del socialismo.
La violencia fascista se impuso sobre toda Italia.  Su uso era la aplicación de una lógica que no pretendía convencer al contrario sino eliminarlo mediante cualquier método.  Entonando himnos como Giovinezza y guiados por los arditi (con sus puñales al cinto, sus uniformes y su ritual de camaradería), los camisas negras empleaban la porra (manganello), la tea encendida y el aceite de ricino contra enemigos políticos y población indiferente, casas del pueblo, bibliotecas, círculos obreros, ateneos, mutuas benéficas, etc. Mussolini dispuso, desde el verano de 1920, de  militares en la reserva a sueldo del estado para organizar y preparar estas expediciones punitivas. Además de las pérdidas económicas y el terror desatado entre la población, los fascistas se cobraron la vida de millares de personas sin que la policía interviniera en fusilamientos semipúblicos ni la justicia investigara cualquier tipo de responsabilidad. La anuencia del poder hizo que los sectores más desesperados vieran en su triunfo una posibilidad: a la fundación en 1921 de los sindicatos fascistas acudieron prioritariamente desempleados que integraron las fuerzas de choque para romper las huelgas convocadas por sindicatos de izquierda. De ese modo, el movimiento creció espectacularmente, ya que si en octubre de 1919 el partido fascista apenas contaba con 20.000 militantes, dos años después ascendían ya a más de 300.000.
Las elecciones de mayo de 1921, llevadas a cabo en un ambiente de violencia abierta, debilitaron el centro político y fortalecieron las posiciones extremistas; pero los fascistas sólo alcanzaron 35 escaños, fallando por segunda vez la consecución del poder por medios democráticos.  Aunque la efectividad de los gobiernos sucesivos se fue debilitando, la balanza comercial (apoyada en la mejora de la coyuntura económica internacional y las inversiones norteamericanas), el aumento del turismo y la moderación sindical hacían descender la conflictividad social, lo que hacía cada vez más prescindible la actividad fascista. Para los partidarios del fascismo era vital actuar con rapidez. En una reunión secreta celebrada en Nápoles (24 de octubre de 1922) y sin conocimiento de Mussolini, se estudió un plan de ocupación de  la capital.  Una masiva concentración de camisas negras en varias poblaciones del centro de Italia convergían sobre Roma (27 y 28 de octubre); al mismo tiempo, se ocuparían los edificios públicos de toda Italia y se presentaría un ultimátum al gobierno.  La operación pseudomilitar no admite, en un análisis actual, otro calificativo que el de chapuza: hubo general impuntualidad, apenas se disponía de armas con las que hacer efectiva la ocupación, los componentes desconocían los fines operativos y alcanzados éstos, los 30.000 fascistas (ampliados por la propaganda a 300.000) llegaron exhaustos.  El ejército regular podía haber desbaratado la Marcha sobre Roma, pero presentado por el gobierno el decreto de estado de sitio, el rey no lo firmó.  En su lugar, el 22 de octubre, Víctor Emmanuel III llamó a Mussolini para ofrecerle la formación de gobierno. Tomado el poder de hecho, la cúpula fascista quiso ostentarlo por derecho.
El gobierno contaba con minoría fascista y, con la Cámara de Diputados consentida pero maltratada, Mussolini obtuvo plenos poderes por un año.  Disueltas las Cámaras, con una ley electoral ad hoc y dentro de una campaña de terrorismo contra la oposición, las elecciones celebradas en abril de 1924 otorgaron la mayoría absoluta al gobierno. Pero la voz de la Cámara de Diputados, con las quejas justificadas de la oposición, era demasiado incómoda.  Giacomo Matteoti, líder socialista significado por estas denuncias, fue raptado y asesinado. Como es natural, gran parte de la oposición anunció su abandono del parlamento mientras e incluso algunos fascistas importantes dejaron el partido, mientras que desde su dirección se daban las explicaciones más increíbles.  Asediado y puesta en peligro su continuidad, Mussolini asumió «la responsabilidad de todo lo ocurrido», comenzando a partir de entonces la huida hacia delante del régimen: se persiguió a la prensa de la oposición encarcelando a los periodistas acusadores y el nuevo Secretario general del partido, Farinacci, instauró un reinado de terror con la complicidad del Ministro de Justicia, Rocco. El período comprendido entre enero de 1925 y las elecciones plebiscitarias de 1929 constituye la primera etapa del totalitarismo fascista.  El 3 de enero de 1925 se proclamó oficialmente el Estado Fascista; aprovechando la repulsa de un atentado fallido contra Mussolini, en 1926 se cerró el cerco legislativo: disolución de cualquier partido político u organización contrarios al fascismo y eliminación de la prensa liberal, así como de cualquier tipo de libertad individual. Para velar su cumplimiento se creó una policía política -la OVRA- y un tribunal de excepción. El ambicioso oportunismo de Mussolini (socialista, republicano, monárquico, anticapitalista, liberal, proteccionista…) le hizo modificar su conducta más guiado por las circunstancias que por unos esperados planteamientos básicos del fascismo, ideología que nunca tuvo su Mein Kampf.  La base fundamental de la ideología fascista pasó a ser, a partir de ese momento, la subordinación de cualquier libertad, razón o derecho individual a la primacía del Estado que, a su vez, estaba personificado en su guía o caudillo (Duce), lo que hacía a éste todopoderoso a la vez que necesariamente infalible («Il Duce ha sempre ragione», artículo 8º del Decálogo del militante fascista). Esto hizo que Mussolini fuera acaparando paulatinamente todo el poder: Presidente del Consejo de Ministros, en él desempeñaba las carteras de interior y de exterior, de las corporaciones, del Ejército, Marina y Aire; era comandante de las milicias y, finalmente, tomó el título oficial de Duce. Los órganos del partido se fueron identificando con los del Estado: el Gran Consejo fascista asumió funciones parlamentarias y reales, y los sindicatos libres fueron sustituidos por las corporaciones fascistas, que controlaron el mundo laboral con la inclusión obligatoria de patronos y asalariados.  El Senado, colmado de honores, y la Cámara de Diputados, con la oposición retirada al Aventino, sólo servían para acatar las directrices del Gran Consejo fascista y aplaudir los discursos. La política económica fue abandonando el inicial liberalismo económico para hacerse cada vez más intervencionista. Uno de los objetivos principales fue la consecución de la autarquía.
Ésta se manifestó en la denominada Batalla del Trigo, que consiguió doblar la producción y olvidar las importaciones de cereales, pero al precio de mantener el 45% de la población activa en el sector agrario.  En la industria se alentó la formación de trusts con fuerte intervención estatal, mientras que la dependencia del petróleo exterior se trató de reducir con una política hidrográfica de gran trascendencia.
Las relaciones con la Iglesia mejoraron ostensiblemente sobre todo tras la firma de los Pactos de Letrán (1929), por los que la Iglesia reconocía definitivamente el Estado italiano y Mussolini daba el beneplácito para la fundación del Stato Citta dil Vaticano.
Como contrapartida, se emprendía un ataque gubernamental contra la masonería, se dificultaba la práctica protestante y se aumentaban las concesiones a la enseñanza religiosa, comenzando por las subvenciones. La acogida por el mundo de los negocios fue buena, consecuente con haber sido uno de los patrocinadores del partido.  Entre los intelectuales, salvo escasas excepciones, la implantación del régimen fascista contó con simpatías, cuando no abiertas colaboraciones. Los ciudadanos italianos aceptaron el régimen de Mussolini con unas actitudes que fueron desde la pasividad hasta el entusiasmo; la pérdida de libertad y la arbitraria represión -que no tuvo la intensidad que en otros estados totalitarios- fueron menos importantes que el creciente bienestar económico, la quietud pública -más que paz- y el exacerbado nacionalismo de una política exterior henchida de orgullo. Los años treinta supusieron la definitiva fascistización de Italia pero, al mismo tiempo, la pérdida de una capacidad de dirección de la ultraderecha internacional en favor del nazismo alemán, al que se acabó siguiendo de un modo servil. La invasión y conquista de Etiopía, la ayuda a la sublevación militar española encabezada por Franco, la invasión de Albania y la política de apoyo a las reivindicaciones territoriales alemanas fueron los pasos seguidos por un nacionalismo imperialista para la preparación de la gran conflagración europea. Con más ardor y entusiasmo que preparación, Italia se vio arrastrada por el fascismo a la entrada en la II Guerra Mundial.
Los sucesivos fracasos militares en Yugoslavia, Grecia y norte de África pusieron en jaque a un régimen que fue herido de muerte con la invasión de Sicilia. El Gran Consejo destituyó a Mussolini (23 de julio de 1943) y el nuevo jefe de gobierno, general Badoglio, recibió el encargo de entablar negociaciones de paz con los aliados.
Ya con soldados aliados en la península, en septiembre de ese año tropas alemanas liberaron a Mussolini y el 1 de diciembre fue proclamada la República Social Italiana. El régimen de los seiscientos días de Saló fue sustentado por el ejército alemán y desencadenó una guerra civil italiana. Tras capitular, Mussolini trató de huir, pero fue capturado y juzgado sumariamente: ejecutado el 28 de abril de 1945, su cuerpo fue expuesto públicamente en una plaza de Milán.
Conclusión
Esta doctrina destinada a su extinción tanto por su origen con una finalidad negativa como por su fin y consecuencias, la atención especial en el carácter simbólico de la formación del fascismo, en los elementos, uniformes y lenguaje desempeñó un papel socializador muy importante. Con la desaparición de Mussolini no acabó con el fascismo; su influencia durante los años veinte a cuarenta fue extensa por toda Europa y América Latina. Aún desde posiciones extraparlamentarias y clandestinas, el fascismo permaneció latente tras su derrota en la II Guerra Mundial. En los años setenta numerosos grupos filo-fascistas operaron generalmente desde actuaciones terroristas mientras que en los años ochenta, en especial tras la caída del sistema soviético, el fascismo ha resurgido bajo una serie de denominaciones variadas, las más moderadas de las cuales -como el Movimiento Social Italiano- no excluye su participación parlamentaria.
Hitler y el nacionalsocialismo alemán
Adolf Hitler nace en Braunau, Austria, el 20 de abril de 1889. Su padre Alois, duro e incomprensivo, es un oficial de aduanas con graduación de brigadier. No tuvo mucho tiempo para atender a la educación de su hijo pues muere en Linz en 1903, cuando éste era casi un niño. Lega, a la familia, una pensión y suficientes ahorros como para poder sobrevivir. La madre, a diferencia del padre, es toda adoración e indulgencia; al niño todo se le perdona, por lo tanto no es extraño encontrar que el expediente estudiantil del pequeño Hitler no sea muy glorioso. Empieza con la expulsión de un colegio benedictino, sigue en una escuela primaria de Leondig, y termina con un certificado de fin de curso de la Escuela Real de Linz, donde por su poca aplicación y excesiva indisciplina, no le otorgan ningún título. La Escuela Real de Linz le hubiera proveído de la educación necesaria para seguir una carrera burocrática similar a la de su padre, pero a Hitler, más que esta carrera, le atrae el dibujo, y se marca como meta ingresar en los cursos que ofrece la Academia de Bellas Artes de Viena. Se concentra con todo su ímpetu y fuerzas en esta disciplina, pero los resultados no impresionan a los académicos, quienes en septiembre de 1907 lo suspenden en el examen de ingreso. Abatido, sin saber qué hacer, emplea el tiempo deambulando por las calles de Viena. El día 20 de ese mismo septiembre, recibe la noticia de que su madre ha muerto.
Vuelve a Linz para el entierro, pero tras éste retorna inmediatamente a Viena. Su madre le ha dejado en herencia 700 coronas, más una pensión de 25 mensuales, que por ahora hace su posición más desahogada y le permite consagrarse al estudio.
En octubre de 1908, se presenta por segunda vez al examen de ingreso de la Academia, y nuevamente es rechazado. Decide entonces entrar en la escuela de Arquitectura, pero esta puerta se la había terrado él mismo hacía varios años, cuando no obtuvo el título de estudios secundarios. Rechazado por las instituciones académicas, se encarga, autodidácticamente, de guiar su educación: combina lecturas en las bibliotecas públicas con representaciones de las óperas de Wagner y sesiones del Parlamento vienes. Cuando en septiembre de 1909, 1a pensión de su madre se acaba, se gana la vida pintando tarjetas postales y anuncios. Su situación económica es tan precaria, que se aloja en un refugio para indigentes. Allí y en los cafés humildes, se empieza a dar a conocer por sus discursos, en los que ya se manifiestan su antisemitismo y racismo. Estos años en Viena son fundamentales para comprender su personalidad. La soledad en que transcurre su vida señala su incapacidad jura crear relaciones afectivas, y además, actuando en conjunción con una educación desordenada y desprovista de supervisión, va hacia la construcción del pensamiento más radical. Lamentablemente, el ambiente de Viena es un buen caldo de cultivo para el odio y la intolerancia hacia las personas de origen no alemán. Hitler aprende a verter sus frustraciones en apasionadas acusaciones para justificar sus fracasos y pobreza, la que logra soportar escabullándose a un mundo irreal. En Berlín en 1913, y después en Munich, tiene que volver en febrero a Austria para ingresar en el servicio militar, del cual es eximido. El estallido de la I Guerra Mundial, considerada por él un holocausto necesario para lograr la purificación de la humanidad, le ofrece la ocasión para presentarse como voluntario. Lógicamente, pide y se le concede formar parte de un regimiento bávaro; no desea luchar junto a eslavos o judíos. Su inclinación como soldado es valerosísima, resulta herido varias veces. Se le otorga, entre otras condecoraciones, la Cruz de Hierro de Primera clase. Al terminar la guerra ostenta la graduación de cabo.

En enero de 1919 vuelve a Munich como miembro del ejército, donde al igual que en el resto de Alemania, impera el caos económico. Existe una corriente nacionalista, integrada por varios pequeños grupos, todos ellos de base racista, que aunque su falta de cohesión reduce su efectividad, aunque posee gran número de adeptos. En este ambiente, Hitler en seguida se destaca gracias a sus dotes como orador, y se le nombra encargado de la instrucción política de la tropa. Su misión es inculcar la ideología nacionalista y destruir cualquier germen de marxismo. Se integra, en 1919, a un pequeño partido llamado de los trabajadores  alemanes, y se le encarga la sección de propaganda. Al año siguiente el partido cambia su nombre por el de Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo, más tarde conocido por Partido Nazi. Hitler se convierte en un imán para los nacionalistas, los diferentes grupos se van uniendo a su sombra y se crea un programa marcadamente antisemita que busca la unión alemana bajo un Reich, patria de la raza aria y la abolición del tratado de paz. El 8 de noviembre de 1923, con el putsh de Munich, intenta derrocar al gobierno. Fracasa y es sentenciado a cinco años de prisión, aunque sólo cumple ocho meses. Durante su encarcelamiento escribe MI LUCHA, obra en la que resume su pensamiento. Una vez liberado, se encuentra con que la situación ha cambiado, su partido está cerca de la desintegración a causa de divisiones internas. Sin embargo, de nuevo es capaz de refortalecer el partido y de instalarse a su cabeza. Cuando en 1929 llega otra crisis económica, Hitler ya posee la estructura y los contactos que le permiten tener acceso a toda la nación. Entre sus aliados cuenta a los magnates de los negocios y la industria, que le ofrecen su apoyo financiero. Mientras, con su arenga nacionalista arrastra tras él a la clase media baja y a los desempleados. El ascendente que tiene sobre los alemanes aumenta día a día, y con él, los votos para su partido. En enero de 1933, el presidente de la República, Hindemburg, le ofrece el cargo de canciller. Dos meses después, tras una elección donde los nazis ganan el 43,9 por ciento de los votos y con el incendio del Reichstag (Parlamento alemán), logra que una coalición de nazis nacionalistas y centristas, le otorgue poderes plenipotenciarios por encima de la constitución. A la muerte de Hindemburg se acuerda  investir en la persona de Hitler los cargos de presidente y canciller, esto lo convierte, además, en el comandante supremo del ejército, el cual le jura fidelidad personal. Ya posee el poder absoluto, ya es el Führer. Los asuntos domésticos los delega en fieles seguidores. Se centralizan las fuerzas del país, el ejército se reconstruye, se inician grandes obras públicas, y con la ayuda de los capitalistas de la industria alemana, se recupera y expande la economía, e incluso se llega al pleno empleo. En el plano de la política exterior, Hitler demuestra ser un gran manipulador, su meta es la unificación del pueblo alemán bajo una sola nación. Traza alianzas con Italia, Japón y, más tarde, con la URSS. En 1938 inicia sus agresiones militares; ocupa Austria, pero la población recibe al ejército alemán con tal entusiasmo, que el suceso se convierte en una anexión mediante un plebiscito que le da un barniz de legalidad. Su próximo objetivo es Checoslovaquia, donde existe una cierta agitación entre los habitantes germanos de los sudetes. Para evitar la guerra, las potencias europeas intervienen y convencen al gobierno checo a que ceda los sudetes a Alemania. Pero esto no es suficiente para Hitler, y el 16 de marzo invade todo el país. Seguro por sus pactos y animado por la reticencia del resto de Europa hacia una guerra, el 1° de septiembre invade Polonia. Esta vez calculó mal, dos días después Francia e Inglaterra le declaran la guerra.
Así, la obsesión de este hombre por crear un estado alemán unido y sus ambiciones imperialistas, provocan la Segunda Guerra Mundial.
Un conflicto, que a pesar de las victorias iniciales del ejército y de los sacrificios del pueblo germano, no pudo ganar. Errores como el ataque a la URSS y el asumir él mismo el mando estratégico, unidos a la decisión de Inglaterra de no claudicar y a la intervención norteamericana, lo llevan hacia una ineluctable derrota. El 30 de abril de 1945 las tropas soviéticas entran en Berlín, mientras todavía por las calles algunos fieles oponen resistencia. Hitler se suicida junto a Eva Braun, su amante de largos años y con quien acaba de contraer matrimonio. La hecatombe comenzada por él no termina con su muerte, continúa en el Pacífico. Su herencia a la  humanidad es la de millones de muertos, víctimas de la guerra y de sus  campos de exterminio; una Europa destruida e, irónicamente, una Alemania dividida, hasta el 3 de octubre de 1990.
Mi Lucha (Fragmentos)    Adolfo Hitler
La Austria alemana tornará al seno de la gran Patria germana, pero ello no ocurrirá por razones económicas. ¡No, no! Aun cuando la reunión fuera, contemplada desde este punto de vista, una cuestión indiferente, más todavía: aunque fuese perjudicial, tendrá que venir. La comunidad de sangre exige la nacionalidad común. El pueblo alemán no tendrá derecho a encarar una política colonial en tanto resulte impotente para reunir a sus propios hijos en un Estado común. Mientras no habite dentro de los confines de la nación hasta el último alemán, mientras aquella no posea la certeza de que pueda alimentar a todos sus ciudadanos, mientras su propio pueblo padezca necesidades, Alemania carecía de derechos morales para adquirir territorios en el extranjero. Es así como la pequeña población fronteriza se convierte para mí en el símbolo de la gran empresa. ¿No somos iguales a todos los demás alemanes? ¿No es, por ventura, menester que nos unamos?, La doctrina judía del marxismo rechazaba el principio aristocrático en la naturaleza, y en el lugar del eterno privilegio de la fuerza y la energía, coloca su montón y su peso muerto de números. De esta suerte, niega el valor del individuo, entre los hombres y combate la importancia de la nacionalidad y de la raza privando así a la humanidad de todo lo que significan su existencia y su cultura. Esto provoca por consiguiente y como principio del Universo, el fin de todo orden concebido para la humanidad. Y como nada, fuera del caos, podría resultar en aquel gran organismo discernible de la aplicación de semejante ley, el único resultado para los habitantes de esta tierra consistirá en la ruina.
Si el judío conquistara, con la ayuda del credo marxista, las naciones de este mundo, su corona sería la guirnalda fúnebre de la raza humana y el planeta volvería a girar en el espacio despoblado, como lo hacían millones de años atrás. La naturaleza eterna sabe vengar en forma inexorable cualquier usurpación de sus dominios. De aquí que yo me crea en el deber de obrar en el sentido del Todopoderoso Creador: Al combatir a los judíos, cumplo la tarea del Señor. Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel intelectual en la capacidad receptiva del menos inteligente de los individuos a quienes se desee vaya dirigida. De esta suerte, es menester que la elevación mental sea tanto menor cuanto más grande la muchedumbre que deba conquistar. Si se tratara, como acontece con la propaganda destinada a llevar adelante una guerra, de reunir a toda una nación en torno a determinado círculo de influencia, jamás se podría poner suficiente cuidado en evitar un nivel excesivamente alto de intelectualidad.
Tan pronto como escuché la primera conferencia de Feder comprobé haber descubierto el sendero hacia uno de los principios esenciales en que podría fundarse un nuevo partido. Reconocí de inmediato que se trataba este caso de una verdad teórica de inmensa importancia para el porvenir de la nación alemana. El profundo divorcio entre el capital agiotista y la hacienda del país brinda la posibilidad de combatir la internacionalización de la administración financiera de Alemania nacional independiente con una lucha contra el capital. Yo tenía presente el progreso de mi patria con claridad suficiente como para comprender que la brega más dura no era la que había que emprenderse contra las naciones enemigas, sino la que debía llevarse a cabo contra el capital internacional. Sobre estos tres pilares, la organización del Estado, el ejército y el cuerpo de funcionarios descansaba la maravillosa fuerza y la efectividad del antiguo Imperio. Existen en la historia innumerables ejemplos que prueban con alarmante claridad cómo, cada vez que la sangre aria se mezcló con la de otros pueblos inferiores, la consecuencia fue la destrucción de la raza portaestandarte de la cultura. La América del Norte, cuya población está formada en su mayor parte por elementos germánicos que apenas si llegaron a confundirse con las razas inferiores de color, exhibe una cultura y una humanidad muy diferentes de las que exhiben la América Central y del Sur, pues allí los colonizadores, principalmente de origen latino, mezclaron con mucha libertad su sangre con la de los aborígenes. Si tomamos esto como ejemplo, fácilmente comprenderemos los efectos de la confusión racial. El habitante germánico de América que se ha conservado puro y sin mezcla, ha logrado convertirse en el amo de su continente; y lo seguirá siendo mientras no caiga en la deshonra de confundir su sangre. El antípoda del ario es el judío. Es difícil que exista en el mundo nación en la que el instinto de la propia conservación se halle tan desarrollado como en el «pueblo escogido». La mejor prueba de ello la constituye el hecho de que esta raza continúa existiendo. ¿Qué pueblo ha experimentado en el transcurso de los últimos dos mil años tan contados cambios como los que exhibe la raza judía? ¿Qué otra raza ha debido soportar mudanzas más revolucionarias que las que ha soportado ésta y ha logrado, no obstante sobrevivir intacta a las más terribles catástrofes? ¡Qué bien expresan estos hechos su resuelta voluntad de subsistir y de conservar el tipo!, Gravísimo error es figurarse que un movimiento, al aliarse con otro, aun cuando persiga parecidos fines, se robustece… La grandeza de cualquier organización activa que constituya la personificación de una idea, reside en el espíritu de religioso fanatismo e intolerancia con que ataca a todas las demás, fanáticamente convencidas de que sólo ella está en lo cierto…, El Estado nacional debe trabajar sin reposo para librar a la administración, especialmente ah más alta o, en otras palabras, a la dirección política, del principio del gobierno de las mayorías —es decir, la multitud—, asegurando así en su lugar la indiscutible autoridad del individuo. Lo que necesitábamos, lo que seguimos necesitando, no era ni es un centenar de porfiados conspiradores, sino un centenar de miles de fanáticos guerreros para nuestra teoría del mundo. Hay que realizar la faena, más no en conventículos secretos, sino merced a la pujanza irresistible de la muchedumbre; no nos hemos de abrir paso con el puñal, con el veneno ni con la pistola; tenemos que conquistar al ciudadano. Necesitamos destruir al marxismo para que el Nacional Socialismo sea el amo de la calle, así ahora como en lo porvenir. Un gran teórico resulta rara vez un gran caudillo. Es muy probable que un agitador posea esta cualidad en grado muchísimo mayor, novedad ésta que resultará seguramente poco grata a aquellos cuya contribución a un asunto cualquiera es de naturaleza simplemente científica. Un agitador capaz de transmitir una idea a las muchedumbres, es un psicólogo cuando solo se trate de un demagogo. Siempre resultará mejor como caudillo que el teórico retraído que nada sabe acerca de los hombres.
Porque el hecho de ejercer la dirección exige capacidad para conmover a la multitud… El sindicato no ha de ser un instrumento para la lucha de clases, sino para la defensa y representación de los trabajadores. El Estado nacionalsocialista no reconoce clases; en el sentido político, sólo reconoce ciudadanos, con iguales derechos e idénticas obligaciones, y al lado de éstos, súbditos privados de todo derecho desde el punto de vista político. Como nacionalista, y contemplando a la humanidad de acuerdo con el principio racial, no puedo admitir la conveniencia de encadenar el destino de la propia nación al de las llamadas «nacionalidades oprimidas», porque conozco lo poco que éstas valen desde el punto de vista racial. Porque jamás en nuestra historia fuimos vencidos por la fuerza de nuestros adversarios, sino, más bien por nuestra depravación y por los enemigos ocultos en nuestra propia casa.
Declaraciones de dirigentes nazis
Adolfo Hitler. «Una generación más fuerte eliminará a los débiles; su aliento vital romperá las ataduras ridículas de una pretendida humanidad según el individuo, para ceder el puesto de una humanidad según la naturaleza, que extermina a los débiles en provecho de los fuertes»… «La piedad no puede traernos más que disensiones y desmoralización». «El que no ve en el nacional-socialismo más que un movimiento político, no comprende casi nada de él. Es más que eso, y más que una religión. Es la voluntad de una creación humana nueva. Sin base biológica ni objetivo biológico, la política es hoy completamente ciega». «Yo libero a los hombres de los límites de la razón que pesan sobre ellos, de las sucias y humillantes intoxicaciones debidas a unas quimeras, de la pretendida conciencia y moralidad, y de las exigencias de libertad e independencia personal, de las que sólo pueden servirse unos pocos».
«Después de siglos de lloriqueos sobre la defensa de los pobres y de los humildes, ha llegado el momento de decidirnos a defender a los fuertes contra los inferiores… El instinto natural ordena a todos los seres vivientes, no solamente vencer a sus enemigos, sino exterminarlos. Antes, el vencedor tenía la prerrogativa de exterminar razas y pueblos enteros».
Tomado de Delarue, Jacques. La Gestapo. Barcelona,  1967. Editorial Droguera, pp. 88, 89.
Los campos nazis de exterminio, Alexander Werth
Desde el final de la guerra ha habido numerosos relatos de los diversos campos de exterminación alemanes: Buchenwald, Auchswitz, Bergen-Belsen y tantos otros, pero la historia del de Maidanek quizá no se haya contado del todo a los lectores occidentales. Además, Maidanek es un lugar que tiene un puesto especial en la guerra germano-soviética. Los rusos descubrieron Maidanek el 23 de julio, el mismo día de su entrada en Lublin. Una semana más tarde, el escritor Simonov hablaba del campo en las columnas de Praida, pero los corresponsales extranjeros acreditados en Moscú, y la Prensa extranjera en general, ignoró su relato casi por entero. Sin embargo, en Rusia el efecto fue ciertamente devastador… Ponía de relieve, con mayor vigor y claridad que cualquier otra cosa, la auténtica naturaleza, alcance y objetivos del régimen nazi en acción. Porque en Maidanek se había montado una gran industria, en la que miles de alemanes «corrientes» se dedicaron en horas extraordinarias y jornadas laborales completas a asesinar a millones de sus semejantes, en una especie de orgía de sadismo profesional, o, peor aún, con la plena convicción de que su trabajo era una labor como cualquiera otra…
La carretera que conducía al campo era polvorienta, y en sus bordes la hierba había adquirido un color verduzco-grisáceo. Separaban el recinto del campo propiamente dicho del resto del mundo dos altas vallas metálicas, pero sin nada siniestro en su aspecto: las mismas que pudieran rodear un campamento militar o algo semejante. El sitio, eso sí, era enorme. Como una auténtica ciudad de barracones, pintados en tono verde claro…
El interior del barracón era de hormigón armado, y salía de la pared una serie larguísima de gritos. Todo a lo largo del perímetro de la habitación central, corrían unos bancos de madera, en los cuales las víctimas depositaban sus ropas, que después eran recogidas por los alemanes. Así que aquél era el sitio adonde los llevaban. Quizá serían invitados cortésmente: «Por aquí, hagan el favor». ¿Acaso sospechó alguno de ellos, después de acabado el lavatorio, lo que iba a sucederle a los pocos minutos? Después de haberse lavado les pedían que entrasen en la cámara siguiente. En ese punto incluso los menos avisados deberían empezar a sospechar algo raro. Porque la cámara siguiente consistía en una serie de estructuras de cemento, cada una la cuarta parte de un baño público, y carecía de ventanas. La gente, desnuda (hombres, una vez, mujeres otra, niños la siguiente), eran llevados a empujones a aquellos oscuros cubículos de cemento y entonces, con 200 ó 250 personas amontonadas en cada uno, totalmente oscuros, con sólo un pequeño tragaluz en el techo, y el agujero o «chivato» de la puerta para espiar, empezaba el proceso de gaseamiento. Primero se introducía aire caliente desde el techo, y los lindos cristales azules del gas «Cyclon» eran vertidos como una lluvia sobre la gente, evaporándose en seguida en el aire recalentado del lugar. En cosa de dos a diez minutos, todos muertos. Y había seis cabinas de cemento a cada lado. «Casi dos mil personas podían ser asesinadas simultáneamente», nos avisó uno de los guías. Pero qué pensaría aquella pobre gente durante los primeros minutos cuando llovían sobre ellos los cristales del gas? ¿Acaso podría creer alguien que aquel humillante proceso de verse amontonados desnudos unos contra otros en aquel minúsculo recinto tenía algo que ver con la desinfección?
Para el espectador resultaba al principio muy difícil darse cuenta exacta de lo que veía, sin un gran esfuerzo de imaginación. Ante él aparecían cierto número de estructuras de cemento, muy poco decorativas, con unas puertas que de haber sido más grandes hubiesen podido pasar por las de un garaje. Pero las puertas… ¡las puertas! Eran pesadas puertas de acero, con pesados cerrojos. A cierta altura un orificio de no más de diez centímetros de diámetro, compuesto por cien diminutos agujeros en realidad. ¿Podrían los agonizantes ver a través del mismo el ojo del hombre de las SS que contemplaba su muerte? En realidad, el ejecutor nada tenía que temer, pues su ojo estaba bien protegido por la red de acero que cubría su observatorio. El fabricante de la puerta especial que describo había puesto su marca en ella, cual si se tratara de una caja de caudales cualquiera: «Auert-Berlín». Luego, un toque de azul en el suelo me llamó la atención. Estaba medio borrado, pero aún resultaba legible. Con tiza de dicho color alguien había garabateado la palabra alemana vergast y encima de ella había dibujado toscamente una calavera con dos tibias cruzadas. Nunca había visto esa palabra antes, pero evidentemente significaba «gaseados». Y no simplemente gaseados; más bien, con el elocuente prefijo germano vergast: gaseados al límite. Su trabajo estaba listo y ahora esperaría el autor de la inscripción el siguiente lote de condenados. De nuevo se pondría en movimiento la tiza de color azul cuando ya no quedasen dentro de las cámaras sino un montón de cadáveres desprovistos de ropa.
¿Y los gritos, maldiciones, plegarias quizá, que se pronunciarían en el interior de la cámara de gas unos minutos antes? Claro que las paredes de hormigón eran espesas y resistentes, y el buen herr Auer realizó un concienzudo trabajo, de forma que prácticamente resultaba imposible oír nada desde el exterior. Incluso, de haberse escuchado algo, los encargados de manejar el campo sabían perfectamente de qué se trataba. Allí mismo, en el exterior del barracón Batí und Desinfektion II, en la calle que desembocaba con la avenida central del campo, se cargaban los cadáveres en camiones, se dejaba caer el roldo de los vehículos y éstos partían rumbo al crematorio, situado a cosa de medio kilómetro. Entre ambos puntos había docenas y docenas de edificaciones pintadas invariablemente en el mismo tono verde claro…, En el otro extremo del campo aparecían montículos enormes de cenizas blanquecinas, pero al mirarlos más de cerca, comprobábamos que no eran tale: cenizas únicamente. Entre ellas se percibían masas de pequeños huesos humanos: huesos de cuellos, huesos de dedos, y pedazos de cráneos; hasta pude ver un fémur que por su tamaño debió pertenecer a una criatura. Más allá de los montículos citados había un terreno llano en el que crecían hectáreas y más hectáreas de coles. Eran unas coles lozanas, gigantescas, cubiertas de una capa de polvo blanquecino. Oí como alguien explicaba a mi lado:
—Una capa de cenizas humanas, otra de estiércol, y así sucesivamente… Esas coles han crecido sobre cenizas humanas… Los hombres de las SS solían llevarse semejante abono a su granja modelo, no lejos de aquí. Una finca muy bien cultivada, desde luego. A los SS les gustaba comer esas coles gigantes, e incluso las comían también los prisioneros, aunque sabían con certeza que antes de mucho iban a acabar convertidos en las mismas coles…, Pasamos luego a visitar el crematorio. Era una gran estructura con seis enormes hornos que dominaba una alta chimenea como las de las fábricas. La estructura de madera que había servido para recubrir el crematorio, y también la casa adjunta, hecha de tablones, en que vivió el director del crematorio, Obersturmbannjührer Mussfeld, habían sido incendiadas. Mussfeld fue capaz de residir allí, entre el apestoso olor de los cuerpos ya quemados o quemándose, y según sabemos se interesaba personalmente por el procedimiento utilizado. Sin embargo, los hornos continuaban intactos. Eran enormes.
A un lado quedaban todavía briquetas de carbón apiladas y al otro estaban las bocas de los hornos, por donde se introducían los cadáveres. El sitio olía mal; olía inequívocamente a descomposición, aunque no intensamente. Miré hacia el suelo. Mis zapatos estaban llenos de polvo humano blanquecino, y sobre el piso de cemento de aquel recinto, sobre todo al lado mismo de las bocas de los hornos, aparecían pedazos chamuscados de cuerpos humanos. Aquí, toda una caja torácica con sus costillas; allá, un trozo de cráneo, y al lado una mandíbula inferior con una muela en cada extremo y ninguna pieza dentaria más, sólo huecos vacíos. ¿Dónde habrían ido a parar los dientes postizos de la víctima? En un extremo de la estancia había una especie de larga mesa de operaciones realizada en cemento. Sobre esa mesa, un especialista — ¿quizá un médico?— examinaba cada uno de los muertos antes de ser introducidos los cuerpos en el horno, y les extraía los empastes de oro, que luego serían remitidos al doctor Walter Funk, en el Reichsbank…, La capacidad normal de toda la instalación ascendía a 2,000 cadáveres diarios, pero algunas veces había más cuerpos que tratar, y había algunos días especiales, como el día de la gran exterminación judía, el 3 de noviembre de 1943, en que 20,000 personas —hombres, mujeres y niños— fueron muertos.
Como era imposible gasearlos a todos aquel día. Muchos de ellos habían sido asesinados e incinerados en un bosque a alguna distancia de allí. En otras ocasiones se quemaba fuera del crematorio a los muertos en inmensas piras funerarias empapadas de gasolina. Las piras ardían semanas enteras, llenando el aire de un hedor insoportable…junto a los maderos quemados, que fueron la residencia de Mussfeld, había largas tilas de recipientes pintados de negro, con aspecto de enormes cocteleras y la inscripción «Buchenwald». Eran las urnas funerarias traídas de dicho campo de concentración. La gente de Lublin que había perdido a algún familiar en Maidanek, dijo alguien, estaba dispuesta a pagar cantidades sustanciosas a los hombres del SS por los restos de las víctimas. Otra jugada sucia más de aquella repugnante pandilla de las SS. Es innecesario advertir que las cenizas con que se llenaban las urnas no eran de nadie en particular. A alguna distancia del crematorio había sido, descubierta una trinchera de unos veinte o treinta metros de longitud. Mirando hacia abajo, mientras aguantábamos como podíamos el indescriptible olor, vimos cientos de cadáveres, desnudos muchos ellos, con los agujeros del disparo en la nuca. La mayoría eran hombres con la cabeza afeitada. Se nos informó que los cuerpos correspondían a prisioneros de guerra rusos…
Algunos días antes de nuestra visita, las autoridades polacas llevaron a una muchedumbre de prisioneros de guerra alemanes a dar una vuelta por el campo. Alrededor de ellos, las mujeres y los niños les iban insultando, y un viejo judío medio loco les gritaba frenético con voz enronquecida: «Kindermürder, Kiiidermürder*» Los soldados de la Wehrmacht empezaron su recorrido a paso normal, fueron poco a poco acelerando el ritmo, y terminaron en una desbandada incontenible, verdes sus rostros por el horror, temblándoles las manos castañeándoles los dientes. En el bosque de Krempecki, a pocos kilómetros de distancia, se descubrieron unas fosas donde se había asesinado a 10.000 judíos el 3 de noviembre. En este caso, la velocidad fue más importante que el negocio. Los asesinaron a tiros y no los despojaron de sus ropas, ni tampoco de los sacos de mano de las mujeres ni de los juguetes de los niños. Entre los cadáveres hedientos, pude ver el de una niña aferrada a su osito de peluche… Ahora bien, esto era excepcional; Maidanek estaba basado en el principio de que nada debía desperdiciarse. Por ejemplo, vimos un enorme cobertizo que había contenido 850.000 pares de botas y zapatos: incluso zapatitos de bebé…, Lo más inmundo del campo era quizá el grandioso edificio llamado Chopin Lager, es decir. Almacén Chopin, porque, con atroz ironía, se encontraba en una calle interior del campo que había recibido el nombre del famoso compositor polaco…
El Almacén Chopin era como unos grandes almacenes de cinco pisos, y formaba parte de la grandiosa Fábrica de la Muerte de Maidanek. Allí se examinaban y clasificaban las pertenencias y objetos personales de centenares de miles de asesinados clasificándolos luego cuidadosamente para su exportación a Alemania. En una gran habitación, por ejemplo, aparecían a millares, las maletas, bolsos, etc., algunos con etiquetas cuidadosamente redactadas por sus dueños. Una estancia tenía junto a la puerta un rótulo: Herrenschube, y otra el de Damescbnbe. En esta última vimos miles de pares de zapatos, todos ellos de mejor calidad que los que habíamos visto en el gran depósito cercano al campo. En un interminable corredor había infinidad de trajes femeninos; en otro, hileras inacabables de abrigos colgados de perchas. Una estancia tenía estanterías de madera a todo lo largo de ella, hasta el techo, y contra las paredes. Era igual que un gran almacén de Woolworth: centenares de maquinillas de afeitar apiladas, brochas, miles de cortaplumas, lapiceros y plumas.
En la habitación siguiente se apilaban los juguetes infantiles: muñecas de trapo y celuloide, ositos de peluche, centenares de minúsculos automóviles, rompecabezas de cartón, y hasta un muñeco fabricado en los Estados Unidos, «Mickey Mouse»… El espectáculo resultaba estremecedor. En un montón de papeles y documentos encontré el manuscrito de una sonata para violín, Opus número quince compuesta por un tal Ernst J. Weil, de Praga. ¿Qué horrible historia se escondía tras ella?, En el primer piso del Almacén Chopin estuvo el departamento de contabilidad. Desperdigadas por el suelo abundaban las cartas; en su mayoría misivas dirigidas por organizaciones del Partido Nazi, o dependientes de las SS, al Chopin Lager-Lublin, solicitando el envío de este y aquel artículo. Muchas de las cartas eran órdenes emanadas de la jefatura de las SS y la Gestapo de Lublin. Una carta fechada el 3 de noviembre de 1942, escrita pulcramente a máquina, daba instrucciones al Almacén Chopin para suministrar al campamento de la Organización Juvenil Hitleriana, compañía 934, una larga lista de artículos: mantas, ropa blanca, cubertería, toallas, utensilios de cocina , etc. La carta especificaba que los artículos pedidos eran necesarios para atender a 4,000 niños evacuados del Reich. Otra lista pedía, para 2,000 afiliados a la misma organización, camisetas de deporte, pantalones, prendas de lana, zapatos, botas de esquiar, guantes, pañuelos para el cuello, etc.
El almacén recibía en la correspondencia el pudibundo apelativo de: Altsachenverwertugsstell, Lublin (Centro Clasificador de Mercancías de Segunda Mano de Lublin). Incluso había una carta de una mujer alemana, residente en Lublin, en la que pedía un cochecito y otros artículos para su niña recién nacida. Otro documento mostraba que en los primeros meses de 1944, el almacén citado había remitido 18 vagones de ferrocarril cargados de mercancías a Alemania.
El tribunal conjunto ruso-polaco que investigaba los crímenes cometidos en Maidanek celebraba sus sesiones en el edificio del Juzgado de Apelaciones de Lublin. En una alocución previa, el presidente del tribunal expuso la historia del campo de Maidanek, un catálogo espeluznante de los distintos modos allí existentes para torturar y asesinar a los prisioneros. Había agentes de las SS especializados en el «golpe del estómago» o en el «de los testículos», como formas de matar rápidamente. Otros prisioneros eran ahogados en albercas, o atados a un poste y abandonados hasta morir de hambre…, El mismo Himmler visitó un par de veces el campo, y se mostró satisfecho de su funcionamiento. Se calculaba que un millón y medio de seres huidnos, como mínimo, habían perecido en Maidanek. Los principales responsables directos habían huido, por supuesto, antes de aparecer los libertadores, pero cayeron en poder de las tropas ruso-polacas seis de los verdugos menores: cuatro alemanes y dos polacos. Tras un juicio sumarísimo fueron ahorcados a las pocas semanas.
Tomado de Werth,  Alexander. Rusia  en la Guerra (II).  De Stalingrado  a Berlín. Barcelona, España. 1970. Editorial Bruguera.
La anexión de Austria a Alemania.
Simultáneamente y paralelo al curso de los acontecimientos de la guerra civil española se producían en diversos lugares de Europa otros hechos de la más alta significación para la evolución futura. Para Hitler, la intervención en la guerra española no significa sino una maniobra de diversión. Su auténtico objetivo era otro. Entre 1933 y 1937 se había preparado para sentar las bases de las futuras conquistas nazis.
El rearme alemán estaba prácticamente terminado; ante los países orientales europeos Francia había perdido influencia y toda confianza como aliada cuando Hitler reocupó Renania y emprendió en su frontera occidental las sólidas fortificaciones de la Línea Sigfrido. La aventura italiana de Etiopía, la ocupación de la zona renana y la tragedia española, demostraban la división y la gran debilidad de las democracias occidentales. La actitud de las democracias occidentales tenía su explicación, en cierto modo: la repugnancia y el temor que inspiraban la guerra, la sensación de que el tratado de Versalles había significado una injusticia hacia Alemania y una opinión por entero errónea con respecto a Hitler que esgrimían los órganos de opinión del gran capitalismo industrial (Comité des Forges) y sus agentes Tardieu y Laval, sumamente activos frente a la pasividad de Herriot, Daladier y Blunt radicales y socialistas, todos además a remolque de Inglaterra.
Se imaginaban que haciendo concesiones al Führer, éste se convertiría en un ser razonable y sus aspiraciones quedarían así satisfechas. El primer defensor de esta fatal política de appeasement o apaciguamiento en Londres era Neville Chamberlain. Primer Ministro de la Gran Bretaña, después de Baldwin, era especialista en asuntos de política interior, pero no poseía cualidades, altura ni experiencia para tratar los problemas internacionales. A pesar de ello intervino activamente en asuntos de política exterior. Chamberlain, y con él los demás partidarios del apaciguamiento”, temían ante todo a la Unión Soviética y al comunismo internacional, y para ello —como para muchos europeos— los rusos representaban un peligro mayor y mucho más grave que el III Reich, que consideraban un “baluarte contra el bolchevismo”. Por eso veían de mala gana una posible colaboración de los occidentales con los rusos como éstos pedían y los frentes populares clamaban para detener la expansión alemana. No faltaban quienes confiaban con innegable placer e ingenuidad en que “Hitler la emprendería con el Este”, es decir, con el comunismo, y, por su parte, el Führer explotaba hábilmente aquel estado de ánimo; tal era su más ruidoso “slogan” propagandístico: Alemania —proclamaba de continuo— sólo se propone corregir determinadas injusticias, las más escandalosas, del tratado de Versalles, y aplicar el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. A cada “golpe de mano” que perpetraba, siguiendo sistemáticamente su plan, Hitler se deshacía en discursos pacifistas, proponiendo nuevos acuerdos para tranquilizar a los países vecinos, inquietos ante su voracidad. A continuación, esas mismas naciones caían bajo sus garras, con la complicidad de su ex aliado y vecinos, como veremos.
Desde que comenzó a actuar el régimen nacionalsocialista se tuvo la seguridad de que Hitler deseaba anexarse a su país natal, Austria. El programa nazi no lo ocultaba en modo alguno, como tampoco el Mein Kampf. El nacionalismo hitleriano se proponía incorporar al Gran Reich a todos los “hermanos de sangre germana”; por lo demás, la anexión austríaca constituiría el primer paso para la conquista alemana del Este y del Sudeste. Austria podía suministrar soldados para numerosas divisiones, mineral para muchos cañones, y, sobre todo, proporcionar al Führer un “puente tendido” sobre sus objetivos danubianos. El golpe de Estado de los nazis austríacos, en julio de 1934, que costara la vida al canciller Dollfuss, fracasó por preparación insuficiente. Hitler procuró zafarse de aquel punto muerto mediante una retirada estratégica, bastante burda, que las democracias le facilitaron. Mussolini se hizo el enfadado y hasta movilizó tropas; en cuanto a los franceses (Laval) e ingleses, se alegraron de este enfrentamiento entre consortes, aunque tampoco sacaron ventajas de ello: Alemania e Italia reforzaron su amistad, ya que Austria era zona de discusión pero “sólo entre ambos”.
En julio de 1936, Hitler firmaba con Austria un pacto encaminado a restablecer relaciones más amistosas entre ambos países, según aseguraba formalmente el Führer: en él, Alemania reconocía la total independencia de Austria, y ésta, por su parte, se proclamaba “Estado alemán”, adoptando con respecto a Alemania una política inspirada en la “hermandad de raza”. Cada gobierno se comprometía solemnemente a no inmiscuirse en los asuntos internos del otro.
Las cláusulas del citado pacto fueron redactadas con estudiada oscuridad, para que pudieran ser sometidas luego a las más diversas interpretaciones. Los austríacos se aferraban a la garantía de su independencia, y la debilidad de Mussolini, su antiguo protector, sólo servía para incitarles a firmar el pacto propuesto por Alemania. El pacto facilitaba la actividad, al principio clandestina, de los nazis austríacos, que pronto actuaron a banderas desplegadas, obstaculizando al gobierno con turbios manejos y provocaciones constantes, ataques a comunistas, luego a judíos, después a socialistas, y pronto a católicos motejados también de comunistas y judíos, cuya eficacia ya se había probado en la propia Alemania. La policía austríaca descubrió el 25 de enero de 1938 los planes detallados de un inminente golpe de Estado. Ya era tarde para evitarlo. El descubrimiento inquietó al canciller federal austríaco, Schuschnigg, quien pudo creer que una entrevista con el Führer ayudaría a aclarar la situación. Y en efecto, ésta ya no podía quedar más clara cuando, celebrada la reunión, Schuschnigg abandonó Berchtesgaden. El dictador alemán habló durante dos horas seguidas, abrumando con injurias y sarcasmos al infeliz canciller austríaco, profiriendo las peores amenazas y asegurándole que el Führer efectuaría su entrada en Viena “como una tempestad en primavera”, para barrer el régimen que osaba oponerse a los nacionalsocialistas austríacos. Tras las amenazas vinieron las exigencias; participación de los nazis austríacos en el gobierno de Viena, amnistía para los nazis detenidos por sus crímenes y asesinatos, y ampliación de los intercambios económicos entre Austria y Alemania.
Como contrapartida de sus exigencias, Hitler renovó promesas que no cumplía: ratificación del tratado de julio de 1936, reconociendo la independencia austríaca, y promesa de que Alemania no se inmiscuiría en los asuntos internos de Austria. No era preciso que lo hicieran los nazis de Berlín, le bastaba con los de Viena. Los austríacos se indignaron; pero nada más podían hacer. Las “reivindicaciones” iban acompañadas de amenazas, cuyo sentido no podía llamar a engaño. Austria era impotente y su única solución era someterse y aceptar. Desde aquel instante, los nazis austríacos emprendieron una nueva campaña de agitación, más violenta todavía. Schuschnigg intentó un último e ineficaz esfuerzo. Preparó para el 13 de marzo un plebiscito en el que preguntaba: “¿Vota a favor de una Austria federal, libre, independiente, alemana y cristiana?”. Aquella grandiosa manifestación nacional era también un patético llamamiento de un país débil a las “grandes potencias” europeas. Hitler montó en cólera. Era de esperar que del 70 al 80% de los austríacos, respondiera con un “sí” rotundo. No  cabía réplica más democrática a los planes hitlerianos. Pero entonces, todo el mundo se reía de la cobardía de las democracias
Dos días antes, el 11 de marzo, la frontera austro-alemana había sido cerrada. Alemania concentró sus más potentes fuerzas militares, dispuesta a invadir Austria. Acto seguido, Hitler ordenó a los nazis austríacos que presentaran a Schuschnigg un ultimátum exigiendo la suspensión del plebiscito y éste cedió; luego, otro ultimátum: Schuschnigg debía entregar el poder al nazi Arthur Seyss-lnquart.
El canciller austríaco cedió también, pero el presidente federal, Miklas, se negó a doblegarse. Nuevo ultimátum desde Berlín: si Miklas mantenía su actitud, las tropas alemanas iniciarían su marcha y atravesarían la frontera el día 13, a las siete y media de la mañana. Simultáneamente. Seyss-Inquart recibía las últimas instrucciones: apenas hubiera aceptado el poder” debía proclamar que su objetivo primordial consistía en restablecer el orden y la paz en Austria —donde precisamente todo permanecía en calma— y luego solicitar la ayuda militar de Alemania para “impedir derramamientos de sangre”.
Las fuerzas alemanas entraron en Austria durante la noche del 12 de marzo de 1938, sin hallar resistencia. Con las tropas de ocupación llegaba el primer representante del gobierno alemán, Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo y de las SS. Hitler era ya dueño de Austria, y no tardó en aplicar el consabido sistema nazi: sólo en la ciudad de Viena fueron asesinadas, torturadas y detenidas 67.000 personas y la oleada de terror inundó pronto Austria entera, llenando las cárceles y los campos de concentración apresuradamente construidos, mientras las SS aplastaban la menor posibilidad de resistencia, que no la hubo, ahogándola en sangre y torturas antes de que pudiera producirse. El domingo 13 de mayo, el mismo día en que debía haberse celebrado el referéndum de Schuschnigg, proclamaba Seyss-Inquart el tristemente famoso Anschluss o unión con Alemania: Austria se integraba en el Reich germano con la denominación medieval de Ostmark o Marca del Este, y Seyss-lnquart quedaba, por supuesto, como gobernador del nuevo territorio alemán. Pocas semanas más tarde, se celebraba en Austria una parodia de referéndum, al estilo nazi, sin voto secreto. Las cifras del resultado fueron proporcionadas por las propias autoridades: el 99,73% de los electores aprobaron el “retorno al Reich” y Hitler pudo llevar a cabo su entrada triunfal en Viena. Las potencias occidentales se indignaron ante lo sucedido, pero, acobardadas, consideraron que, en último término, “los austríacos también eran alemanes”. El espectáculo se repetiría pronto en Checoslovaquia.
Error tan flagrante en lo referente a la propia Austria, no lo era menos en cuanto a sus consecuencias externas. El diputado Winston Churchill lo señalaba con dureza en la Cámara de los Comunes, dos días después: “No cabe exagerar la gravedad de los acontecimientos del 12 de marzo de 1938. Europa se halla ante un programa de agresión cuidadosamente preparado y calculado al minuto, que se viene ejecutando etapa tras etapa. Sólo nos queda una posible elección, con respecto a nosotros y a las demás naciones: o nos sometemos como ha hecho Austria, o adoptamos —mientras todavía haya tiempo— las medidas eficaces para alejar el peligro; y si es imposible alejarlo, para acabar con él. Si seguimos permitiendo que se produzcan los hechos consumados, ¿cuántos recursos vamos a desperdiciar, y cuántos aún nos quedan utilizables para nuestra seguridad y el mantenimiento de la paz? ¿Cuántos amigos vamos a perder? ¿Cuántos posibles aliados veremos caer, uno tras otro, en el abismo?”. Como de costumbre, durante la crisis austríaca Hitler había tranquilizado a los demás países inquietos. Checoslovaquia recibió en particular toda clase de promesas, garantías y seguridades de que lo ocurrido en Austria no se produciría en otros lugares, y mucho menos en el país checo, ya que Alemania prometía, una vez más, respetar los tratados concertados con ella. Pero con la ocupación de Austria, Checoslovaquia quedaba cercada: Polonia y Hungría sólo se preocupaban de unir a las futuras reclamaciones de Alemania las suyas propias para mayor sarcasmo. Sin embargo, ya en 1937 Hitler había decidido borrar el Estado checo del mapa, para lo cual pretextaría que trataba de aplicar el principio de la autodeterminación nacional en favor de una minoría germánica oprimida por grupos mayoritarios, lo mismo que el caso de los asalariados nazis austríacos.
Para ello, procedió en dos etapas. En esta ocasión, el pretexto del Führer estribó en los sudetes, personas de lengua alemana de los territorios fronterizos de Checoslovaquia, que jamás fueron ciudadanos alemanes, pues antes de la Primera Guerra Mundial pertenecieron, como todo el país checo, al imperio austro-húngaro. En 1918-1919, Austria propuso inútilmente quedarse con las regiones cuyos ciudadanos de lengua alemana estuvieran en mayoría.
El tratado de Versalles adjudicó la región de los sudetes a Checoslovaquia, porque las zonas sudetes de Bohemia y Moravia quedaban geográficamente muy separadas de Austria, y porque aquella frontera montañosa, llamada el “baluarte de Bohemia”, tenía suma importancia estratégica para el recién creado Estado checo. La minoría alemana comprendía durante la década 1930-1940 unos tres millones y medio de personas, es decir, el 22% de la población de Checoslovaquia en aquella época. Eran inevitables las fricciones entre los alemanes sudetes, antiguos súbditos de la monarquía de Habsburgo, y las nuevas autoridades checas, aunque no cabe duda de que era la minoría mejor tratada de cuantas existían entonces en Europa. Todo permitía suponer que se desarrollaría armoniosamente en el seno de la joven nación checoslovaca, como una comunidad sin conflictos. Por desgracia, la victoria hitleriana en Alemania provocó la aparición de una formación pro nazi, dirigida por Konrad Heinlein, que pronto demostró ser dócil instrumento del Führer, desde luego, éste se encargaba de apoyar económicamente al partido nazi de los sudetes. A los quince días de la ocupación de Austria y de la renovación solemne de las promesas hechas a Checoslovaquia, el 18 de marzo de 1939, Hitler llamaba a Heinlein a Alemania para transmitirle sus instrucciones. En lo sucesivo, Heinlein debía considerarse como el representante del Führer en el país de los sudetes, y acosar al gobierno de Praga con reivindicaciones continuadas y crecientes, y tan extremistas como inaceptables. Hitler había decidido actuar y acabar lo antes posible con esta nueva etapa. Dos o tres semanas después de confirmar sus promesas y ofrecer garantías a Checoslovaquia, el Estado Mayor alemán recibía orden de preparar un plan de operaciones militares. Con todo, Hitler deseaba provocar una situación política especial que le permitiera aplastar a Checoslovaquia por las armas, aunque sin excesivas complicaciones internacionales.
Pocas podían temer, en efecto, en Europa; respecto al propio país alemán menos aún. En su sangrienta aventura, Hitler fue seguido con escalofriante unanimidad por los alemanes enfebrecidos; sometidos los posibles jefes de la oposición liberal y socialista, el pueblo aclamaba, como fiel comparsa año tras año, victoria tras victoria: hasta la derrota. La lección es digna de estudio y meditación. La primera crisis estalló en mayo de 1938, al fomentar Heinlein unos disturbios de los sudetes con su milicia política, imitación de las SA y de las SS. Los checos decretaron la movilización parcial, los ingleses formularon a Berlín enérgicas advertencias y Francia se declaró dispuesta a hacer honor a sus compromisos y asistir a Checoslovaquia ante cualquier agresión. Rusia ofreció su ayuda aérea inmediata y militar si se le facilitaba paso e incluso incondicionalmente ofreció 300 aviones, oferta que Benes rechazó. Después de una de sus acostumbradas e histéricas crisis de cólera, Hitler se limitó a ordenar que se activaran los preparativos de la Wehrmacht, y los trabajos de fortificación en la frontera occidental; decidió aniquilar a Checoslovaquia en aquel mismo otoño y al propio tiempo ofreció seguridades al embajador checo en la capital germana, por lo que su país no tenía motivo alguno para movilizarse. No por ello abandonó Heinlein sus actividades subversivas, mientras se desencadenaba una ofensiva propagandística contra los países occidentales.
El recuerdo de la sangría que supuso para Francia la guerra de 1914-1918 creaba un clima muy poco bélico en este país. Además, su influencia en la Europa oriental era un tanto artificiosa y poco menos que imposible de mantener con una Alemania y una Rusia recuperadas. Francia lo comprendió así a partir de 1930 y emprendió la construcción de una potente línea fortificada en su frontera oriental, que se denominó Línea Maginot, nombre del entonces ministro de Defensa.
Francia depositaba su única confianza en aquella tan costosa como inútil fortificación para una eventual guerra defensiva con Alemania, mientras que sólo en los círculos especializados empezaba a pronunciarse el nombre de un coronel, Charles de Gaulle, que propugnaba, en vano, una defensa activa, apoyada en cuerpos blindados y motorizados. Polonia y Rumania habían obtenido extensos territorios en 1919, gracias tan sólo a la impotencia de alemanes, rusos y austríacos en aquella época; de ahí el temor que les infundían los soviéticos, parte de cuyo país detentaban. Temor que en los círculos dirigentes era aún mayor al que sentían hacia los alemanes. El coronel Beck, dictador de hecho en Polonia, era un ejemplo típico; otros con menos escrúpulos aún, venales y ambiciosos como Antonescu el rumano, tampoco faltaban. Todo ello dificultaba las tentativas occidentales en favor de una alianza que contase con la colaboración rusa, única condición eficaz, como se demostrará después, para frenar el impulso hitleriano. Éstas fueron las razones principales de la tendencia aislacionista que influyó en la política francesa a partir de 1933, siendo numerosos los que deseaban el abandono de la idea francesa—más o menos ficticia—de seguirse considerando como una gran potencia. Además, terminada la guerra, los occidentales habían limitado sus armamentos, en especial la aviación, por su errónea creencia de hallarse libres de cualquier agresión. Los alemanes, entretanto, concentraban sus esfuerzos en la aviación de bombardeo, en el armamento pesado y en los tanques, “prefiriendo los cañones a la mantequilla”. El temor de un ataque “estilo Guernica” sobre Londres y París se convirtió en la pesadilla de los políticos occidentales.
Los británicos, en quienes los políticos franceses descansaban, también dudaban de la gravedad de la situación en el Este y el Sudeste europeos. Chamberlain hablaba de Checoslovaquia como de “un país lejano del que no sabemos nada”. Además, a algunos ingleses les remordía la conciencia pensando en el tratado de Versalles, prestaban atención a los “argumentos” de Berlín acerca del derecho de los pueblos a su autodeterminación y aprobaban en cierto modo el “retorno al seno del Reich” de pueblos como los austríacos, los sudetes y otras minorías de lengua germánica. Hitler reanudó sus actividades contra Checoslovaquia durante el verano y el otoño de 1938 y los nazis sudetes abrumaron a Praga con inaceptables reivindicaciones. El crecimiento de los “micronacionalismos” en los Estados con minorías étnicas fue entonces el detonante de una conspiración de apetitos imperialistas que invocaban hipócritamente el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. En el camino de las contemporizaciones, Londres y París acabaron presionando al presidente checo Benes, sugiriéndole que formulara concesiones. En septiembre, Heinlein exigía ya claramente la anexión de los sudetes al Reich, mientras que Hitler proclamaba que aquella zona era “su última reivindicación territorial en Europa”.
Los checos se negaron a ello rotundamente; el territorio de los sudetes les proporcionaba una frontera de fácil defensa, en la que, además, habían instalado sólidas fortificaciones y su pérdida dejaría a Checoslovaquia en insostenible posición estratégica ante la agresión de la Alemania hitleriana.
Pero las potencias occidentales insistían torpemente con análoga energía para convencer a Praga a que cediese. A los setenta años de edad, y tomando el avión por vez primera en su vida, Neville Chamberlain voló tres veces consecutivas —el 15, el 22 y el 29 de septiembre de 1938— para entrevistarse con Hitler en Berchtesgaden, en Bad Godesberg y, por fin, en Munich, tratando de hallar una solución de compromiso para el caso checoslovaco.
En cada una de estas ocasiones, el Führer se mostraba más intransigente, mientras la cohesión y la decisión de los occidentales perdían terreno; por consiguiente, él acentuaba sus exigencias. A su vez, también británicos y franceses presionaban de continuo a sus amigos checoslovacos para que capitularan. Tras aquella “guerra de nervios” que se prolongó durante semanas y meses, la claudicación llegó al cabo con la firma de los célebres acuerdos de Munich, el 29 de septiembre de 1938. La iniciativa provino del Duce italiano, siempre atraído por estas ocasiones de mediación gananciosa. Hitler y Mussolini recibieron en Munich a Chamberlain y al presidente del Consejo francés, Edouard Daladier. Los checos no estaban representados en la conferencia, como tampoco los rusos. Los acuerdos finales eran firmados en la madrugada del 30 de septiembre: Checoslovaquia debía ceder a Alemania cuatro zonas nacionales en las que las personas de lengua alemana eran numéricamente mayoritarias y cuyas fronteras definitivas serían fijadas por una comisión internacional. En noviembre, la citada comisión ofrecía a Hitler prácticamente todo cuanto había venido exigiendo: una minoría checa de 700 000  personas era integrada al Reich, mientras unos 500.000 sudetes quedaban todavía —sólo provisionalmente— dentro de las fronteras de Checoslovaquia, donde se necesitaban para la ulterior operación. Checoslovaquia se convertía en un país amputado, paralizado e indefenso. El más fiel aliado de Francia en el Este, una nación que poseía un ejército moderno de 21 divisiones, con poderosos sistemas defensivos y considerable industria bélica, quedaba anulado “fuera de juego” antes de que se disparara un solo cañonazo.
El acuerdo de Munich tenía todo el aspecto de un pacto antisoviético, por lo que convenció a los rusos de que las democracias no podían ni deseaban contener la expansión hitleriana; en opinión de Moscú, dejaban las manos libres para proseguir su expansión hacia el Este, como único medio de conjurar su marcha hacia el Oeste. Nadie se recataba en proclamarlo, y el propio Hitler lo repetía. Al día siguiente del acuerdo de Munich, Chamberlain se reunió otra vez a solas con Hitler. Después de una charla inútil acerca del desarme, trataron de la guerra civil española, que oportunamente le servía a Hitler para distraer a Francia e Inglaterra, mientras él manejaba a su antojo la Europa central; una guerra que provocaba recelos entre Italia y las potencias occidentales y promovía la comunidad de armas ítalo-alemana. En aquel septiembre de 1938 se hallaba en un momento decisivo la batalla del Ebro, que, mes y medio más tarde, quebrantaría la resistencia republicana. Con todo, el objeto principal de la visita de Chamberlain era el de proponer a Hitler que ambos redactaran una declaración conjunta que demostrase su “deseo de mejorar las relaciones anglo-alemanas y conseguir así una mayor estabilidad europea”. En el borrador presentado por Chamberlain se aludía al propósito de que ambos pueblos “no luchasen jamás entre sí”. El dictador alemán accedió gustoso a firmar tal propuesta. Esta iniciativa unilateral de Chamberlain sorprendió a los franceses, e incluso los mortificó. Ambas potencias no seguían una línea común de acción con respecto a la agresividad de los regímenes totalitarios, lo que debilitaba aún más su posición. Consecuencia también de Munich fue el acuerdo franco-germánico.
Las negociaciones duraron todo el mes de noviembre; el 6 de diciembre de 1938 el ministro Ribbentrop firmaba en París una declaración en que se hablaba de la “consolidación de la situación europea y del mantenimiento de la paz general”, documento que no comprometía a Hitler en modo alguno y que tampoco sirvió de gran cosa. Fue, en cambio, un precedente de aquellos tantos acuerdos “de no agresión”, tan del gusto de Hitler, y de los que hacía caso omiso.
Pero no terminaron aquí las repercusiones del mal paso de Munich. Los países de la Europa oriental se sintieron inquietos y desconcertados al producirse el más famoso pacto de no agresión, el germano-ruso de 1939. Rusia pactó con Alemania como diez meses antes que hicieran exactamente lo mismo Francia e Inglaterra. Por otra parte, Chamberlain quiso negociar también otro acuerdo con Italia y acudió a Roma el 7 de enero de 1939, acompañado de Halifax, para entrevistarse con Mussolini. Se hallaba en su agonía la guerra civil española y las potencias occidentales deseaban su liquidación a cualquier precio. En noviembre de 1938 ya habían sido retiradas del bando republicano las Brigadas Internacionales, mientras que 34.000 italianos y alemanes seguían luchando en España. El día 24 de diciembre de 1938 comenzó la ofensiva de Cataluña; el 10 de febrero terminaba, tras mes y medio de lucha, dicha campaña, y el 1 de abril la guerra civil española se definía. Dos días después, Hitler empezaría los preparativos para la invasión de Polonia. Firmados los acuerdos de Munich, el presidente Benes abandonó su país.
En otro tiempo pudo escribir: “Cabe la serena y absoluta certeza de que las minorías no constituirán ya un peligro para la Europa central”. Pero la faz del mundo cambió desde entonces. Quizá cometió un error al ceder: si hubiera defendido sus líneas fortificadas, acaso la Francia de Mandel y de Reynaud hubiera acudido en su socorro, y la Gran Bretaña secundara también a Francia; pero ante la actitud de ambas potencias, Benes tenía perfecto derecho a preguntarse dónde estaban las auténticas naciones francesa e inglesa: si las que le incitaban a ceder a cualquier precio o aquellas que tenían que ayudarle a la resistencia. De uno u otro modo, Chamberlain y Daladier obtuvieron triunfal recibimiento al regresar a Londres y París, respectivamente. La prensa, venal o acobardada, dijo que acababan de salvar la paz y que habían obtenido una evidente victoria diplomática. Lo cierto fue que las potencias occidentales sufrieron en Munich la más espantosa de las derrotas imaginables. El propio Chamberlain no podía disimularlo, ni siquiera cuando, ante la multitud, agitaba el documento firmado por Hitler, declarando que contenía “la paz de nuestra generación”.
Antes de un año, la Segunda Guerra Mundial  entraba en la escena.
El camino a la Segunda Guerra Mundial
Los meses que siguieron al pacto de Munich fueron pródigos en acontecimientos. Las democracias trataban de demostrar que habían salvado la paz. Hitler interpretaba el acuerdo como una tácita autorización para seguir su camino “en paz”, ocupando posiciones a toda marcha, mientras actuaba el tranquilo de Chamberlain en una opinión mundial lenta en darse cuenta del peligro que le acechaba. En Londres y en París se celebraban conversaciones en las que la diplomacia secreta jugaba al equívoco, sin atreverse a declarar la verdadera marcha de aquellos tratos ni a los parlamentarios ni a la opinión.
Por un lado, las conversaciones entre Italia e Inglaterra (7 de enero de 1939) pretendían reforzar la amistad y la paz entre ambas partes en el Mediterráneo. Los ingleses hacían concesiones, convencidos como estaban de que a última hora Mussolini les sería útil, ya para mejorar otro pacto de Munich, o bien para separarle en benévola neutralidad de Hitler, dada la escasa combatividad italiana y la falta de preparación de la península, cuyas amplias costas quedaban a merced de la flota inglesa. Por otro lado, en París se negociaban acuerdos complementarios entre Francia y Alemania, que darían un pacto de no agresión en el cual quedarían establecidos los límites de la expansión alemana hacia el Este y una conferencia mundial para una nueva redistribución de las colonias. Más vagamente, la idea del ataque alemán a Rusia, respetando los Balcanes. A la vez, y a petición rusa, se iniciaban unas complicadas  negociaciones entre franceses y rusos, con negociadores políticos de un lado, que pronto llegaron a un acuerdo de principio, y por otro militares, que no aceptaron la propuesta rusa de autorizar a sus tropas a actuar en Polonia como país aliado. Todas estas conversaciones seguían un camino sinuoso y secreto, y así pasaron los últimos meses de 1938. En España, la guerra tomaba un rumbo decisivo y se acercaba rápidamente al final. La ofensiva de Cataluña, iniciada el 24 de diciembre de 1938, daba como resultado la ocupación de Barcelona el 26 de enero y de toda Cataluña dos semanas después (10 de febrero de 1939). El 5 de marzo, el coronel Casado se sublevaba en Madrid y formaba una junta de defensa “anticomunista” que quiso inútilmente negociar la paz. Terminó toda resistencia, siendo ocupado el resto del país por las fuerzas nacionales el día 1 de abril de 1939. El fin de la guerra de España contribuyó a aumentar aquel doble ambiente de paz confortable e inerme en las democracias y de cínico triunfalismo en Alemania y sobre todo en Italia. Aquellos éxitos tan fáciles y baratos excitaron el ardor belicoso de los “arditi” mussolinianos, que esta vez se lanzaron también a su propia campaña de anexión: había llegado la ocasión de imitar al Führer y conquistar Albania. Mientras, éste ocupaba Checoslovaquia. Si al regresar Chamberlain a Londres creía  que había logrado calmar los propósitos del Führer, gracias a la política de appeasement por él preconizada, y merced a los acuerdos de Munich, pronto hubo de desengañarse. Hitler se percataba de la debilidad de las potencias occidentales y prosiguió implacable sus planes de conquistar, provocar, amenazar, exigir y recibir en bandeja lo que anhelaba. Mussolini le ayudaba celosamente, ya que también el Duce necesitaba anexiones: la Costa Azul francesa, Córcega, Túnez, etc. Creía Mussolini ingenuamente que su leal apoyo a Hitler y su cada vez mayor sumisión movería a su aliado del Eje, antes discípulo y hoy maestro, a apoyarle igualmente. En aquel crítico momento, lo más interesante para Hitler era tranquilizar a Francia y hundir una cuña entre franceses e ingleses; ciertos círculos franceses cayeron en la trampa, sin comprender que Hitler sólo deseaba una paz momentánea en el Oeste para terminar la tarea inacabada en el Este. Hitler no había renunciado a su idea de apoderarse de Checoslovaquia entera. Munich sólo significaba para él una satisfacción a medias, mero compromiso que no suponía sino una primera etapa en su camino. Aspiraba a las valiosas fábricas de armamentos Skoda y, además, la anexión de Checoslovaquia proporcionaría a Alemania una excelente base de partida para su agresión a Polonia. Recordando su triunfal entrada en Viena, el Führer anhelaba un nuevo espectáculo, esta vez en Praga, pero las concesiones franco-británicas de Munich le habían retrasado semejante placer; por ello, la segunda fase de la operación debía comenzar sin tardanza. El nuevo caballo de Troya sería esta vez el movimiento separatista eslovaco. En el seno de Checoslovaquia, los eslovacos eran más atrasados que los checos y se sentían molestos por ello, considerándose oprimidos.
Los eslovacos católicos y separatistas, a las órdenes del sacerdote Josef Tiso, no vacilaron en solicitar apoyo a Hitler, y el nuevo “caso” tenía análogo aspecto que el de los sudetes. Una oleada de motines y una auténtica guerra de nervios dirigida desde Berlín reaparecían en la Europa central. Las reivindicaciones eslovacas se hacían cada vez más apremiantes, hasta que el 14 de marzo de 1939 los eslovacos proclamaron su “independencia”. El nuevo presidente de Checoslovaquia Emil Hacha, fue llamado por Hitler a Berlín y al día siguiente, 15 de marzo, Hacha firmaba el comunicado dictado por el Führer, en el que ambos declaraban la necesidad de mantener el orden en Checoslovaquia, por lo que el presidente checo entregaba con absoluta confianza la suerte de su país. Aquella misma tarde Hitler entraba en Praga, al día siguiente se declaraba a Bohemia y Moravia protectorado alemán y el ex ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Von Neurath, era nombrado “proteçtor”. El jefe de las SS, Heydrich, le sucedería en 1941. En cuanto a Eslovaquia, ocupada también por la Wehrmacht, quedaba en una situación de seudo independencia bajo  monseñor Tiso, y a Hungría se le permitía apoderarse de lo poco que quedaba libre de aquel país: las comarcas de la Ucrania Subcarpática o Rutenia en marzo de 1939.  El Estado checoslovaco había dejado de existir. Pero no era sólo la Hungría de Horthy la que tomaba su parte en el botín. Polonia, la futura víctima nazi, también aprovechaba la ocasión para anexarse dos pequeños pueblos checos en gesto apaciguador hacia Alemania. Otros golpes de Estado seguirían inmediatamente a la entrada en Praga, efectuada el 15 de marzo de 1939. Ocho días después, el 23 de marzo, Hitler emplearía idénticos métodos para forzar al gobierno de Lituania a cederle Memel y su territorio contiguo, poblado por 145.000 habitantes, de los que 59.000 eran de lengua lituana. El Führer utilizaba, sin rebozo, su argumento clásico: la inmensa mayoría de la población era de origen germánico, hablaba alemán y se manifestaba a favor del nacionalsocialismo. Aunque Hitler había prometido a las potencias occidentales no reivindicar la ciudad de Memel, no reparó en tan pequeño detalle, como no había reparado en su promesa de respetar la independencia de Checoslovaquia después de incorporarse los sudetes.
Para completar la fiebre de anexiones que se había desencadenado, Mussolini se apoderó a su vez de Albania, a la entrada del Adriático, el 6 de abril de 1939; ocho días después, en una farsa de Asamblea Constituyente, compuesta por miembros aterrorizados o comprados, decidía la unión de Albania a Italia en la persona del rey Víctor Manuel III. De este modo, el Duce era recompensado por sus buenos y leales servicios al Eje. De todas formas, aún vaciló bastante antes de aceptar al Pacto de Acero, con el que Hitler pretendía consolidar el Eje, ya que imponía a ambos países contratantes obligaciones sumamente graves y amplias en caso de guerra. Mussolini se iba convirtiendo cada vez más en vasallo del Führer, el humillante pacto en cuestión, en cuyas negociaciones se puso de manifiesto la enorme diferencia en la capacidad bélica de ambos países, fue firmado el 22 de mayo de 1939. Al día siguiente, Hitler reunió a sus generales y les anunció que consideraba inevitable la guerra: “Sólo nos queda una cosa por hacer: atacar a Polonia en la primera ocasión”. Entretanto, se desarrollaban otros acontecimientos en los países occidentales. La entrada triunfal de Hitler en Praga había producido tanta impresión en la Gran Bretaña que esta nueva agresión desprestigió por completo la funesta política de appeasement: era ya demasiado evidente que las concesiones y sacrificios más extremos no moderaban el apetito imperialista del Fuhrer, para quien los tratados sólo tenían vigencia en el momento de firmarlos.
Chamberlain lamentaba con amargura las palabras pronunciadas a su regreso de Munich y cambió la orientación de su política. El 12 de mayo de 1939, Inglaterra quedaba ligada a Turquía, inquieta ante la invasión y subsiguiente anexión de Albania, antiguo vasallo del Imperio otomano, mediante un acuerdo anglo-turco de ayuda y asistencia mutuas, por el que se cedía a los turcos el llamado sandjak o comarca de Alexandretta. Paralelamente, Chamberlain emprendió negociaciones con franceses, polacos y rusos, con objeto de impedir nuevas anexiones en el Este y Sudeste.
En el curso de las semanas siguientes al golpe de haga, Londres asumió onerosas responsabilidades, cambiando radicalmente de signo la política extranjera tradicional de la Gran Bretaña. El 31 de marzo de 1939, los ingleses garantizaban la independencia e integridad de Polonia, y luego ampliaron dicha garantía a Rumania y Grecia con fecha 13 de abril. La Cámara de los Comunes restablecía el 28 de abril de 1939 el servicio militar en tiempo de paz. El dictador de Alemania llegaba a un punto en el que ya no podía seguir explotando en beneficio propio el pretexto de la autodeterminación de los pueblos. Hitler entraba en su ‘Fase napoleónica” y comenzaba a someter a las naciones extranjeras. Y Mussolini había empezado a seguir sus pasos. Las democracias habían llegado tarde para efectuar la inversión de su política extranjera. La anexión de Checoslovaquia aniquiló todo el sistema francés de alianzas en el Este, y la debilidad demostrada por las potencias occidentales hizo cundir el pánico entre los países de la Europa oriental. La traición de Munich, claramente antisoviética, y las múltiples y continuadas tentativas de “apaciguamiento” exacerbaron el recelo de los rusos, quienes consideraban que los occidentales no eran capaces de detener a Hitler porque, además, no lo deseaban. Únicamente buscaban orientar al Führer hacia las fronteras de Rusia, facilitándole el camino.
De hecho, Gran Bretaña y Francia se hallaron súbitamente en situación desesperada, y aunque brindaban por doquier garantías, no podían garantizar nada ni a nadie frente a Hitler. Incluso, suponiendo que hubieran aceptado la alianza soviética, a la que se opuso Polonia, los regímenes de los países más directamente amenazados no manifestaban el más mínimo entusiasmo ante la idea de una ayuda militar soviética. Los dictadores de Polonia, Rumania y los países del Este temían la alianza rusa más que la invasión hitleriana. Era evidente que la URSS se proponía recuperar los territorios rusos que ocupaban Polonia y Rumania (la Besarabia), zonas que reivindicaba desde que terminó la Primera Guerra Mundial. Algunas de las naciones amenazadas, como por ejemplo los Estados del Báltico, incluso se oponían a una garantía occidental que les perjudicada a los ojos del Führer. El mariscal polaco Smigly-Rydz pronunció una famosa frase para justificar la negativa: “Con los alemanes perderemos la libertad; con los soviéticos, el alma”. Por otra parte, pocos éxitos lograría contra la Línea Sigfrido una Francia entregada a una actitud puramente defensiva, pasiva más bien, desde el comienzo, y sin aquel ejército checo que debía paralizar a treinta divisiones alemanas. Por si fuera poco, no podía decirse que aquel cúmulo de dificultades aguijoneara a los occidentales a despertar su ingenio o a mover su voluntad. Chamberlain y otros dirigentes conservadores, tanto en la Gran Bretaña como en Francia, mantenían su enemistad hacia los soviéticos, y el obcecado Primer Ministro británico no abandonaba la esperanza de concertar con Hitler un acuerdo satisfactorio, de una o de otra forma. Estaban convencidos de que Hitler sólo aspiraba a continuar hacia el Este, por lo que terminaría chocando con Rusia.
La diplomacia occidental fluctuaba, y la política extranjera de las naciones orientales europeas era aún más incierta.
El ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, coronel Beck, oscilaba entre dos posibilidades: el acuerdo con Alemania, que le proponía Hitler, constante en sus tácticas de enmascaramiento y maquiavelismo, y la colaboración con los occidentales. Ahora bien, para que resultara eficaz semejante coalición, debía comprender forzosamente a la URSS. Tanto Varsovia como Londres y París sobrevaloraban la capacidad militar polaca y, por ello, no comprendían la necesidad de la ayuda rusa.
El conflicto entre Alemania y Polonia se hacía inevitable: Polonia, Estado típicamente eslavo, constituía una traba para la expansión hacia el Este soñada por Hitler. Desde 1919, Alemania formulaba reclamaciones de índole fronteriza a costa de Polonia, país que comprendía una minoría germana de 700.000 a 800.000 individuos y, en opinión de los alemanes, las fronteras de la Alta Silesia también constituían otra flagrante injusticia. Además, la cuestión de Dantzig y el corredor polaco venían produciendo numerosas fricciones entre Varsovia y Berlín; en el año 1919, Dantzig se convirtió en un Estado libre bajo control de la Sociedad de Naciones, pero Alemania lo reivindicaba por estimar que su población era casi exclusivamente de lengua alemana. Durante todo el verano de 1939 prosiguieron las negociaciones entre los occidentales y la Unión Soviética, por una parte, y los países amenazados por Hitler en el Este europeo, por otra.
Hitler proseguía a la vez su habitual guerra de nervios, protestando con la vehemencia de costumbre y afirmando que “la minoría alemana de Dantzig estaba siendo intolerablemente maltratada”. Ahora bien, el Führer se enfrentaba entonces con una situación nueva: existían ya escasas posibilidades de un nuevo “Munich polaco”, y los occidentales empezaban a demostrar decisión y firmeza insólitas al ofrecer a Polonia garantías formales y, aun cuando muy vacilante, recordando a Munich, la URSS entraba también en el juego diplomático.
Era cada vez más improbable que Hitler pudiese ya arrancar más concesiones a las democracias; para éstas, ceder suponía perder el escaso prestigio que aún pudiera quedarles y entregar inerme toda la Europa del sudeste a los dictadores. Pese a las vacilaciones de Chamberlain, las perspectivas no eran nada prometedoras en Occidente. Hitler lo sabía muy bien; la única cuestión que se planteaba era la de si cabía algún acuerdo con los rusos.
A primera vista, aquella esperanza pudiera parecer carente de sentido. Precisamente la principal y futura víctima de Adolfo Hitler, de acuerdo con sus manifestaciones —incluso lo decía en el Mein Kampf—, no era otra que la URSS, patria del comunismo. El Führer había jurado luchar hasta su postrer suspiro contra el comunismo, que consideraba una plaga de la humanidad. Por su parte, los rusos reservaban sus más enérgicas invectivas contra el fascismo y el nazismo, y habían modificado toda su política exterior con el fin de mantener cercado a Hitler e imposibilitarle cualquier agresión. Sin embargo, un pacto de no agresión, como el estipulado con Francia a raíz de Munich, no era en rigor imposible. Alemania no se atrevía a hacer la guerra en dos frentes, y el recuerdo de Munich pesaba mucho en Rusia, donde se temía un acuerdo antisoviético de las democracias con Hitler. Los militares soviéticos pedían ganar tiempo.
El primer síntoma externo se manifestó en un discurso pronunciado por Stalin el 10 de marzo de 1939, en vísperas de la entrada de Hitler en Praga. El dictador ruso formuló su acostumbrado ataque contra el fascismo, pero agregó algunas injurias dedicadas a las potencias occidentales, a las que “desenmascaraba por considerarlas dispuestas a arrastrar a la URSS a una guerra, dejándola sola, contra Alemania”. Los rusos —manifestaba Stalin— no debían intervenir sin razón suficiente en los conflictos de “los belicistas que tratan siempre de empujar a los demás a la guerra para que les saquen las castañas del fuego”. A esas manifestaciones del jefe soviético siguió un acuerdo económico ruso-alemán. El primer discurso que pronunció Hitler no contenía ya los habituales ataques contra la URSS. Desde luego, en estas manifestaciones públicas intencionadas no es fácil discernir el objetivo real.
Ambos trataban por un lado de crear una cortina de humo que confundiera aún más a la opinión pública, mientras se desarrollaban las intrigas diplomáticas en curso. Por otro, en aquel juego entre tres, ambos trataban de amenazar al tercero con un probable acuerdo, para lograr una decisión. En todo caso, la URSS mantuvo abiertas las negociaciones con los occidentales, hasta que éstos se negaron terminantemente a permitir el paso de las tropas por Polonia, cosa que el alto mando soviético estimaba condición esencial. El 3 de mayo de 1939, Stalin sustituyó de pronto a su ministro de Asuntos Exteriores, Máximo Litvinov, por Molotov; el primero había residido durante muchos años en los países occidentales; al regresar a Moscú, era el portavoz del principio de la seguridad colectiva, y, siendo de raza judía, era poco aconsejable que estuviera al frente de la delegación rusa que negociaría con los alemanes. Molotov, que no sentía simpatía alguna hacia Occidente, ni jamás mantuvo contactos con las potencias occidentales, era, además, una de las personalidades más afectas a Stalin. Este era ante todo un político realista. Un acuerdo con Alemania le parecía entonces lo suficientemente motivado, y probablemente beneficioso. Sintió siempre honda desconfianza con respecto a los occidentales, a causa de su constante política de debilidad: y cada vez más antisoviéticos, como lo demostraban la guerra civil española y los acuerdos de Munich; tampoco olvidaba que fuerzas anglo-francesas combatieron contra el ejército rojo durante la guerra civil rusa. Stalin presentía que a Neville Chamberlain no le disgustaría una agresión hitleriana al Este, y si la URSS quedaba envuelta en el conflicto, debería afrontar el choque principal de la embestida alemana, porque los occidentales, mal equipados, se limitarían a mantener líneas defensivas. Así sucedió, en efecto, desde septiembre de 1939 hasta el ataque alemán de 1940. Por elemental e idéntica deducción lógica, Stalin prefería que Alemania y las potencias occidentales lucharan entre sí y ambos campos quedaran agotados; entonces sería el momento oportuno para que la URSS pusiera su peso específico en la balanza.
Por otra parte, y éste fue en rigor el hecho decisivo, los países y los gobiernos de los países amenazados por Hitler en el Este eran enemigos de Rusia. Si Alemania les declaraba la guerra, Rusia —actuando de acuerdo con el Führer— podría hacer avanzar hacia el Oeste la frontera trazada al terminar la Primera Guerra Mundial, recuperando parte o todos los territorios entonces perdidos. Doble ganancia de tiempo y de espacio. Stalin lo consiguió, y éste fue uno de los aciertos del gran político, si bien no fue seguido de la debida preparación del país y de su ejército. Por su parte, Hitler tenía también razones para intentar un acercamiento, provisional por supuesto, con la Unión Soviética. Un acuerdo que le permitiría de nuevo dividir a sus adversarios para aniquilarlos después uno tras otro. La idea del Führer era simple: si la Unión Soviética se mantenía apartada de la alianza con los occidentales, éstos considerarían desesperada la situación y no se atreverían a correr el menor riesgo en ayuda de Polonia. Se resignarían a un nuevo Munich en un futuro inmediato, sobre todo cuando el ejército polaco quedara aniquilado por una ofensiva relámpago. Luego, si se presentaba la oportunidad, Alemania podría vencer sucesivamente a las demás potencias por separado. Siempre le quedaba su gran esperanza: el ataque a Rusia, que le convertiría en portaestandarte de la cultura occidental. Las conversaciones entre rusos y franco-británicos seguían pero no avanzaban, por lo que, a finales de julio de 1939, Stalin aceptó la negociación que le ofrecía Alemania. En apariencia, se trataba de simples negociaciones comerciales, pero en realidad eran tanto políticas como económicas. Ambas partes temían que se descubriera su respectivo juego, y avanzaban tanteando con sumo cuidado el terreno, reservándose Stalin la posibilidad de un acuerdo con los occidentales hasta el último momento.
Hitler perdió al fin la paciencia: las lluvias de otoño le imponían la necesidad de invadir Polonia antes del 1 de septiembre, y estaba dispuesto a hacer concesiones a Moscú. A su juicio, tales concesiones no tenían la menor importancia, porque Alemania emprendería luego, en territorio de la URSS, las conquistas anunciadas en Mein Kampf y la “gran cruzada germánica hacia el Este”, pudiendo entonces recuperar, con creces, cuantas concesiones hubiera efectuado. De momento, lo esencial para él era engañar a los franceses e ingleses. La carta del ataque por Hitler a Rusia era segura. Y cuando la jugara le daría el triunfo de ver a su lado a todo el mundo capitalista. En la mente simplista del “cabo del ejército prusiano”, aquella idea la tenía fija: ¿no le había dado Munich? Más resultado tendría si un día las democracias se hallaban aún más distanciadas de Rusia y de los comunistas para una “traición” tal como un pacto con Alemania. Los franco-británicos trataban de persuadir a Varsovia de que tuvieran acceso en su territorio las tropas soviéticas en caso de agresión alemana, pero de nuevo recibían la negativa de Beck. Mientras, Stalin y Molotov recibían en el Kremlin a Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich alemán. En la noche del 23 de agosto, Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo sobre las modalidades de un pacto de no agresión. El tratado comprendía dos planes: la primera fue publicada inmediatamente y sorprendió a toda Europa; la otra, secreta, sólo dejaría sentir su importancia de modo gradual y no fue divulgada hasta después de la Segunda Guerra Mundial. El acuerdo público preveía que ambos signatarios se abstendrían de cualquier acto de agresión entre sí y, en caso de guerra, ninguno ayudaría a los enemigos de la otra parte.
El acuerdo secreto se refería a las “esferas de interés” o de influencia, que se fijaban para cada potencia y cuyos límites eran los ríos Narev, Vístula y San; el pacto reconocía, además, los intereses rusos en la antigua región rusa de Besarabia. Hitler tenía el campo libre para atacar a Polonia hasta la antigua línea fronteriza de Rusia. Sin duda que Hitler creía en aquel momento que la firma del pacto germano-soviético obligaría a las democracias a aceptar un nuevo y aún más humillante Munich, esta vez a expensas de los polacos, aunque no imaginaba la reacción de éstos. Pero el gabinete de Londres declaró que el pacto germano-soviético no ejercería la menor influencia en las relaciones entre la Gran Bretaña y Polonia —tales fueron sus palabras textuales—, y Francia confirmó asimismo que respetaría las obligaciones contraídas en el Este europeo. Siguieron luego jornadas febriles, nuevas negociaciones y maniobras. Hitler trataba de arrastrar a las democracias a su anhelado “nuevo Munich” mediante amenazas y promesas, mientras provocaba hasta el paroxismo la guerra de nervios contra Polonia. Todo eran calumnias y falsedades, provocaciones y maniobras diplomáticas con el fin de crear una situación en la que Alemania pareciera tener un pretexto verosímil para declarar la guerra. Chamberlain propuso negociaciones, aunque sobre nuevas bases.
Por su parte, Mussolini, que conocía bien la debilidad de Italia, manifestó a su colega del Pacto de Acero que Italia tendría que quedar al margen, al menos provisionalmente, en una eventual guerra europea. El Duce deseaba reemprender su papel de negociador. El presidente norteamericano, Roosevelt, llevó a cabo innumerables gestiones y cuanto estuvo a su alcance para impedir el estallido del conflicto, pero todo fue inútil. Después de su diplomática obra maestra en el Kremlin, Hitler no queda hacer la menor concesión. El l de septiembre de 1939, a las 4.45 de la madrugada, la Wehrrnacht invadió Polonia. Los occidentales trataron aún de negociar y, al fracasar sus esfuerzos, enviaron un ultimátum a Hitler para que cesara en el acto las hostilidades y los alemanes evacuasen los territorios ocupados.
El ultimátum inglés expiraba el 3 de septiembre a las 11 de la mañana, y el francés a las 5 de la tarde del mismo día. Pasaron las horas: Alemania estaba en guerra con las potencias occidentales, y con la ofensiva en Polonia se iniciaba la Segunda Guerra Mundial.
El inicio de la Guerra.   La invasión a Polonia
La Segunda Guerra Mundial significa un conflicto de escala más gigantesca aunque la primera, si bien no lo pareció aquel primer año. También duraría más tiempo, se propagaría a territorios más extensos y sería una contienda más dura e implacable. Esta vez no se trataba sólo de rectificaciones de fronteras o de problemas coloniales: era el propio destino de la civilización lo que estaba en juego. Como ya sucediera en 1914-1918, los alemanes empezaron la lucha consiguiendo espectaculares victorias. La campaña de Polonia inauguró el sistema de Blitzkrieg o “guerra relámpago”, que sorprendió a los estrategas del mundo occidental. Aparecía una nueva forma de guerra móvil: la Wehrmacht operaba con una masa impresionante de carros y vehículos blindados, maniobrando en conjunto y en estrecho contacto con la aviación de asalto, equipada con los famosos “Stukas”, bombarderos en picado que apoyaban eficazmente a las tropas de tierra con ataques precisos y espectaculares. Las brechas abiertas de este modo en el frente enemigo eran inmediatamente aprovechadas y los blindados penetraban por ellas seguidos de la infantería motorizada; emprendían luego veloz carrera por los flancos hasta la retaguardia del grueso de la defensa enemiga, cercando las tropas adversarias, aniquilándolas o capturándolas.
Esta era, en esencia, la llamada “guerra relámpago”; al propio tiempo, otros bombarderos sembraban la confusión mediante incursiones por el cielo enemigo: aeródromos, vías de comunicación, zonas de concentración de tropas, ciudades, industrias, etc., todo ello hasta una enorme profundidad, muy a retaguardia del frente. Los metros y kilómetros de acción de antaño, se convertían en decenas y centenares de kilómetros. Esto requería, sin embargo, capacidad y espacio limitados por parte del adversario: de 300 kilómetros a 1.000, la superioridad de maniobra tenía toda su eficacia. Si detrás todavía quedaban energías, aprovisionamientos posibles y espacio de maniobra, el atacante corría el mismo riesgo, viendo convenidas sus “flechas” en “bolsas” cercadas a su vez. Tal cosa no podía suceder en Polonia, pero ocurrió en la segunda fase de la guerra, en Rusia. En este caso concreto, Polonia era un país de grandes pero limitadas llanuras, apropiadas para las maniobras de los carros de combate, y esta nueva estrategia alemana pudo obtener desde el primer momento rotundo éxito.
A pesar de que el ejército polaco luchó con denuedo, con su equipo de armamento anticuado se veía impotente ante las fuerzas blindadas de la Wehrmacht. Por si fuera poco, los alemanes poseían una supremacía aérea total, condición indispensable y básica de la guerra moderna. La resistencia polaca quedó aniquilada en pocas semanas, quebrantada por una serie de cercos, bolsas masivas y batallas de destrucción radical. Varsovia cayó el 27 de septiembre.
El 17 de septiembre los rusos ocupaban la zona del país que les fuera atribuida en el pacto germano-soviético, declarando que no hacían la guerra a los polacos, sino que acudían por la necesidad de defender “su neutralidad” y para proteger a los rusos blancos y ucranianos oprimidos desde 1920 en la Polonia oriental.
Las democracias occidentales se alarmaron ante aquella derrota relámpago de una Polonia a la que fueron incapaces de socorrer. Apenas terminada la campaña polaca, Hitler formuló proposiciones de paz a ingleses y franceses, con fecha 6 de octubre de 1939. Al ser rechazadas, empezó lo que se denominaría dróle de guerre, “guerra extravagante”, contienda ciertamente original: los aliados no atacaron como si todavía no creyesen en la guerra real, o confiasen aún en un nuevo Munich que permitiera a los alemanes seguir hacia el Este. Entretanto, Stalin consolidaba sus posiciones en la Europa Oriental. Había logrado situar la frontera con Polonia casi en sus límites de 1919 y cuando todavía se entablaban negociaciones acerca de la línea de demarcación entre las tropas rusas y las alemanas, consiguió incluir a Lituania en su esfera de influencia. A fines de septiembre y comienzos de octubre de 1939, los ministros de Asuntos Exteriores de los tres Estados bálticos fueron sucesivamente llamados a Moscú con el fin de invitarles a que firmaran con los rusos “pactos de asistencia mutua”. Esos textos conferían a los rusos, derecho a estacionar tropas en Estonia, Letonia y Lituania, así como a la instalación de bases militares soviéticas. Las tres naciones pasaron a ser de hecho protectorados de la URSS y en verano de 1940 se unieron a ella. Su vida como países independientes había durado veinte años. En Finlandia, la situación evolucionó de forma muy distinta. Desde la primavera de dicho año, los rusos le dedicaron particular atención, ofreciendo a los finlandeses su colaboración militar con objeto de consolidar la amistad y la seguridad mutua entre ambos; además, los soviéticos proponían alquilar por treinta años algunos islotes en el golfo de Finlandia para reforzar la defensa de Leningrado. Los finlandeses no demostraban excesivo entusiasmo ante tal perspectiva, hasta que, a mediados de octubre, concertados ya sus tratados con los Estados bálticos, la URSS reanudó con mayor vigor las negociaciones, cuyo objetivo seguía siendo la protección de Leningrado.
La frontera finlandesa en el istmo de Carelia se hallaba sólo a treinta kilómetros de la desembocadura del río Neva; por consiguiente, la artillería pesada podía bombardear el puerto y la ciudad de Leningrado desde el propio territorio finlandés, por lo que los rusos exigían que Finlandia cediera un territorio de 2.700 km cuadrados en el istmo de Carelia, ofreciendo, en compensación otra zona rusa de 5.500 km al norte del lago Ladoga, aparte de los adecuados subsidios para la construcción de ferrocarriles y la realización de grandes obras públicas en Finlandia. Además de lo antedicho, los soviéticos se proponían alquilar la península de Hangó, que cerraba por el Norte el acceso al golfo de Finlandia, constituyendo allí una base naval; se interesaban también por algunos islotes del citado golfo, y, por último, por una ligera rectificación fronteriza cerca del océano Ártico.
A pesar de los ofrecimientos soviéticos, el acuerdo no pudo realizarse y, tras algunos incidentes fronterizos, los rusos invadieron Finlandia el 30 de noviembre de 1939 y sus aviones bombardearon Helsinki. La invasión inquietó a los países escandinavos y sirvió a la prensa aliada para una gran campaña compartida por Alemania, hacia la que iban las simpatías del mariscal Mannerheim. El general Mannerheim disponía de hombres ejercitados que supieron aprovechar todos los recursos del terreno, cubierto de bosques espesos y con escasas carreteras o senderos. Las columnas rusas avanzaban con dificultad bajo la espesa nieve y con un frío de cuarenta o cincuenta grados bajo cero. Las patrullas de esquiadores finlandeses aparecían en todas partes, acosando al enemigo y debilitándolo con ataques por sorpresa e interceptando sus líneas de comunicación; luego, se hacían invisibles y desaparecían. Esta guerrilla, generalizada, permitió a los finlandeses aniquilar algunas divisiones rusas en el transcurso del mes de diciembre. La derrota soviética fue especialmente sensible en la localidad de Suomossalmi y al terminar el año 1939 había fracasado el plan ruso de ruptura de la zona más estrecha de Finlandia.
En febrero, los rusos desencadenaron una nueva ofensiva, y mediante el empleo en gran escala de la artillería en el frente meridional, quebrantaron la resistencia finlandesa. El 12 de marzo de 1940 se firmaba un armisticio: Finlandia cedía todo el territorio de Viborg, Salla y la isla de los Pescadores en el océano Ártico; Hangó era cedido en alquiler a los rusos por treinta años y se instalaron allí, construyendo una base marítima, que eran las condiciones mínimas de la inicial oferta rusa. La guerra ruso—finlandesa fue más política que militar. En plena calma aliados y alemanes, todos centraban su propaganda y su ayuda a Finlandia, forjándose de nuevo, con el espíritu de Munich, un clima general antisoviético que hacía renacer las esperanzas de un nuevo acuerdo entre las cuatro potencias de Munich. En sus dos ofensivas, los rusos tuvieron presente esta realidad y cuidaron mucho de evitar nuevos roces cuando al vencer en febrero llevaron a cabo el tratado de paz sin ocupar el territorio, cosa que hubieran podido hacer perfectamente, ni exigir más que las demandas iniciales. Con anterioridad a estos acontecimientos, Hitler se había interesado por la Europa escandinava, como también los gobiernos de Londres y París. Desde septiembre de 1939, los estados mayores de los ejércitos alemán y británico habían elaborado sus planes respectivos para una operación en Noruega.
El almirante germano Erich Raeder consideraba, en particular, el conjunto de la situación estratégica en el mar; la flota alemana se hallaba, como en 1914, prácticamente encerrada y Raeder pretendió romper el bloqueo naval para ampliar sus bases de    operaciones y realizar una guerra submarina total, más la consabida lucha con navíos armados en corso. En cambio, los occidentales trataban de “echar el cerrojo” a la flota alemana con la mayor rapidez posible; a tal efecto, necesitaban bases en el Norte europeo, que permitieran a su aviación y a su marina el ataque a las líneas de comunicación alemanas, y cerrar una eventual trecha en el bloqueo.
En efecto, gran parte de las importaciones alemanas de mineral de hierro sueco pasaban por el puerto noruego de Narvik, y para los transportes por vía marítima Alemania podía utilizar las aguas territoriales noruegas sin temor a la marina británica. Los aliados no podían tolerar que estando ellos empeñados en la lucha contra la amenaza nazi, vieran su bloqueo comprometido por el paso de navíos alemanes a través de aguas de soberanía noruega.
Todos estos problemas adquirieron urgente actualidad ante la ofensiva rusa contra Finlandia. Las potencias occidentales se proponían lograr doble efecto: ayudar a los finlandeses con más eficacia de lo que ya hacían los alemanes, a la vez que perturbar las exportaciones de mineral sueco hacia Alemania: “La suspensión efectiva de las expediciones de mineral que se llevan a cabo de Noruega a Alemania constituye una de las operaciones ofensivas más importantes en esta guerra. Durante varios meses, no tendremos la posibilidad de adoptar ninguna otra medida que nos ofrezca tantas oportunidades para reducir las pérdidas y evitar las hecatombes que hay que prever cuando choquen los grandes ejércitos. Los pequeños países no deben atamos las manos cuando nosotros luchamos en defensa de sus derechos y de su libertad. La letra de la ley no debe, en una situación tan crítica, paralizar a quienes están encargados de proteger la ley y de aplicarla… Son los principios humanitarios, más bien que determinados principios de legalidad, los que deben guiamos en este caso”. Este argumento de Churchill era el esgrimido por los rusos en su guerra con Finlandia. Por su parte, los alemanes se interesaban de modo creciente por Noruega. Un político noruego afecto a los nazis, Vidkun Quisling, soñaba con apoderarse a cualquier precio del gobierno de su patria, con la ayuda de Hitler.
En diciembre de 1939, Quisling realizó una visita a Berlín para poner en guardia al Führer ante una eventual ocupación aliada de Noruega; en su opinión, el gobierno noruego se mostraba dispuesto a semejante operación militar, pero Alemania podría impedirlo si proporcionaba a Quisling la ayuda adecuada. Los planes aliados de una expedición a Finlandia, a través de Noruega y Suecia, se hicieron irrealizables ante la capitulación finlandesa. No por ello, Londres y París dejaron de llevar a cabo otros proyectos, como el de minar las aguas territoriales noruegas para obligar a los transpones alemanes a navegar en alta mar.
Invasión de Dinamarca y Noruega
Desde aquel momento, Hitler dispuso la invasión de Noruega. En la noche del 2 al 3 de abril de 1940 los primeros navíos de guerra y de transporte zarparon de los puertos alemanes con órdenes de atacar durante la noche del 9 de aquel mismo mes. Mientras las unidades de la Kriegsmarine se dirigían rumbo al norte, la Royal Navy empezaba a minar las aguas jurisdiccionales noruegas en la madrugada del 8 de abril, iniciativa que formaba parte de un plan no conocido por Hitler. Londres y París esperaban que la amenaza de dichas minas impulsara a los alemanes a lanzarse contra Noruega. Un reducido contingente británico de tropas de tierra —una brigada y algunos batallones— se hallaban dispuestos para ocupar Narvik, Trondheim, Bergen y Stavanger, tan pronto como las fuerzas de la Wehrmacht hollasen suelo noruego. La operación británica no podía desde luego efectuarse sino de acuerdo con el gobierno de Oslo, puesto que un “cuerpo expedicionario” tan reducido tropezaría, en caso contrario, con las máximas dificultades. Por su parte, Hitler ordenó a las unidades alemanas que se aferrasen al suelo de Noruega, y después mandó que ocuparan el país cualesquiera fuesen las circunstancias de la lucha. Con tal finalidad, el Führer había comprometido efectivos importantes: seis divisiones, mil doscientos aviones y casi toda la marina de guerra, además de numerosos buques de transporte. Con todo, el Estado Mayor alemán consideraba muy arriesgada la empresa, teniendo en cuenta la superioridad marítima de los aliados. Una ofensiva estratégica de tal naturaleza no se había intentado nunca; Hitler contaba con el efecto sorpresa y con la superioridad aérea nazi, y los hechos le dieron la razón contra el criterio de sus generales, que temían la superioridad naval británica.
La defensa noruega demostró ser poco eficaz. A partir del 9 de abril, los alemanes se fueron estableciendo en las posiciones fijadas de antemano, ocupando todo el litoral hasta Narvik. Hicieron fracasar la movilización decretada por Haakon VII, rey de Noruega, y se apoderaron de la mayoría de los almacenes y de los aeródromos del país escandinavo. La Luftwaffe era dueña del cielo. No obstante, Noruega siguió resistiendo durante dos meses, hasta el 7 de junio de 1940, en una lucha sin ayudas y sin esperanzas, ya que la acción de las potencias occidentales era insuficiente. La superioridad naval aliada quedaba totalmente neutralizada por el dominio aéreo de los alemanes. Aunque la Kriegsmarinne experimentó graves pérdidas, Noruega quedó ocupada por entero y así permaneció hasta terminar la contienda: en poder de un ejército alemán y de una policía hitleriana para proteger a Quisling y a sus colaboracionistas. La familia real y el gobierno noruego se trasladaron a Inglaterra, alentando la lucha del pueblo contra los nazis. Simultáneamente a la ofensiva contra Noruega, los alemanes penetraron en Dinamarca. Los daneses se hallaban vencidos antes de batirse: acorralados en un territorio excesivamente reducido y vecino inmediato del Reich, capitularon a las pocas horas de lucha.
Este país permaneció igualmente ocupado hasta el final de la guerra; conservó un gobierno propio y no padeció tanta hambre y miseria como los demás países ocupados, pero hubo de sufrir las consecuencias de su política pacifista, de su neutralidad y de su desarme. El único país escandinavo que debido a su situación geográfica, sobre todo, no quedó complicado en la guerra fue Suecia. La situación geográfica sueca y sus recursos naturales le permitieron mantener su neutralidad hasta el fin. Con todo, durante el prima período de la guerra se observaron, por parte sueca, algunas flagrantes infracciones al estricto principio de la neutralidad, en beneficio de una Alemania aparentemente victoriosa; sin embargo, la mayoría de la opinión sueca reaccionó luego vigorosamente contra el nazismo.
La segunda etapa de la Guerra
Neutralizada Dinamarca y la península escandinava, Hitler volvió a ofrecer una paz basada en la ratificación de sus conquistas y la satisfacción de sus aspiraciones coloniales; pura palabrería radiofónica que ya no podía engañar a nadie. Aún se vivía en Francia e Inglaterra pensando inactivamente en la decisión de Hitler: ¿A quién atacaría? ¿A Rusia? Todavía no se había perdido la esperanza.
Era la única constante de la política occidental y de tal ilusión se alimentaban sus planes defensivos. De ello y de la garantía de la Línea Maginot, fortificación con la que no habían contado checos, polacos, daneses ni noruegos. Por el extremo norte, la Línea Maginot tenía un punto flaco, Bélgica neutral y empeñada en una política análoga a la de Benes, Beck o el rey de Dinamarca. Creía Leopoldo, rey de los belgas, que el escudo de la paz y de la neutralidad inerme podía protegerle contra la agresividad de Hitler. La experiencia de los demás no le enseñaba nada. A los holandeses tampoco.
Y allí fue donde el mando alemán decidió atacar para rebasar cómodamente la Línea Maginot por su extremo norte y a la vez colocar las audaces vanguardias de una ofensiva fulminante en el canal de la Mancha, frente a Inglaterra. El 10 de mayo fueron invadidos, sin mediar siquiera declaración de guerra por parte de Hitler, países como Bélgica, Holanda y Luxemburgo, que se unieron a Inglaterra y Francia en la lucha común.
Durante todo aquel fatal mes de mayo de 1940, los aliados sólo experimentaron derrotas. Holanda quedó literalmente inundada ante las oleadas de asalto germánicas, mientras indescriptibles bombardeos masivos aterrorizaban la población civil. Algunos puntos estratégicos fueron atacados por paracaidistas e infantería aerotransportada. El ejército neerlandés hubo de capitular el 14 de mayo, después de cuatro jornadas de desesperada lucha y la reina Guillermina y su gobierno pudieron, a duras penas, refugiarse en Inglaterra.
Pese a no haber sido destruidos algunos puentes importantes y a la caída de la posición clave fortificada de Eben Emael, las tropas belgas resistieron en la línea de cobertura del canal Alberto I, hasta la llegada de las formaciones anglo-francesas enviadas en su ayuda. Después de treinta y seis horas ininterrumpidas de combate, la unión de las fuerzas aliadas pudo efectuarse en la auténtica línea de defensa belga, “K. W.”, que se apoyaba en los ríos Escalda, Dyle y Mosa. Sin embargo, a través de Luxemburgo y las Ardenas belgas, los alemanes asestaron, en dirección a la ciudad francesa de Sedan, su ataque decisivo al ejército francés. El grueso de las tropas alemanas pudo internarse en el país maniobrando con una masa enorme de carros de combate y un apoyo aéreo admirablemente organizado.
Las puntas blindadas del avance alemán significaban una tremenda capacidad ofensiva, y en Sedan hallaron una resistencia relativamente débil. Poco entrenadas y mal equipadas, las tropas francesas no podían ni siquiera apoyarse en una sólida línea fortificada, ya que la famosa Línea Maginot, esperanza fundamental del Estado Mayor Central francés, no se prolongaba hasta Sedán. La frontera franco-belga aparecía militarmente al descubierto y la infantería francesa quedó desbordada y aniquilada no solamente por un material bélico muy superior, sino también por unos adversarios mucho mejor ejercitados en las técnicas de la guerra moderna.
Numerosas unidades eran cercadas una tras otra, los ataques relámpago alemanes aniquilaban a los franceses por sorpresa y el cuerpo expedicionario británico, relativamente débil en efectivos, demostró que también era incapaz de contener la embestida nazi. Las potencias occidentales parecía que se habían preparado sólo para el caso de que se repitiera lo ocurrido en 1914-1918, olvidando la eficacia de las fuerzas acorazadas y motorizadas, a pesar de haber sido ellas las que descubrieron los carros de asalto y quienes los mejoraron después. También olvidaron cuánto significaba su propia superioridad aérea durante la Primera Guerra Mundial. No se trataba ya de una guerra de trincheras; los nuevos métodos alemanes, la estrategia de la blitzkrieg, garantizaban ventajas decisivas a la ofensiva ante la simple posición defensiva, es decir, exactamente lo contrario de lo sucedido durante los años 1915-1917 en el frente occidental. Las excelentes fortificaciones subterráneas de la Línea Maginot fueron totalmente inútiles porque ningún ejército protegía sus flancos y su retaguardia.
La brecha de Sedán, conseguida por los alemanes el 15 de mayo, tuvo fatales consecuencias en el transcurso de la lucha por aquel “boquete” de ochenta kilómetros del frente francés se introdujeron siete cuerpos de ejército blindados alemanes, seguidos de la infantería motorizada. Semejante masa de maniobra aceleró su marcha hacia el Oeste y el Noroeste, hasta la costa, por San Quintín y Amiens, colocando a los efectivos anglo-franceses y belgas en el más grave peligro.
Más tarde, en junio, nuevas columnas avanzarían desde Cambrai a la capital francesa y desde Reims hacia el sur de Verdún, envolviendo y atacando por retaguardia la Línea Maginot. Durante las jornadas siguientes, los franceses lanzaron frenéticos contraataques para partir en dos la punta blindada alemana que amenazaba con atacar por el sur de Bélgica; fracasaron y pronto el hundimiento del frente era un hecho consumado. El 24 de mayo, bis alemanes llegaban a Boulogne y dos días más tarde a Calais. La situación de las tropas franco-inglesas en Bélgica era sumamente precaria, y todavía empeoró el día 28 de mayo, cuando el rey de los belgas Leopoldo III capituló para evitar sacrificios inútiles a sus soldados, encerrados en una posición insostenible y, entre otros motivos, por saber que se hallaban en peligro, además, tres millones de belgas concentrados en un reducido espacio. Aun así, casi todos los miembros del gobierno belga pudieron replegarse hacia Francia. El rey Leopoldo prefirió la jaula dorada de una residencia forzada”, donde tuvo lugar su nuevo idilio con la “princesa de Réhty” y en la que enterró su reinado. El 26 de mayo, el Almirantazgo británico iniciaba una gigantesca operación de salvamento, cuyo éxito final pudo lograrse merced a la resistencia del ejército belga, acorralado de espaldas al mar. Los ingleses movilizaron todo su tonelaje disponible, todo lo que fuese capaz de flotar: barcas de remos, embarcaciones de pesca, gabarras para el transporte de mercancías, botes de salvamento, yates de recreo; una flota incongruente navegó hacia Dunkerque y en un gesto de genial improvisación 900 embarcaciones de todos los tipos imaginables, bajo la protección de la Royal Navy y de la RAF, transportaron a Inglaterra al cuerpo expedicionario británico, unos 220.000 hombres, además de 118.000 soldados franceses y belgas.
Por desgracia, las tropas aliadas, reembarcadas en las inverosímiles condiciones, tuvieron que abandonar en las playas francesas y belgas todo su equipo y su armamento pesado: casi todo el material moderno que poseía en aquellos momentos la Gran Bretaña. La evacuación se inició durante la noche del 26 de mayo y terminó el 8 de junio. Dos días más tarde, el grueso de las tropas alemanas emprendía una ofensiva al sur de la línea de resistencia aliada Amiens-Laon. El ala derecha germana consiguió pronto perforar el frente enemigo; tomó Ruán, logrando que se derrumbara todo el frente central de los franceses, e infligió a éstos gravísimas pérdidas en hombres y material: El camino de París quedaba abierto a la Wehrmacht y los alemanes ocuparon sin resistencia la capital francesa el 14 de junio de 1940. El día 10 de junio, cuando ya estaba Francia vencida, Mussolini le declaró la guerra. Tenía miedo de llegar tarde. Toda resistencia organizada era ya imposible, y el general Weygand, sucesor de Gamelin en el alto mando francés, aconsejó un armisticio antes de que el ejército francés quedara literalmente aniquilado. Los políticos se entregaron entonces a febriles discusiones sobre si debía capitular toda Francia, o, por el contrario, continuar la lucha desde el África septentrional, apoyándose en la flota, las tropas coloniales y los contingentes que pudieran ser evacuados desde la metrópoli.
Las opiniones del gabinete aparecían divididas. Paul Reynaud, presidente del Consejo, pretendía continuar la lucha, mientras el mariscal Pétain, llamado a la vicepresidencia del gobierno para reanimar el espíritu de resistencia, recomendaba el cese de las hostilidades, apoyado por Weygand. Los pesimistas, en quienes ejercía notoria influencia Pierre Laval, lograron por fin imponer su punto de vista Reynaud se retiró y Pétain formó nuevo gobierno con el fin de concertar un armisticio con Alemania. Las negociaciones terminaron el 25 de junio de 1940 y tuvieron lugar en el mismo vagón-restaurante en que se firmara el armisticio germano-francés de la Primera Guerra.
En virtud de los términos del mismo, los alemanes ocuparían las tres quintas panes de Francia, en especial todo el litoral del océano Atlántico y del canal de la Mancha. El gobierno de Pétain se instalaría a su vez en Vichy, ciudad balnearia al sudeste de la zona libre. Tanto desde el punto de vista militar como político, la libertad de movimiento del régimen de Vichy quedaba muy restringida.
Aquel nuevo régimen francés adquirió un carácter autoritario y sometido a Hitler. Éste había concedido a Pétain una zona sin ocupación militar, con miras a evitar la formación de un gobierno francés en el exilio que bien pudiera establecerse en Argelia. En las cláusulas del armisticio estaba previsto, además, que se firmaría un tratado de paz franco-alemán, pero Hitler confiaba en imponer otro similar en Londres, y, como esto no ocurriera nunca, los franceses tuvieron que soportar cuatro años de vasallaje.
El mariscal Pétain asumió amplios poderes, pero a su carencia de dotes políticas se añadía inexperiencia y debilidad senil. Entre sus consejeros figuraba Laval, político que ya se distinguiera en 1935-1936, durante la difícil situación creada en Europa con ocasión de la guerra ítalo-etíope. Su ambición personal y su sospechosa simpatía hacia Alemania explican su actitud colaboracionista. El almirante francés Darlan consiguió dejarle al margen del gobierno a finales de 1940, pero en abril de 1942 se hizo nuevamente cargo del poder gracias a la presión hitleriana. En lo sucesivo, su colaboración con los alemanes fue aún más estrecha, incluso en la lucha mantenida contra la Resistencia francesa.
La batalla aérea de Inglaterra.
El hundimiento político y militar de Francia, a pesar de que todo —complicidad y pasividad, vacilación e ineptitud— no presagiara otra cosa, constituyó una sorpresa. En aquel momento, muchos se hallaban convencidos de que Hitler había ganado ya la partida y tal era también la opinión del Führer, quien volvió a sondear al gobierno de la Gran Bretaña con una propuesta de paz, creyéndole incapaz de resistir. Y esto era precisamente lo que los ingleses habían decidido hacer: su nuevo Primer Ministro, Winston Churchill, les inspiró valor en las horas más sombrías. Churchill había sido el mayor adversario de la política de apaciguamiento y no cesó de advertir con claridad el peligro que se cernía en Europa. El 3 de abril de 1940, pocos días antes de la invasión de Noruega, fue nombrado presidente del Comité de guerra británico, nuevo organismo compuesto por los ministros de Guerra, Marina y Aire: pero el gran estadista consideraba que, para ganar aquella contienda, los aliados debían cambiar por completo sus métodos y maneras, y no dirigir las campañas como hasta entonces, “por Consejos o, mejor dicho, por grupos de Consejos”. El equipo de Neville Chamberlain dimitió al fin como consecuencia del fracaso militar británico en Noruega, y Churchill pasó a ser Primer Ministro el 10 de mayo de 1940, precisamente en el momento más difícil de la contienda. Mientras los alemanes invadían en tromba el Occidente europeo, Churchill pronunció su célebre discurso en el que declaró entre otras cosas: “No puedo ofreceros sino sangre, sudor y lágrimas”. Churchill simbolizó cumplidamente la resistencia británica, clamando en notables discursos su voluntad de combatir hasta el final: “Nos batiremos en Francia: lucharemos en los mares y en los aires, cada vez con mayor energía y confianza. Defenderemos nuestra patria a toda costa, sea cual fuere el precio: combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en las calles y en las casas. Nos batiremos en las colinas. No nos rendiremos jamás”.
Tras el derrumbamiento francés, la situación británica era desesperada desde muy diversos aspectos. El país disponía de escasas tropas ejercitadas en la guerra moderna. Apenas quedaban unos doscientos tanques y unas quinientas piezas de artillería de campaña. La Royal Navy hubo de multiplicar sus esfuerzos para poder cumplir todas las misiones que se le confiaban; habían perdido el apoyo de la flota francesa y en cambio la armada italiana colaboraba con la germana. Los submarinos y buques armados en curso de la Kriegsmanne disponían de bases en todo el litoral europeo, desde la frontera española hasta Murmansk en el océano  Ártico. “En esta época —escribió Winston Churchill en sus Memorias— mi principal preocupación era evitar el desembarco de los carros de combate enemigos. Puesto que yo me proponía desembarcar tanques en sus costas, idea que acariciaba cada vez con mayor insistencia, imaginaba que a los alemanes se les ocurriría otro tanto. Carecíamos, por así decirlo, de cañones y municiones antitanques: ni siquiera poseíamos artillería ordinaria de campaña. La triste situación a que quedamos reducidos ante tamaño peligro puede juzgarse a través de una anécdota. Visitaba un día nuestras playas de la bahía de Santa Magdalena, cerca de Dover, y el general del sector me informó que su brigada sólo disponía de tres cañones antitanques para defender cinco o seis kilómetros de una costa tan amenazada. Agregó que sólo poseía seis obuses por pieza, y me solicitó con tono desafiante si podía permitirles a sus hombres que disparasen una sola vez a título de ejercitación, con el fin de que, cuando menos, conocieran el funcionamiento de aquellos cañones. Hube de responderle que no nos podíamos permitir el lujo de llevar a cabo salvas de ejercicio, y que el disparo efectivo quedaba reservado para el instante supremo y disparando a tiro raso”.
Por fortuna, el adversario alemán tenía tremendos fallos y, en particular, el de la absoluta carencia de orientación en los planes de Hitler. Al Führer no se le ocurría cómo atravesar el canal de la Mancha, puesto que jamás creyó que esta operación fuera necesaria. El Estado Mayor germano recibió la orden de preparar los planes correspondientes pero no llegó a elaborarlos. Tenían que atravesar el Canal tantos soldados, y sobre un frente eventual tan amplio, que la flota de guerra alemana resultaba insuficiente para apoyar y garantizar el éxito de la operación frente a la experimentada Royal Navy. Hitler cambió de táctica: correspondería a la Luftwaffe la misión de destruir a Inglaterra. La Luftwaffe debía conquistar el dominio del aire sobre las aguas del Canal, abriendo ruta a la flota invasora, al tiempo que aniquilaba las ciudades de la Gran Bretaña. Además, en opinión de Hitler, aquellos bombardeos masivos contra una población civil quizá bastaran para doblegar y rendir a los ingleses. La Luftwaffe disponía de unos 3.200 aviones y la Royal Air Force sólo contaba con 1.350 cazas para defenderse; luego, era evidente la superioridad aérea alemana, que parecía decisiva. De hecho, en algunos momentos de la batalla de Inglaterra la RAE pareció estar cerca del colapso y Churchill pudo declarar, más tarde, sin exageración alguna: “No hay, en la historia de las guerras, ningún otro ejemplo en que tan gran número de seres humanos debieron tanto a tan pocos”.
La “batalla aérea de Inglaterra” comenzó exactamente el 10 de julio de 1940. Al principio, las incursiones aéreas germanas eran un tanto limitadas, pero a partir del 2 de agosto la Luft-waffe inauguró la segunda fase de su acción mediante ataques masivos contra los aeródromos ingleses, las fábricas de material aeronáutico y, sobre todo, contra el poderoso y eficaz conjunto de la red inglesa de radar. La ofensiva alemana contra las instalaciones vitales de Inglaterra alcanzó su punto culminante a comienzos de septiembre hasta tal extremo que los aviadores titánicos sólo pudieron hacer frente a ella llegando al límite de sus esfuerzos.
Luego, los alemanes modificaron una vez más su estrategia, dirigiendo los principales “raids” contra la ciudad de Londres, con ataques encaminados a sembrar el terror, efectuados mediante oleadas sucesivas que sumaban hasta mil aviones, lanzados al amanecer. Tiempo después, en vista de las pérdidas experimentadas, la Luftwaffe volvió al sistema del bombardeo nocturno. Londres llegó a ser bombardeado durante cincuenta y siete noches consecutivas, se declararon diez mil incendios en la capital y un millón de viviendas resultaron afectadas o destruidas. Coventry, Liverpool, y otras grandes ciudades sufrieron igualmente los efectos del ataque aéreo: en conjunto, sobre Inglaterra cayeron 190.000 toneladas de bombas y hubo que lamentar unos 44.000 muertos y más de 50.000 heridos. A pesar de ello, Hitler fracasó en sus propósitos y tuvo que ir retrasando la fecha de la invasión de Inglaterra y suspender la ofensiva aérea porque las pérdidas empezaban a resultarle ya demasiado onerosas: la Luftwaffe había perdido 1.733 aviones y la RAF, 915. Por vez primera el dictador alemán se veía contenido y rechazado. Pretendió evitar la guerra en dos frentes, atacando primero a uno y más tarde a otro; aun así fue vencido en todos los campos de lucha.
Los últimos acontecimientos de la II Guerra Mundial
Terminaba la primavera de 1944, los aliados parecían ya dispuestos a emprender la gran ofensiva prevista, tan reclamada por los rusos como por los franceses. Concentraron tropas para el asalto final contra la “fortaleza europea”. Un desembarco en la costa atlántica, sólidamente fortificada y poderosamente defendida, presentaba muchas dificultades y su fracaso podría pesar decisivamente en las consecuencias militares, políticas y psicológicas. A comienzos de junio de 1944, la situación parecía madura para la invasión., En el frente oriental, los rusos proseguían su arrollador avance, después de la liberación de Crimea; en Italia, la ocupación aliada de Montecasino dejó expedito el camino de Roma, que fue liberada el 4 de junio, dos días antes de la invasión de Normandía; en Yugoslavia, los guerrilleros de Tito empezaban a dominar la situación, y en el interior de Francia las fuerzas de la Resistencia actuaban ya desde hacía tiempo y se hallaban perfectamente organizadas. El movimiento francés de la Resistencia nació hacia el verano de 1941, cuando empezó el malestar y el desacato a las órdenes del gobierno de Vichy, colaborador en exceso de los hitlerianos. Al comenzar el año 1942, la Oficina Central de Información y Acción Militar se encargó de coordinar y agrupar a las fuerzas de la Resistencia francesa, y los atentados y golpes de mano fueron constantes en lo sucesivo. En mayo de 1943 se constituyó el Consejo Nacional de la Resistencia, presidido por Jean Moulín, que fue delatado y preso por la Gestapo el 21 de junio del mismo año, torturado y muerto el 8 de julio en Más no por ello cesó la actividad de los guerrilleros. Según datos del general De Gaulle, sus efectivos a comienzos de 1943 eran de 40.000 hombres, que ascenderían a 100 000 un año después y a 200 000 en el momento de la invasión. Se calcula, además, que habían recibido medio millón de armas cortas y largas, así como 4.000 de grueso calibre. Por otra parte, tres días antes de la invasión, el Comité de Liberación Nacional francés fue erigido en gobierno provisional de la República Francesa a fin de que pudiera actuar políticamente de modo inmediato apenas fuera liberada la primera porción de la metrópoli. La táctica de Hitler para cubrir los flancos de la invasión y destruir u ocupar los puentes y lugares de máxima importancia estratégica. Aquella misma noche y al amanecer, 8.000 aparatos bombardeaban las fortificaciones costeras nazis y durante la primera jornada de la invasión, la aviación cumpliría más de 12.000 misiones, arrojando más de 10.000 toneladas de bombas.
A continuación, la artillería naval inició su tiro de barrera contra las defensas terrestres: 6 acorazados y 22 cruceros constituían el núcleo central de la flota aliada, y, protegidas por los bombardeos aéreos y navales, miles de embarcaciones ligeras se aproximaron a la costa, desembarcando en pocas horas 176.000 soldados especializados, con su correspondiente material pesado. En el primer día del desembarco llegaron también a tierra francesa 600 tanques, 1.800 cañones, 14.000 vehículos y enormes cantidades de víveres, municiones, combustibles y toda clase de aprovisionamiento. Los alemanes fueron sorprendidos. Conocían la invasión, pero los aliados consiguieron engañarles en cuanto al lugar y el momento. La inferioridad aérea y naval de los alemanes les impidió los reconocimientos pertinentes sobre el canal de la Mancha y las playas y costas de Inglaterra; y, así, la flota aliada pudo llegar sin dificultades ante las líneas costeras germanas. Los nazis se vieron impotentes para luchar contra los convoyes que estaban atravesando el canal, pero su defensa fue violenta.
Pese al espantoso castigo de los bombardeos aliados, gran parte de las fortificaciones alemanas estaban todavía en pie y en disposición de resistir y de alzar una barrera de fuego ante las primeras oleadas de atacantes; sin embargo, la superioridad material sería muy pronto decisiva. Los jefes de la Wehrmacht concentraron todas sus fuerzas contra la cabeza de puente recién creada, pero las divisiones escogidas de la primera oleada, compuestas por norteamericanos, ingleses y canadienses, lograron penetrar gradualmente hacia el interior, mientras tropas de refresco cruzaban el canal, en flujo ininterrumpido, al ritmo de 70.000 hombres diarios.
Gracias a tanta preparación y ayuda de las fuerzas francesas del interior, las pérdidas aliadas en el transcurso de la batalla por las cabezas de puente normandas resultaron asombrosamente limitadas: 2.500 muertos y unos 8.000 heridos y desaparecidos. A finales de junio, los aliados habían consolidado tanto sus cabezas de playa, que pudieron intentar la rotura del frente alemán. Apoyados en terribles bombardeos aéreos, abrieron brechas en el conjunto de las posiciones germanas de la base de la península de Contentin. Como los alemanes no poseían reserva estratégica alguna, los norteamericanos, protegidos por los tanques del general Patton, se extendieron por Normandía y Bretaña, presionando las rutas del Loira. Luego, cambiaron bruscamente la dirección tomando la del Este, hacia el Sena y París.
Entretanto, el 15 de agosto, otras poderosas columnas de desembarco habían puesto pie en el Midi francés, en las cercanías de Cannes, entre Niza y Marsella, y las divisiones francesas, bajo las órdenes del general Leclerc, se dirigieron también hacia el Norte sin hallar gran resistencia. Aquel mismo día, una proclama del general De Gaulle promovía el levantamiento general francés contra los ocupantes. Las tropas alemanas del oeste de Francia se retiraron entonces con presteza al Este para evitar el cerco. Todavía se discutió mucho la conveniencia de gastar fuerzas en la liberación de París, pues se consideraba que tan preciosas tropas desembarcadas con tal lujo de efectivos eran necesarias para batallas estratégicamente más importantes, tanto en el aniquilamiento de formaciones alemanas como en la continuación de la marcha hacia el Rin. La impaciencia de las crecientes y cada vez más animosas fuerzas del interior, unidas a la división Leclerc y a los resistentes del propio París, aceleró la liberación de la capital, cuando ya se luchaba en los puntos claves de la misma por los propios franceses sublevados y equipados con las armas cogidas al ocupante alemán y a la policía francesa a sus órdenes, dentro de la cual actuaba uno de los grupos de la Resistencia. La capital francesa quedó liberada el 25 de agosto.
En el ala izquierda del frente de invasión, los ingleses de Montgomery tropezaron con una resistencia bastante dura en torno a Caen, pero infligieron una catastrófica derrota a los alemanes en el sector de Asgentan-Falaise, rompiendo también el frente. A partir de aquellas acciones, la Wehrmacht quedó absolutamente denotada.
Francia liberada.
En agosto de 1944, todo el norte de Francia estaba ya liberado, y el movimiento de las tropas aliadas no se detuvo hasta septiembre, cuando ya quedaba también libre casi toda Bélgica. Al cabo de tres meses, la batalla de Francia quedaba resuelta en favor de los aliados y la Wehrmacht había perdido en ella casi medio millón de hombres, entre ellos 200.000 prisioneros. Fue opinión general que Alemania se hundiría en el otoño de 1944, esperanza que pareció confirmarse el 20 de julio de aquel año, al ser Hitler víctima de un atentado en su cuartel general de la Prusia oriental.
Varios jefes y oficiales alemanes, desafectos al régimen nazi, algunos políticos y un grupo de funcionarios intentaron promover un golpe de Estado. El coronel Von Stauffenberg colocó una bomba con mecanismo de relojería, disimulada en una cartera de mano, bajo la mesa donde Hitler examinaba los mapas con su Estado Mayor personal. La bomba estalló, pero el Führer pudo salir con vida del atentado, a pesar de que sufrió heridas de consideración en la cara y un brazo.
Fracasada la tentativa, se llevaron a cabo crueles represalias en Berlín y en otras ciudades.
Hitler se vengó atrozmente de los conjurados que la Gestapo logró descubrir. Se dijo que Rommel, a la sazón comandante en jefe de las formaciones alemanas en el frente occidental, se hallaba complicado en la conjura y el Führer le ordenó suicidarse. Hitler pudo así continuar la lucha, pese a la hecatombe que se cernía sobre el nazismo, ante una situación que cualquier otro hubiera juzgado ya desesperada.
Las bombas V1 y V2
Con todo, el Führer seguía creyendo en las nuevas armas que los alemanes se aprestaban a terminar. De ellas, las “V-1” y “V-2”, llegarían efectivamente a aplicarse; pero era demasiado tarde, se emplearon en número relativamente escaso y no pudieron cambiar la faz de los acontecimientos.
De todos modos, los británicos hubieron de experimentar una especie de nuevo y terrorífico ataque aéreo, breve y de escasa consecuencia, ninguna que afectase a la marcha de las operaciones. Hitler se aferró entonces a la “V-1”, era una especie de avión a reacción, sin piloto, de una longitud de ocho metros y envergadura de cinco, que podía transportar una carga explosiva de una tonelada a 600 Km por hora. Unas rampas de lanzamiento en las orillas del canal de la Mancha que todavía se hallaban bajo dominio alemán permitían lanzarlas y dirigirlas hacia el objetivo mediante una guía giroscópica. Una vez cubierta la distancia calculada y regulada con sus aparatos, la “V-l” cortaba automáticamente el encendido del motor y se precipitaba al suelo. Los alemanes dispararon unas 9.000 “V- 1”; 2.400 cayeron sobre la aglomeración urbana londinense, dando muerte a unas 6.000 personas, produciendo grandes daños y un choque psicológico profundo. Por fortuna, la DCA inglesa abatió un gran número de aquellos ingenios en vuelo y las barreras de globos cautivos resultaron eficaces.
En septiembre de 1944, las tropas aliadas habían conquistado la mayoría de las bases de lanzamiento y cesó el peligro. Las primeras bombas volantes tenían un alcance de algo menos de 250 kilómetros.
La “V-2” era un arma más perfeccionada y terrible. Se trataba de un cohete de casi 15 m de altura y 12,5 toneladas de peso, con una tonelada de carga explosiva y un impulso de 360.000 HP, que le imprimían una velocidad de unos 5.800 km por hora, esto es, cinco veces la velocidad del sonido. La “V-2” alcanzaba una distancia de 350 kilómetros, tras haber ascendido a centenares de kilómetros de altura. A causa de su enorme velocidad, los residentes en la zona afectada oían la explosión de la “V-2” sin llegar a percibir el silbido de su llegada. Si los alemanes hubieran podido lanzar con anterioridad un mayor número de “V-2”, no cabe duda que la ciudad de Londres se hubiera visto gravemente amenazada de desaparición. Era preciso contrarrestar aquel peligro, impulsando los avances en territorio enemigo. A principios de septiembre de 1944, los aliados habían liberado ya la mayor parte de Bélgica y se acercaban a la frontera alemana; parecía que la guerra iba a terminar antes del invierno.
El 17 de septiembre, los británicos emprendieron una temeraria incursión contra Arnhem, localidad situada en el curso inferior del Rin y cerca de la frontera germano-holandesa, con el fin de abrir trecha en la Westwell y avanzar hacia las llanuras de la Alemania septentrional. Se trataba de llevar a cabo la mayor operación aerotransportada. En total, 4.600 aparatos lanzaron a 35.000 hombres en la retaguardia enemiga con 5.000 toneladas de material, incluidos 600 cañones y 2.000 vehículos.
Sin embargo, aun con efectivos tan considerables, no lograron abrirse paso las tropas que avanzaban por tierra y que debían reunirse con ellos.
Los alemanes habían logrado reagruparse después de sus derrotas iniciales y resistían encarnizadamente; además, las condiciones atmosféricas eran adversas para los paracaidistas ingleses, el mal tiempo impidió enviar por aire los indispensables refuerzos y los alemanes pudieron disponer, sólo en aquel momento, de una aplastante superioridad en hombres, carros de combate y material pesado. El 26 de septiembre, los británicos tuvieron que retirar el resto de sus efectivos, tras nueve días de heroicos combates en la zona de Amhem.
El avance soviético
De acuerdo con sus aliados occidentales, los rusos desencadenaron otra gran ofensiva en el preciso momento del desembarco en Normandía. Un ataque secundario contra Finlandia les permitió ocupar Viborg el 20 de junio de 1944 y dejar a los fineses fuera de combate, si bien el armisticio con éstos no se firmaría hasta el 4 de septiembre. El 23 de junio, la ofensiva principal se desencadenó en primer lugar en el centro, donde los rusos volvieron a ocupar Minsk y Vilna, presionando muy pronto en el Niemen y alcanzando las fronteras de la Prusia oriental; consiguieron igualmente importantes victorias en los Estados bálticos, mientras la Wehrmachtt se veía obligada a ceder terreno por doquier. En julio, el frente alemán del Este ofrecía síntomas de resquebrajamiento; a finales de aquel mismo mes, los rusos habían tomado Lvov y Brest-Litovsk y se hallaban a las puertas de Varsovia. La capital polaca, durante los primeros días de agosto de 1944, y coincidiendo con la liberación de París y del norte de Francia, atravesó por una de las más espantosas tragedias de la contienda: la insurrección de Varsovia, la sublevación de sus habitantes contra las fuerzas nazis de ocupación.
El 1 de agosto de 1944, las fuerzas de la resistencia anti alemana en la capital entraron en acción; sumaban unos 40.000 hombres y militaban a las órdenes de Tadeusz Komorowsky, bajo el seudónimo de “general Bor”.
Los alemanes reaccionaron en el acto, aportando a la lucha carros pesados, aviones y medios de similar potencia militar, y aunque los polacos se batieron con denuedo, dominando durante largo tiempo buena parte de la ciudad, era evidente que no podrían resistir mucho más sin la ayuda exterior. Mientras la artillería y la aviación alemanas derruían las barricadas rebeldes, éstos luchaban desesperadamente casa por casa. Los últimos sublevados hicieron frente a la Wehrrnacht por espacio de dos meses, hasta que el 3 de octubre el general Bor capituló con 25.000 supervivientes de los 40.000 soldados que iniciaron la rebelión.
No era sólo en Polonia donde se luchaba encarnizadamente contra el ocupante nazi, sino en casi toda Europa, aplicando la guerra silenciosa y clandestina de los movimientos de resistencia. Además de los resistentes franceses, perfectamente organizados en su país, combatían también en el suyo, en el norte de la península, los llamados “partisanos” italianos, cuyo movimiento quedó integrado, en noviembre de 1943, en los planes del Estado Mayor aliado, que consiguieron notables éxitos militares a partir de mayo de 1944 y que, a finales de abril del año siguiente, liberaron Mantua, Génova y Milán.
El movimiento guerrillero de Yugoslavia se inició a poco de consumarse la ocupación alemana en el país. Aunque hubo diversos grupos de combatientes, se destacó el dirigido por Josip Broz “Tito”, que logró superar el movimiento monárquico de Draga Mihailovich y quedar dueño de la situación.
Durante casi dos años padeció extremadas penalidades, pero a partir de la caída de Mussolini en Italia (julio de 1943), Tito pudo apoderarse del material de guerra abandonado por las tropas italianas en desbandada e iniciar con éxito sus operaciones: en septiembre de 1944 ya mantenía contactos militares con los aliados en el Mediterráneo y, un mes después, con las tropas rusas, con las que entró victorioso en Belgrado el 17 de octubre. En diciembre cooperó a la liberación de Albania, y el 6 de enero de 1945 Tito llegaba ya a la frontera austríaca. En Dinamarca, la primera organización de resistencia se debió a los comunistas, y se calcula que sólo en la península de Jutlandia se llevaron a cabo 8.000 actos de sabotaje con la intención de cortar las comunicaciones entre Alemania y Noruega. En agosto de 1943, los nazis proclamaron el estado de sitio en Dinamarca; en julio de 1944, la Gestapo emprendió una terrible represión contra la población civil, y en septiembre del mismo año, los alemanes desarmaron a la policía danesa y declararon el estado de guerra en todo el país. En cuanto a los resistentes noruegos, hubieron de luchar a la vez contra los nazis y contra los colaboracionistas de Quisling, adquiriendo características propias, ya que sus principales componentes fueron marineros y pescadores.
Destacaron dos notables golpes de mano llevados a cabo por la resistencia Noruega: el ataque a la factoría de deuterio (hidrógeno pesado) de Rjukan por un comando de paracaidistas, el 27 de febrero de 1943, y la voladura del “feny-boat” que transportaba deuterio de Noruega a Alemania, el 20 de febrero de 1944, lo que retardó la campaña de investigaciones sobre la fisión del átomo en que estaba trabajando un grupo de científicos alemanes. En Grecia, los guerrilleros incrementaron sus actividades a partir de 1944, y, en otoño de dicho año, colaboraron con el mando militar británico en las operaciones de expulsión de los alemanes, que abandonaron Atenas el 14 de octubre.
También la Resistencia belga logró éxitos tales como el de ocupar intacto el puerto de Amberes, ayudando a las tropas británicas. Asimismo, en Holanda actuaron dos organizaciones de resistentes que llevaron a cabo una acción eficaz contra los nazis.
En general  estos movimientos de resistencia no contaban mucho con los gobiernos de sus países exiliados en Londres, simples residuos arrebatados por el vendaval de la guerra, y a menudo actuaban al margen de ellos. Solamente la Francia Libre del general De Gaulle logró crearse un prestigio con los años, lo que se debió principalmente a que nunca se consideró “gobierno” hasta el momento de la invasión de Normandía —y aun entonces a título provisional—; al apoyo que recibió de la Resistencia francesa a la gradual adhesión a De Gaulle de todo el imperio colonial francés; a la personalidad demostrada por el propio general y, en último término, a que la escoria política francesa quedó en Vichy: oportunistas y traidores que bandeaban entre las debilidades seniles de Pétain y las turbias maniobras de Laval. Mientras se producían tales acontecimientos, los rusos habían aniquilado las defensas alemanas de los Balcanes. El 20 de agosto de 1944, el rey Miguel de Rumania, mediante un golpe de Estado, depuso al gabinete pro nazi del país, firmó un armisticio con la Unión Soviética y declaró la guerra a su antiguo aliado, el Führer. En Bulgaria, la situación fue distinta, ya que si bien quedaron estacionadas en el país algunas unidades de la Wehrmacht, Bulgaria no llegó a estar en ningún momento en guerra con Rusia. Los rusos declararon entonces una guerra puramente formularia a los búlgaros para concertar acto seguido un armisticio, tras el que Bulgaria imitó a Rumania, enfrentándose con Alemania, cuya posición en los Balcanes era ya insostenible. Hitler fue retirando progresivamente sus tropas de aquella zona, como también de Grecia y Yugoslavia, para evitar que quedasen cortadas sus líneas de comunicación con las bases del Reich.
En octubre de 1944, el almirante Horthy, regente y dictador de Hungría, ordenó a sus tropas que depusieran las armas, pero los alemanes le obligaron a dimitir y se adueñaron del gobierno magiar apoyados por el partido pro nazi de las Cruces de Flechas; prosiguió la lucha de Hungría contra los soviéticos, y cada bando rivalizó en brutalidad con respecto a la población civil. El sitio de Budapest duró dos meses y los bombardeos incesantes arrasaron la capital; por último, los alemanes evacuaron el territorio húngaro en abril de 1945, dejando en pos de si la destrucción y el caos más absoluto.
En septiembre de 1944, los soviéticos habían ocupado de nuevo los Estados bálticos, y su campaña otoñal prosiguió con una ininterrumpida ofensiva de invierno. A comienzos de 1945, los rusos reanudaron su avance en Polonia y ocuparon Varsovia el 17 de enero. Simultáneamente, otras columnas soviéticas penetraban en la extensa cuenca industrial de Silesia. Dantzig cayó el 30 de marzo y Viena el 13 de abril. En diciembre de 1944, Hitler lanzó sus últimas fuerzas blindadas en una ofensiva desesperada en las Ardenas, y, para preparar este brusco ataque, el Führer llamó a su mejor estratega, el mariscal de campo Von Runstedt. Absolutamente inesperado, el golpe sorprendió a los norteamericanos y logró cercar varias divisiones aliadas.
El plan germano intentaba cortar en dos las líneas enemigas y recuperar Amberes. La bolsa creada por la ofensiva de Von Runstedt tomó rápidamente proporciones alarmantes, pues los cohetes “V-1” y “V-2”, lanzados desde las bases alemanas de Holanda, llovían sobre Londres, Amberes y Bruselas. Eisenhower concentró a toda prisa reservas del frente meridional e incluso llegó a proponer la evacuación de Estrasburgo, a lo que se opuso el general De Gaulle.
Los norteamericanos pudieron al fin reaccionar en el momento más crítico, hacia Navidad, y se aferraron al terreno, especialmente en el área de Bastogne, hasta que la ofensiva de las Ardenas acabó en una catástrofe para los nazis. A comienzos de febrero de 1945, los aliados penetraron por fin en territorio del propio Reich. El 7 de marzo, las primeras columnas norteamericanas atravesaban el Rin en Remagen, al sur de Bonn; en el mismo mes, los aliados establecían sólidas posiciones en toda la orilla derecha del río y, a mediados de abril, varias divisiones alemanas quedaban cercadas en el Rin. Al Norte, Montgomery se dirigía hacia los importantísimos puertos de Bremen, Hamburgo y Lubeck. En el centro, los americanos avanzaban hacia Magdeburgo. El 25 de abril, cerca de Torgau, enlazaron con los efectivos rusos procedentes del Este. Al Sur, las divisiones blindadas de Patton avanzaban a toda velocidad hacia Nuremberg y Munich, franqueando la antigua frontera checoslovaca.
La derrota italiana
En Alemania, el 11 de abril de 1945 los norteamericanos pasaban el Elba y los rusos llegaban a Viena. Aquel mismo día, Mussolini convocaba a sus miembros para comunicarles que se dirigía a Milán con el fin de organizar el repliegue hacia Suiza. Se instaló en la prefectura milanesa, pero pronto se percató de la realidad de la situación en que se encontraba y ofreció el poder al Partido Socialista, primero, y a los democratacristianos, después. Por su parte, el general nazi Wolff organizaba metódicamente la rendición de las tropas, trataba con los servicios secretos angloamericanos en Suiza, tomaba contactos con el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, y mandaba liberar a Ferrucio Parri, dirigente del Comité de Liberación Nacional, como prueba de buena voluntad. En su propio domicilio de Milán, el general Wolff tenía instalada una emisora de radio para comunicarse con los servicios secretos norteamericanos. El 21 de abril, los aliados entraban en Bolonia.
El 25, el Comité de Liberación Nacional asumía todos los poderes civiles y militares “en nombre del pueblo italiano” y organizaba consejos de guerra y tribunales populares. Mussolini sólo pensó entonces en salvarse y gestionó indirectamente con el C.L.N. las condiciones eventuales de una rendición. Pero la consigna antifascista era la rendición incondicional y Mussolini se resistía, pese a que de su “República social” nada quedaba, confiando en una hipotética columna de cinco mil milicianos fascistas. Su impaciencia le hizo emprender el camino de Suiza, acompañado de sus más próximos jerarcas. Luego, al hallar la frontera suiza cerrada, retrocedió y se unió a su amante Claretta Petacci.
El día 27, mientras las tropas de Zukov combatían en Berlin y los obuses empezaban a caer sobre el bunker del Führer, en la Italia septentrional llegaban a un acuerdo los alemanes y los guerrilleros italianos: les era permitido pasar a los alemanes, pero los italianos, sin excepción, debían quedarse en el país. Al día siguiente, 28 de abril, uno de los jefes de los resistentes italianos creyó reconocer a Mussolini en uno de los camiones que su gente estaba registrando. Le llamó por su nombre y Mussolini no contestó. Al ser identificado, Mussolini continuó inmóvil y se dejó quitar la metralleta que sostenía en sus rodillas. Se comprobó al registrarle que Mussolini llevaba libras esterlinas y documentos sobre bancos suizos por muchos millones de liras.  Los guerrilleros italianos trataban de evitar que Mussolini fuera a parar a manos de los aliados, considerando que el Duce debía ser juzgado por los italianos, aunque el armisticio del 8 de septiembre estipula que el Duce sería entregado a las fuerzas aliadas.
El coronel Valerio —después Walter Audisio, diputado comunista— le llevó ante un muro y le comunicó secamente que “por orden de la jefatura del Cuerpo Voluntario de la Libertad debía hacer justicia en nombre del pueblo italiano”.
Claretta se abrazó a Mussolini y ambos fueron derribados por una ráfaga de ametralladora. Luego les tocó el turno a los quince jerarcas fascistas de la comitiva del Duce. También Starace, secretario del partido fascista, fue traído de Milán hasta allí para ser fusilado.
Al día siguiente, un camión llevó a Milán los cadáveres, descargándolos cerca de un garaje donde el año anterior habían sido fusilados 15 rehenes antifascistas. Uno de los guerrilleros tuvo la idea de colgar, los despojos por los pies para que pudieran ser contemplados por la muchedumbre congregada.
Mientras los occidentales avanzaban rápidamente en el norte, oeste y sur de Alemania, la ofensiva rusa se desencadenaba de lleno contra Berlín, y el 28 de abril de 1945 los soviéticos se hallaban ya a las puertas de la ciudad.
Desde mediados de enero, Hitler se había refugiado en el bunker de la Cancillería, enorme subterráneo de hormigón armado; minado por la fatiga y la angustia, el Führer vivía al borde de la demencia, y su estado nervioso acentuaba los rasgos patológicos de su enajenado carácter, pasando sin tregua de la más honda depresión al más delirante optimismo y de la sensiblería al cinismo. Al punto a que se había llegado su obstinación sólo podía acarrear el caos, y, personalmente, vivía en plena enajenación mental. Se aferró a una última decisión: un Führer no podía caer con vida en manos del enemigo, y el 30 de abril de 1945 se disparó una bala en la boca. La víspera se había desposado con Eva Braun, amante suya desde hacía años, y la recién “señora de Hitler” precedió a su marido suicidándose con veneno. Ambos cadáveres fueron rociados con gasolina y quemados en el jardín de la Cancillería del Reich. El ministro Goebbels y su esposa envenenaron a sus cinco hijos y luego ordenaron a un miembro de las SS que les disparara.
Con anterioridad, varios colaboradores del Führer trataron de ponerse al frente de aquel Reich ya en descomposición acelerada. Himmler intentó negociar con los aliados, a través de Suecia, proponiendo la capitulación alemana en el frente occidental, con el fin de concentrar todas las fuerzas disponibles en el frente Este, tentativa que fracasó rotundamente. El 23 de mayo, los soldados ingleses capturaron a Himmler, que se suicidó acto seguido. Goering, refugiado en Baviera durante la última fase de la lucha, había proyectado también tratar con los angloamericanos.
Hitler, informado de sus intenciones, mandó detenerle, pero el mariscal del Reich había caído ya en manos de los aliados y se suicidó en la cárcel, tras ser condenado a muerte por el tribunal de Nuremberg. Los principales jefes nazis fueron sentenciados allí por crímenes de guerra, como Von Ribbentrop, Rosenberg, Streicher, Seyss-Jnquart, los generales Jodl y Keitel, y otros. Murieron en la horca. Hitler designó como sucesor suyo, el 30 de abril, antes de suicidarse, al almirante Karl Dónitz, quien, el 3 de mayo, envió parlamentarios al cuartel general de Montgomery, situado en las landas de Luxemburgo. Dos días después capitulaban las tropas de los sectores Noroeste, Dinamarca y Holanda. El 7 de mayo de 1945, a las 2.45 de la madrugada, los alemanes firmaban en Reims su capitulación incondicional en todos los frentes. El armisticio debía entrar en vigor el 8 de mayo, a medianoche.
“El día 7 de mayo —cuenta el almirante Dónitz en sus Memorias— Friedburg y Jodl regresaron a Miirwik. Friedburg traía consigo un ejemplo de Stars ami Stripes, el periódico del ejército norteamericano, que contenía fotografías atroces tomadas en el campo de concentración de Buchenwald. Con toda seguridad, la desorganización en los transpones y abastecimiento no había contribuido precisamente a mejorar la situación de aquellos campos en el curso de las últimas semanas. Ahora bien, no podía caber la más mínima duda: nada en el mundo podía justificar lo que mostraban aquellas fotos. Friedburg y yo quedamos horrorizados. ¡Jamás hubiéramos podido sospechar que aquello fuera posible! Y, sin embargo, correspondían perfectamente a la realidad, y no sólo con respecto a Buchenwald. Pudimos comprobarlo personalmente al llegar a Flensburg un barco que transportaba a los antiguos presos de un campo de concentración. El oficial de marina más antiguo hizo inmediatamente cuanto pudo para alimentar y cuidar a aquellos infelices. ¿Cómo pudieron producirse semejantes horrores en Alemania sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello?”
La derrota de Japón y la bomba atómica.
Sin embargo, las hostilidades continuaban en Extremo Oriente y los norteamericanos soportaban el mayor peso en esa lucha.
Roosevelt había accedido al punto de vista de Churchill y de Stalin: derrotar al III Reich antes de emprender la ofensiva definitiva contra el Japón. Los frentes europeos recibieron prioridad en hombres y material, pero no por ello los Estados Unidos dejaron de preparar simultáneamente su impresionante máquina de guerra en el Pacífico. Ante todo, crearon una flota de portaaviones, con su correspondiente aviación, capaces de preparar el camino de las futuras operaciones de desembarco.
En verano de 1942, las tropas norteamericanas se apoderaban de Guadalcanal, una de las islas del archipiélago Salomón; a partir de entonces, fueron ocupando una isla tras otra del océano Pacífico.
En el mismo año de 1942, consiguieron paralizar la ofensiva naval japonesa: la batalla del mar del Coral en mayo y la de Midway en junio, fueron fatales para la flota imperial nipona y por vez primera en la historia de la guerra marítima los navíos adversarios combatieron sin verse siquiera un solo instante y sin intercambiar disparos de artillería. Ataques y contraataques quedaron exclusivamente confiados a los bombarderos, aviones torpederos y el restante material aéreo de los portaaviones: la guerra del Pacífico fue, efectivamente, una lucha especial entre portaaviones, que sustituyeron a los cruceros y acorazados en el primer puesto de importancia del poder naval. El papel de los submarinos —norteamericanos en este caso— fue asimismo muy destacado en el Pacífico, y consiguieron hundir un tonelaje nipón considerablemente elevado; los Estados Unidos fueron organizando en gran escala su industria de guerra y disponiendo de más navíos y aviones; al principio, en igualdad de condiciones que el Japón, y después, muy superiores a su nivel. En 1943, y sobre todo en 1944, se lograron progresos muy importantes para la causa norteamericana. Las fuerzas de los Estados Unidos ocuparon Tarawa, en las islas Gilbert Kwajalein y Eniwetok, en las Marshall; Saipan, Tinian y Guam, aparte de otras islas y archipiélagos. A menudo, debido a la fanática resistencia de los japoneses, cada palmo de terreno costaba ríos de sangre.
Entretanto, en las selvas birmanas los ingleses proseguían su agotadora lucha contra los ocupantes nipones, aunque al principio con grandes pérdidas y sin demasiado éxito, porque las tropas británicas padecían en extremo el clima y enfermedades tropicales de aquellas regiones, aparte de que el abastecimiento y suministros presentaban problemas y dificultades casi insuperables en aquellas zonas asiáticas carentes de carreteras y líneas de comunicación. Por su parte, los chinos proseguían igualmente la lucha, en especial mediante operaciones guerrilleras contra las vías de comunicación y en la retaguardia de los japoneses. Los norteamericanos apoyaban en China a Chiang Kai-chek, atrincherado en Chung-king, en el interior del país, y le facilitaban considerable ayuda en aviones, consejeros militares y material de diversa índole. En otoño de 1944, los norteamericanos habían avanzado mucho en sus campanas oceánicas, he instruido tropas de desembarco. Podían ya emprender una de las operaciones más decisivas de la guerra del Pacífico: el asalto al archipiélago de las Filipinas. En 1941-1942, las tropas filipino-norteamericanas a las órdenes del general McArthur, se habían batido heroicamente —aunque sin esperanza— contra un enemigo muy superior en número. Más tarde, pudieron rehacerse y McArthur fue nombrado comandante en jefe del Pacífico y podía “regresar”, como prometiera, al abandonar la fortaleza de Corregidor en marzo de 1942. La ofensiva emprendida en las Filipinas asestó un golpe terrible en el corazón del imperio conquistado por el Japón en el sudeste asiático. Los japoneses se vieron  obligados a comprometer allí el núcleo esencial de una flota que se estaba “ahorrando celosamente”, puesto que su industria no era ya capaz de cubrir las pérdidas de sus buques de guerra.
El control de las islas Filipinas era, para el Imperio del Sol Naciente, cuestión de vida o muerte; si los norteamericanos se apoderaban de ellas, podrían cortar las comunicaciones entre el Japón e Indonesia, de donde los nipones extraían la mayor parte de sus materias primas; si la flota japonesa se recluía en aguas septentrionales, se separaría del petróleo indonesio, y si se dirigía al Sur, se alejaba de sus bases metropolitanas. En octubre de 1944, los norteamericanos lanzaron una operación anfibia de gran alcance contra la isla de Leyte, casi en el mismo centro del archipiélago filipino. Los japoneses habrían de arriesgar forzosamente el grueso de sus fuerzas navales en una batalla de aniquilamiento contra las poderosas escuadras norteamericanas si bien esta batalla de Leyte fue, en realidad, una serie de encuentros y choques en el mar, en un área muy extensa, aunque de suma importancia entre las más decisivas de la guerra marítima.
Los combates se iniciaron en la mañana del 23 de octubre de 1944; el día siguiente, a la misma hora, los norteamericanos habían obtenido resultados importantes: los aparatos de los portaaviones, al mando del almirante Halsey, habían hundido el Musashi, buque de guerra japonés que era entonces el mayor del mundo (72.000 toneladas), gracias al lanzamiento de dieciséis bombas pesadas y diez torpedos aéreos; a la noche siguiente, otra escuadra norteamericana hundía al enemigo dos acorazados, un crucero y tres destructores en el estrecho de Surigao. Sin embargo, los nipones habían logrado atraer y desviar al grueso de las formaciones navales de los Estados Unidos lejos del sector previsto para el desembarco. El 25 de octubre, la flota norteamericana de invasión era amenazada por una poderosa escuadra japonesa. La situación empezaba a ser crítica para McArthur, pero el almirante japonés Kurita dejó perder la excelente oportunidad que se le ofrecía y la batalla de Leyte acabó con una derrota.
La flota norteamericana había hundido tres acorazados japoneses, tres portaaviones, diez cruceros, nueve destructores y un submarino, y el enemigo jamás lograría reemplazar tales pérdidas; la diezmada flota imperial hubo de limitarse, en lo sucesivo, a pequeñas operaciones defensivas y a sorpresas de los kamikazes, aviones suicidas cuyo piloto se estrellaba voluntariamente con su avión de bombardeo o de caza sobre la cubierta de las embarcaciones enemigas. Las islas más importantes del archipiélago filipino quedaban así conquistadas durante el invierno de 1944-1945 y primavera de 1945.
Incluso antes de finalizar estas campañas, los norteamericanos atacaron posiciones en el seno del Imperio del Sol Naciente: el archipiélago Riu Kiu, las islas Bonin, las Vulcano, eran excelentes bases para una futura ofensiva aérea y marítima contra el Japón y, eventualmente, también para invadirlo. La lucha fue espantosa, sobre todo en Iwojima y Okinawa, donde se entablaron feroces combates en febrero-marzo y abril-junio de 1945. Los nipones se defendieron con valor rayano en la desesperación. Una simple cifra proporciona una idea de lo que fueron aquellos combates: en Iwojima, la guarnición japonesa constaba de 21.000 hombres y los norteamericanos hicieron allí escasamente un centenar de prisioneros.
La guerra revistió idéntico encarnizamiento en Okinawa, donde 20 acorazados y 33 portaaviones norteamericanos apoyaron el desembarco. El Yamamoto, buque gemelo del Musashi, fue hundido por tres bombas y doce torpedos. Al ocupar los norteamericanos su primera base estratégica en las proximidades de la metrópoli nipona, hicieron 8.000 prisioneros japoneses de los 110.000 soldados con quienes se enfrentaron al desembarcar. El resultado de la contienda no ofrecía ya duda alguna. El Japón había perdido el núcleo de su marina de guerra e incluso de su flota mercante; le quedaban bloqueadas casi todas las fuentes de suministros vitales exteriores; los aviones norteamericanos partían de bases muy próximas y bombardeaban el mismo corazón del Japón y sus acorazados y cruceros pesados podían triturar directamente el suelo enemigo. En numerosas ciudades japonesas, las destrucciones no eran menos importantes que en Alemania, y, sin embargo, ni estadistas ni militares aliados confiaban en una capitulación incondicional. Al contrario, afirmaban que la invasión del suelo nipón no sería menos terrible que los combates de Iwojima y Okinawa: la resistencia japonesa ofrecía visos de ser igualmente fanática, más decidida y con mayor encono todavía.
En tales condiciones, los expertos calcularon que un desembarco en la metrópoli japonesa costaría la vida a un millón de norteamericanos y a un cuarto de millón de soldados británicos. Entonces intervino Harry S. Truman, sucesor del recién fallecido Roosevelt en la presidencia de los Estados Unidos, con su decisión de emplear contra el Japón un arma espantosa que los norteamericanos acababan de ensayar: la bomba “A”.
La bomba atómica
Desde hacía mucho tiempo, los científicos del siglo XX trataban de hallar el modo de liberar la inmensa energía contenida en el núcleo del átomo. Con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, la física nuclear comenzó a realizar importantes progresos, y en los años inmediatamente anteriores a 1939 los investigadores habían descubierto, con la angustia que puede suponerse, la posibilidad del empleo de la energía atómica en la fabricación de una bomba.
Los físicos alemanes empezaron a realizar investigaciones en este sentido, pero Hitler cometió el error de expulsar de Alemania a algunos de los mejores científicos germanos, muchos de ellos de raza hebrea, como Albert Einstein y Lise Meitner, que se refugiaron en los Estados Unidos, donde se les reunió luego otro “sabio atómico” de primer orden, el italiano Enrico Fermi, desterrado por Mussolini. Einstein persuadió a Roosevelt y el gobierno norteamericano tomó en consideración la solicitud de fabricar una bomba atómica, a base de experimentos y cálculos extremadamente complejos. La operación recibió, en clave secreta, el nombre de “Proyecto Manhattan”, y los norteamericanos le dedicaron sumas por valor de 2.000 millones de dólares, con la única a garantía para su realización que el simple prestigio de los sabios europeos y de sus colegas americanos Oppenheimer, Urey, Lawrence y Comptow quienes afirmaban que podría conseguirse una bomba mil veces más potente que el mayor de los explosivos convencionales. El 16 de julio de 1945, a las 5.30 horas de la mañana, se efectuaba el primer ensayo de aquella bomba en el desierto norteamericano de Nuevo México en Álamo gordo. En la mañana del 6 de agosto, la primera bomba atómica era lanzada por un avión norteamericano sobrte la ciudad nipona de Hiroshima. Pendiente de un paracaídas, la bomba estalló a 600 metros de altitud. En una millonésima de segundo, la explosión liberó una energía equivalente a la de 20.000 toneladas de TNT, y el calor originado en su centro alcanzó 100 millones de grados centígrados. Todo ardió en un radio de un kilómetro; los metales se convinieron en gases, las construcciones en polvo y los seres humanos en cenizas. “De pronto —describió un testigo presencial—, un deslumbrante fulgor rosa pálido apareció en el cielo, acompañado de un temblor sobrenatural que fue casi inmediatamente seguido por una ola de sofocante calor y un viento que todo lo barría a su paso. En pocos segundos, los millares de personas que circulaban por las calles y jardines del centro urbano quedaron, arrasadas.
Muchos murieron instantáneamente a causa del espantoso calor y otros se retorcían por el suelo, aullando de dolor, con quemaduras mortales. Todo cuanto se hallaba en pie dentro del área de deflagración —muros, casas, fábricas, edificaciones— quedó aniquilado y sus restos se proyectaron en torbellino hacia el cielo. Los tranvías fueron arrancados de las vías y lanzados lejos, como si carecieran de peso y de consistencia; los trenes, levantados de sus rieles como juguetes; los caballos, los perros, el ganado, sufrieron la misma suerte que los seres humanos. Todo cuanto vivía en esa área quedó aniquilado o en actitud de indescriptible sufrimiento. La vegetación no se libró de la catástrofe: los árboles desaparecieron entre llamaradas, las llanuras de cultivos y arrozales perdieron su verdor y quedó la hierba quemada en el suelo, como paja seca. Más allá de la zona de la muerte absoluta y total, las casas se hundieron en un caos de vigas, muros y muebles.  Hasta un radio de cinco kilómetros del centro de la explosión, las casas construidas de materiales ligeros se derrumbaron como castillos de naipes, y quienes se hallaban en su interior resultaron muertos o heridos: los que consiguieron librarse milagrosamente y salieron al exterior, se encontraron cercados por cortinas de llamas, y las escasísimas personas que pudieron ponerse a salvo murieron unos veinte o treinta días más tarde a causa de la acción retardada de los mortales rayos gamma. Por la tarde, el nivel del incendio general empezó a disminuir, hasta que el fuego se extinguió por no quedar ya nada que pudiera arder en la ciudad. Hiroshima había dejado de existir.” Sólo en Hiroshima, la irradiación calorífica, la onda explosiva, la presión del aire y la radiactividad causaron la muerte de 66.000 personas e hirieron gravemente a otras 69.000; las radiaciones afectarían a varios millares, poco después.
El número total de fallecimientos, a consecuencia de la bomba atómica, en la ciudad de Hiroshima, puede calcularse que superó los 100.000. El 9 de agosto, una segunda bomba atómica, lanzada esta vez contra Nagasaki, causaría 75.000 víctimas.
Fin de la II Guerra Mundial
Al día siguiente, el gobierno de Tokio se declaraba dispuesto a rendirse, con la única condición de que el emperador continuara siendo soberano del país, a pesar de la rendición, porque el Mikado era una divinidad para los japoneses. Los aliados consintieron en que Hirohito conservase el trono, si bien durante la ocupación debería ponerse a disposición del gobernador militar de los vencedores. Simultáneamente, la URSS había declarado la guerra a los nipones el 8 de agosto. Por último, el 14 entraba en vigor el armisticio, y el 2 de septiembre Douglas McArthur, a bordo del acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio y al frente de una impresionante escuadra, recibía solemnemente la capitulación formal del Imperio nipón.
Aquel día terminaba la Segunda Guerra Mundial: había durado exactamente seis años.
Resulta realmente imposible describir con palabras o cifras cuánto dolor y sacrificio exigió esta atroz contienda y cuántas pérdidas en vidas humanas, miserias, sufrimientos y destrucciones: fue una catástrofe inconmensurable, una suma de desgracias, de dolores y angustias que supera lo imaginable. Sin embargo, algunas estadísticas pueden incluso con toda su aridez ofrecemos un esquema: la estimación del número de muertos como consecuencia del conflicto oscila entre los 25 y los 40 millones; en cambio, la Primera Guerra Mundial “sólo” había costado l0 millones de vidas humanas. ¿Por qué esta diferencia? El segundo conflicto mundial duró casi dos años más que el primero, abarcando territorios mucho más extensos. Además, la población civil quedó también mucho más castigada con relación a la de 1914-1918. La aviación había logrado tales progresos, que bien podemos atribuirle el papel principal en la hecatombe. De todos modos, la mayor cifra de muertos, no combatientes, se debe en gran medida a la matanza hitleriana de judíos: el nazismo “liquidé” sistemáticamente, en una “solución final”, de 5,5 a 6 millones de judíos alemanes u originarios de los países ocupados por el III Reich. El “colaboracionismo” fue otro de los rasgos característicos de la Segunda Guerra Mundial. En los países ocupados por los alemanes aparecieron grupos o formaciones de estilo nazi, o cuando menos de tendencias totalitarias, que se pusieron al servicio de Hitler y secundaron su política de opresión, aunque los jefes de dichas organizaciones nunca dispusieron de poder real y auténtico.
A los aventureros y oportunistas de siempre, dedicados ante todo a explotar en beneficio propio la situación reinante, se mezclaban también idealistas engañados por la fraseología típica del nazismo e individuos mejor o peor intencionados, aunque de escasa visión política, que creyeron inevitable la victoria alemana y juzgaron que las naciones europeas debían aprovechar la nueva relación de fuerzas existentes en el continente, es decir, el llamado “nuevo orden europeo”. Por otra parte, ya queda indicado cómo, simultáneamente, se organizaba la resistencia en cada país y los patriotas empuñaban las armas para emprender contra el ocupante una infatigable y sorda lucha, destruyendo o neutralizando la máquina de guerra alemana, o lanzándose a la guerrilla declarada.
En su ciega e implacable represión, los alemanes daban muerte al numeroso personal civil, cuando no les era posible apresar a los propios partisanos o resistentes, como ocurría a menudo. En resumen, entre 1939 y 1945, los nazis asesinaron a 12 millones de no combatientes en los países ocupados, empleando para ello los fusilamientos en masa, los malos tratos, el hambre y la tortura científicamente organizada. Los pueblos eslavos fueron los más castigados; la población de países como Rusia, Polonia o Yugoslavia sólo se componía, según los hitlerianos, de Untermenschen o seres “infrahumanos”, y aquellas gentes murieron por millones en campos de prisioneros o de concentración, padeciendo las torturas más espantosas o siendo maltratados de modo indescriptible por los miembros de las SS alemanas o sus aliados. Como si ello no bastara, el Führer ordenó que se “industrializaran” los asesinatos.
En los campos de concentración, los nazis construyeron cámaras de gases, donde mediante el uso de Zyklon B, compuesto de ácido prúsico, se asfixiaba a las víctimas. Las cámaras de gases en Auschwitz podían dar muerte diariamente a 10.000 hombres, mujeres o niños; los hornos crematorios funcionaban sin cesar las veinticuatro horas del día y las cenizas y restos humanos servían de abono artificial. Sólo en el campo de concentración de Auschwitz la matanza científica alcanzó a tres millones de personas, cifra que se eleva en 1945 a ocho millones y que comprende las víctimas de todos los campos de concentración alemanes. Estos datos, como también los informes sobre las experiencias “médicas” prisioneros y torturas de toda clase, desde la muerte a bastonazos hasta la crucifixión, demuestran un nivel de escalofriante de inhumanidad: inconcebible si se tiene en cuenta que los alemanes pertenecen a un pueblo que ha legado a la civilización una notable riqueza cultural. Aparte de estos horrores —campos de concentración por una parte, e Hiroshima y Nagasaki por otra—, lo que costara la guerra, materialmente hablando, es cosa de importancia secundaria. Las sumas directamente gastadas en el conflicto ascendieron a un billón de dólares, y el valor de los daños materiales probablemente pasa de los 200.000 millones de dólares. Ateniéndose al punto de vista estrictamente económico y material, la disminución de la capacidad general productiva, a consecuencia de las pérdidas en vidas humanas, puede cifrarse en otros 250.000 a 400.000 millones de dólares. Tal es el terrible balance con que se cerraba la Segunda Guerra Mundial y la espantosa herencia con que se enfrentaba el mundo ante una paz que esta vez también resultaría precaria.
La extensión de la Guerra
Italia, que empezó declarándose no beligerante, aunque aliada de Alemania, entró a la guerra el 10 de junio de 1940, cuando Francia se hallaba ya prácticamente vencida, no obteniendo con ello la menor gloria. El ejército de Mussolini demostró en esta insignificante participación escasa eficacia, ya que después de la campaña de Abisinia y la guerra civil española le había sido imposible renovar su material motorizado, tanto por debilidad económica como por falta material de tiempo. No tardarían los británicos en infligir aplastantes derrotas a los italianos en el mar y en Libia. Otro problema, más delicado, lo constituía la flota francesa del Mediterráneo. Inglaterra ordenó a la Navy que bombardease los navíos de guerra franceses anclados en los puertos del norte de África, por temor a que los utilizara Alemania. Aunque Churchill no tenía la menor confianza en Pétain, Laval y los demás miembros del círculo ínfimo del mariscal, tampoco Hitler logró convencer a Pétain a que emprendiera una colaboración militar activa contra la Gran Bretaña.
Por otra parte, el Führer intentó también asociar a los españoles a la lucha contra los británicos en el Mediterráneo, en especial con un golpe de mano contra Gibraltar, pero los españoles rehusaron comprometerse. En consecuencia, Hitler no logró expulsar a los ingleses de dicho mar. En cambio, la suerte favoreció a los alemanes en la Europa sudoriental, donde el Reich tenía desde hacía tiempo notable influencia en los aspectos económico y político y su sistema de alianzas había ido desplazando al francés. En otoño de 1940, Hitler firmó tratados con Eslovaquia, Hungría y Rumania, si bien no pudo impedir que, en junio del mismo año, los rusos se anexaran los territorios fronterizos rumanos de Besarabia y Bucovina del Norte.
África y los Balcanes
El 28 de octubre, el propio Mussolini puso en peligro los planes de Hitler respecto a los Balcanes. Sin informar siquiera a Berlín, el Duce invadió Grecia desde las bases italianas de Albania. El Führer se indignó aún más porque los italianos fueron derrotados nuevamente y, en noviembre de 1940, los griegos penetraron en territorio albanés. Confuso y abrumado, Mussolini pidió ayuda a Hitler. Más tarde, en el invierno 1940-1941, sufrió el Duce un descalabro catastrófico: ante las tropas inglesas que procedentes de Egipto penetraban en Libia, los italianos fracasaron rotundamente; además, los británicos se apoderaron no sólo de Libia, sino también de la Somalia italiana, de Eritrea y, por último, la última adquisición del naciente imperio que a Mussolini tanto le costara conquistar: Etiopía. Para el bando aliado, aquélla era la primera noticia alentadora desde 1939. El emperador abisinio, Haile Selassie, regresó a su capital Addis Abeba precisamente el día 5 de mayo de 1941, a los cinco años exactos de su conquista por los italianos.
Esta vez Hitler no pudo ya tolerar pasivamente los fracasos italianos y decidió obrar en consecuencia. A tal efecto, envió a Libia a uno de sus mejores generales, Erwin Rommel, con el África Korps, cuerpo blindado y especialmente equipado y adiestrado para la guerra en el desierto. El Führer se propuso además solucionar de una vez para siempre la cuestión de los Balcanes. Los búlgaros habían firmado ya un tratado con el Eje. En la primavera de 1941, los alemanes ejercieron presión sobre Yugoslavia para arrastrarla a su sistema de alianzas, que el gobierno y el príncipe Pablo, a la sazón regente del reino, terminaron por ceder. De pronto, el 27 de mayo por la noche, un grupo de oficiales y políticos opuestos a Alemania dio un golpe de Estado y rechazó aquel tratado que sometía su patria a Hitler.
La réplica alemana llegó el 6 de abril en forma violenta. Hitler demostró que se proponía someter a todos los países balcánicos. La Luftwaffe bombardeó Belgrado sin interrupción durante tres días, dando muerte a 17.000 ciudadanos y paralizando las funciones de gobierno y del Estado yugoslavos.
Simultáneamente, la Wehrmacht invadía Yugoslavia y Grecia. Una guerra relámpago quebrantó toda resistencia en breve tiempo: Yugoslavia capituló a los doce días de combate y aunque los griegos resistieron heroicamente a los tanques y aviones del Führer, asombrando al mundo, también hubieron de deponer al fin las armas el 24 de abril. El gobierno heleno pudo refugiarse en Londres. A finales de mayo de 1941, los alemanes se apoderaron igualmente de Creta gracias a una audaz operación aerotransportada. A partir de entonces, el Eje pudo pasar a la ofensiva en Libia. Por su parte, Rommel reconquistaba todo el terreno ocupado por los aliados durante los meses anteriores y pronto llegó a las inmediaciones de la frontera libio-egipcia.
La ofensiva alemana contra Rusia
Incapaz de franquear el canal de la Mancha y de someter a Inglaterra, el dictador alemán —imitando a Napoleón— decidió emprender su campaña a Rusia y lo hizo el mismo día que el emperador francés, pero también la Wehrmacht se hundiría en las inmensas llanuras rusas para ser aniquilada en ellas, como la Grande Armeeé napoleónica. Es difícil explicar por qué se lanzó Hitler a aquella aventura que tan fatal le sería. Por varias razones: en primer lugar, porque fracasó ante Inglaterra; luego, estando convencido de la prolongación del conflicto, y ante la resistencia inesperada que le opusieron los británicos, el Führer se veía obligado —si quería en verdad someterlos— a intensificar la guerra marítima, construir una flota de invasión especializada para flanquear el Canal, e incrementar considerablemente la Luftwaffe. Para ello necesitaba disponer de tiempo, de materias primas y de abastecimientos y el indispensable apoyo para su economía podría encontrarlo si dominaba la Unión Soviética. La alianza germano-soviética de 1939, fundada en el pacto de no agresión, fue meramente táctica, pese al hecho de que los intercambios económicos entre ambos países continuaron hasta última hora, principalmente por el deseo de los rusos de retrasar al máximo la perspectiva de una guerra.
Sin embargo, Hitler desconfiaba de Stalin y temía que los rusos se lanzaran sobre el Reich alemán en el preciso instante en que Alemania se hallara empeñada en lo peor de su lucha con Inglaterra. Al propio tiempo, despreció torpemente la potencia militar de la Unión Soviética, persuadido de que con sólo dos o tres meses de emplear a fondo su sistema de “guerra relámpago” bastaría para aniquilarla. La “cruzada” contra la URSS había sido siempre la política predilecta del militarismo nazi y todo lo demás quedaba subordinado a tan decisiva empresa. Los occidentales se hallaban imposibilitados de atacar a Alemania y tanto en el norte como en el sur de Europa yacían derrotados; en consecuencia, Hitler estimó que el momento le era particularmente favorable. Además, si lograba aniquilar a Rusia, el Japón consolidaría tanto su posición en Asia y en el Pacífico que los Estados Unidos quizá se abstuvieran de intervenir en Europa, como hicieron en 1917 durante la Primera Guerra Mundial.
Y por último, el ataque a Rusia era el primer artículo de fe del credo hitleriano. Su nota básica. El estandarte que haría correr tras él, proclamándole abanderado y héroe, ante todos los capitalistas del mundo, a quienes iba a librar, por fin, del tan agitado espantajo del comunismo soviético. Todos los intelectuales “occidentales” que servían a Goebbels en los países ocupados garantizaban su apoyo ideológico. El otro, más sustancioso, quedaba por ver.
Por este aspecto publicitario y espectacular de la campaña, la agresión a Rusia comenzó con un preámbulo igualmente espectacular, al que Hitler atribuía un efecto mágico: ante el fracaso de sus bravatas oratorias y carente de todo enlace diplomático y contando con el ambiente que rodeaba a Chamberlain en los felices días de Munich y con aquellos en que el príncipe de Gales —Eduardo VII— simpatizaba con la Alemania nazi, Hitler envió para una gestión de paz a Rudolf Hess, quien descendió en paracaídas en la región escocesa cercana a Glasgow, el 10 de mayo de 1941. Repuestos de su primera sorpresa, los ingleses mantuvieron internado al singular enviado de Hitler hasta el final de la guerra. Fue juzgado por el Tribunal Internacional de Nuremberg y después pasó a la prisión de Spandau (Berlín) en compañía de otros criminales de guerra, donde cumplieron condena, quedando en dicho lugar como único recluso. Si la batalla aérea de Inglaterra fue su primera derrota, la gestión de Hess fue la segunda. Pero Hitler absorbió las dos y continuó su loca empresa.
Hitler y el Estado Mayor alemán venían ya preparando la campaña de Rusia —operación “Barbarroja”— desde el derrumbamiento del frente francés. El 22 de junio de 1941, la Wehrmacht inició la ofensiva con poderosos efectivos y en un amplísimo frente: 120 divisiones alemanas entraban en acción, con otras 26 divisiones de reserva. A dichos efectivos se agregaban las tropas de sus aliados: contingentes finlandeses, rumanos, húngaros y eslovacos; poco después, aparecieron unidades italianas, la División Azul española y, por último, las legiones adictas a los nazis, procedentes de los países ocupados: belgas “rexistas”, franceses de Laval, holandeses, etc. En total, Hitler comprometió en el frente del Este tres millones de soldados, sostenidos por 4.000 aviones y 3.000 tanques.
La invasión de Rusia
Hitler había concebido la campaña de Rusia sin contar con los medios proporcionados a la empresa. Pese a ello, en los primeros momentos de la campaña se consiguió una victoria tras otra, de modo que una vez más Hitler parecía razonar mejor que sus generales, llegando a creer que le bastaría “forzar la puerta” para que se derrumbara el edificio soviético que suponía totalmente carcomido en su interior. Los alemanes, ciertamente, pudieron ocupar pronto extensos territorios; el número de los prisioneros rusos ascendió a centenares de miles en aquella fase inicial y después de la ocupación de Smolensko y Novgorod (agosto) y de Kiev (septiembre) la Wehrmacht avanzó muy pronto hasta las inmediaciones de Leningrado, Moscú y Crimea. En octubre de 1941, el Führer proclamaba que “el enemigo oriental ha sido batido y no levantará más la cabeza”. En su opinión, algunas acciones de limpieza sedan suficientes para terminar la contienda con la URSS. Pero la verdad era muy distinta.
Rusia es un país inmenso y los soldados soviéticos podían maniobrar con facilidad; las pérdidas de territorio que habrían resultado decisivas en otras naciones, no suponían mucho para la URSS, y los rusos podían retroceder un millar de kilómetros sin sentirse por ello “acorralados entre la espada y la pared”. Luego, y ello deriva directamente del primer factor, la estrategia alemana se basaba en cercar al enemigo mediante movimientos de tanques y de Panzerjüger, pero ninguno de los cercos realizados ni de las “bolsas” conseguidas podían ser eficaces en tan inmensas extensiones, a menos de contar con efectivos abrumadores, y la insuficiencia alemana permitía que las tropas rusas pasasen por la “trama” de aquellos cercos y bolsas. Pese a sus sensacionales victorias, los alemanes no pudieron lograr su objetivo principal: la destrucción de las fuerzas armadas rusas.
Finalmente, los soviéticos aplicaron implacablemente la táctica de “tierra quemada” en el propio suelo nacional; al ir batiéndose en retirada lo destruían todo para que los alemanes no ocupasen sino desiertos, medida que adquirió toda su importancia con la aparición de los primeros fríos. Los alemanes no disponían de “cuarteles de invierno” suficientes, y, además, necesitaban emprender considerables trabajos para restablecer las comunicaciones y reactivar la estructura económica de las tierras ocupadas. Más grave todavía: la Wehr-macht empezó a dar señales de agotamiento; aquella campaña ya no era un paseo militar y los guerrilleros oponían resistencia sistemática y encarnizada, diezmando las mejores divisiones alemanas. Por si fuera poco, el invierno de 1941 fue de un frío insólito, incluso en aquellas regiones heladas de por sí. Las temperaturas llegaron a cuarenta grados bajo cero y pronto causaron la muerte de decenas de millares de alemanes. Los rusos desencadenaron entonces una violenta contraofensiva con un centenar de divisiones nuevas, organizadas durante el otoño, haciendo retroceder a los alemanes en la región de Viasma.
La Wehrrnacht atravesó una grave crisis y fue preciso que se impusiera toda la fanática voluntad del Führer, para impedir que los generales alemanes se instalaran a retaguardia, en una “línea de invierno”. Con esfuerzos desesperados, los alemanes lograron limitar su retroceso a sólo 60 ó 70 kilómetros. Con todo, aquel invierno de 1941-1942 fue uno de los períodos claves de la guerra. Este primer fracaso empezó a minar la fe del pueblo alemán en su Führer porque todo su golpe de audacia había fallado. No obstante, no perdía aún la confianza.
Los Estados Unidos
Al empezar la contienda, los Estados Unidos se habían declarado neutrales y parecía que, en aquellos momentos, los aislacionistas del país tenían ganada la partida; sin embargo, Roosevelt, que a partir de entonces se interesó cada vez más por la situación internacional, empezaba a inquietarse ante el cariz que tomaba la guerra y el expansionismo germano-italiano.
Cuando Francia fue vencida y la Gran Bretaña hubo de continuar combatiendo sola por su propia existencia, el presidente americano se mostró dispuesto a prestarle toda la ayuda, a excepción de entrar en guerra. En el momento más crítico, en septiembre de 1940, cedió a los ingleses cincuenta destructores anticuados, obteniendo en compensación bases marítimas británicas en territorios del hemisferio occidental. “La entrega a la Gran Bretaña de cincuenta navíos de guerra —confiesa Churchill en sus Memorias— constituía una declarada violación de la neutralidad por parte de los Estados Unidos. Conforme a todas las normas históricas vigentes, Alemania tenía perfecto derecho a declararle la guerra”.
En realidad, Roosevelt ya se había decidido. El 29 de diciembre de 1940, en una de sus habituales charlas radiofónicas, afirmaba: “Desde la fundación de Jamestown en 1607 y la llegada del Mayflower a Plymouth Rock en 1620, nunca ha corrido tanto peligro la civilización americana. Si la Gran Bretaña sucumbe, las potencias del Eje dominarán Europa, Asia, África y Australia, y se hallarán en situación de disponer de enormes recursos de tierra y mar para emplearlos contra nuestro hemisferio. No resulta exagerado decir que tendríamos que vivir, en ambas Américas, con la amenaza de una pistola apuntada contra nosotros, cargada con un peligrosísimo explosivo económico y militar”.
Este lenguaje fue bien comprendido en los Estados Unidos. A partir del 11 de mayo de 1941, el Congreso aprobaba la Ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease Act), que permitiría al presidente prestar, ceder, alquilar, etc., el material de guerra necesario a todos los países cuya defensa fuera considerada esencial para la seguridad de los Estados Unidos. Nunca hasta entonces el jefe de un Estado no beligerante había recibido semejantes poderes. El sistema de “Préstamo y Arriendo” salvaría a Inglaterra de una grave crisis financiera.
Aparte de ello, merced a sus discursos y proclamas, Roosevelt sostuvo eficazmente la moral de los aliados. El 6 de enero de 1941 había definido los principios sobre los cuales debería estructurarse el mundo del futuro, en el seno de una paz recuperada: libertad de opinión, libertad religiosa, y lucha contra la miseria y el miedo. Meses después, el 12 de agosto de 1941, fue proclamada la Carta del Atlántico, declaración de gran notoriedad psicológica.
De común acuerdo, Roosevelt y Churchill se comprometieron —cuando los Estados Unidos eran todavía neutrales— a no reivindicar extensión territorial alguna para sus respectivos países, a no tolerar ninguna modificación en las fronteras sino con acuerdo de los países interesados, a respetar el derecho de los pueblos a disponer de sus destinos, a elegir libremente sus estructuras políticas y sociales, a ofrecer el libre acceso para todas las naciones a los mercados internacionales de materias primas, a defender la libertad de los océanos y, por último, a desarmar a los Estados agresores. Más adelante, los norteamericanos ayudarían poderosamente a los británicos, asumiendo la protección de los convoyes en la mitad occidental del Atlántico, e instalando bases militares en Islandia. Las relaciones con la Alemania nazi iban siendo cada vez más tensas. Ahora bien, fue el conflicto con el Japón lo que motivó la entrada norteamericana en la guerra.
En el transcurso de la prolongada contienda, sus dos escenarios principales, Europa y el océano Pacífico, mantuvieron su guerra particular, ajenos el uno al otro, aunque la propaganda de ambos bandos consistiera en lo contrario. El Japón y la Unión Soviética, hostiles ideológicamente, mantuvieron correcta abstención en la lucha que cada uno sostenía contra su enemigo respectivo, los Estados Unidos y Alemania, y en ellos pudieron observarse curiosos matices: así, cuando Hitler invadió Rusia, el Japón mantuvo su neutralidad en virtud del pacto de no agresión ruso-japonés del 13 de abril de 1941, ratificado el 20 de mayo del mismo año; el 7 de diciembre de 1941, los japoneses declaraban la guerra a los norteamericanos y, sin embargo, siguieron en paz con Rusia; a su vez, Alemania declaró la guerra a los Estados Unidos cuatro días después, el 11 de diciembre, esperando que, en reciprocidad, el Japón atacaría a Rusia, lo que no ocurrió. De esta forma, rusos y japoneses no estuvieron en guerra hasta el momento del bombardeo atómico de Hiroshima. Por otra parte, la diplomacia soviética, exigiendo el “segundo frente” a los aliados, repetía la jugada alemana y evitaba lo que Hitler no pudo evitar nunca: la guerra en dos frentes.
Ataque de Japón a los Estados Unidos.
Los norteamericanos habían presenciado hasta entonces casi pasivamente el avance nipón en China y la nueva ofensiva japonesa contra el antiguo Imperio del Centro. En 1940, el gobierno de Tokio, aprovechando la crítica situación de franceses y holandeses, arrancó a estos países ciertas concesiones a expensas de sus territorios del sudeste asiático, amenazando directamente las posiciones británicas en Extremo Oriente. Entonces aumentó la preocupación y la presión de Washington sobre los japoneses.
Los Estados Unidos disponían de los medios adecuados para ejercerla, pues de ellos dependía el aprovisionamiento de los dos tercios de su material de guerra. Los norteamericanos disminuyeron progresivamente sus envíos al Japón para obligar a Tokio a que cambiase de política y renunciase a sus conquistas en Asia. En julio de 1939, el gobierno norteamericano denunciaba el tratado de comercio con el Japón, que databa de 1911. Empeoró la situación cuando los japoneses firmaron el Pacto Tripartito en septiembre de 1940. En julio de 1941, los Estados Unidos decretaron la congelación de los bienes japoneses en territorio norteamericano. La tensión aumentó bruscamente en otoño de 1941 y se entablaron negociaciones directas en Washington entre delegados japoneses y Cordell Hull, secretario de Estado norteamericano, que demostró gran firmeza y exigió que los japoneses modificaran su actitud política y militar con relación a los países del sudeste asiático.
Mientras se celebraban dichas conversaciones, el domingo 7 de diciembre de 1941 (día 8 en el hemisferio oriental) una poderosa escuadra japonesa, con varios portaaviones, desencadenó un ataque por sorpresa contra la más importante base norteamericana del océano Pacífico: Pearl Harbour, en las islas Hawái. En el puerto se hallaban anclados en aquellos momentos ocho de los nueve acorazados de la flota norteamericana del Pacífico, nueve cruceros, veinte destructores y otros navíos de línea. Los aviones japoneses se precipitaron sobre la bahía, oleada tras oleada, y Pearl Harbour se convirtió en un infierno.
Los barcos estallaban ardían e iban hundiéndose, extendiéndose sobre el agua el petróleo en llamas. En menos de dos horas, la aviación japonesa había acabado con la mayor parte de la flota norteamericana del Pacífico. Cuatro de los ocho acorazados quedaron fuera de combate, otro seriamente dañado y los otros tres con averías menos graves; tres cruceros y numerosas unidades de menor imponencia quedaron inutilizados. Por fortuna, los portaaviones de los Estados Unidos se hallaban en alta mar cuando se produjo la agresión.
Ocho días más tarde, los dos únicos acorazados británicos en Extremo Oriente, con base en Singapur, eran atacados y hundidos por un centenar de aviones torpederos y bombarderos. Los aliados no tienen ya un solo buque de línea para oponerse a los nipones en los mares asiáticos. No por ello consiguieron los nipones su objetivo de paralizar las fuerzas navales norteamericanas en dicho océano. Durante los seis meses que siguieron al desastre de Pearl Harbour, los japoneses lograron conquistar un inmenso imperio sin hallar apenas resistencia. De hecho, la incursión sobre Pearl Harbour no fue más que una operación secundaria en el marco general de la ofensiva japonesa en el sudeste de Asia; pronto conquistaron las islas Filipinas y la península de Malaca, e incluso la fortaleza de Singapur –que los ingleses consideraban inaccesible—, Hong Kong, Sumatra, Java, Borneo, las Célebes y otras islas indonesias.
Se adentraron en Nueva Guinea, ocuparon Tailandia, gran parte de Birmania y amenazaron, sin tregua ni reposo, la India y Australia. Simultáneamente infligían espectaculares derrotas a los aliados en el mar y conquistaron diversas bases norteamericanas en el Pacífico, entre ellas las de Guam y Wake. Como el Japón poseía, desde hacía algunos años, todo el litoral chino, gran parte del interior y también Indochina, el mar de la China se convirtió en una especie de “Mare Nostrum” nipón. Las materias primas del sudeste asiático, el caucho y el estaño malasio, el petróleo indonésico, etc., cayeron en poder del Japón, y estas conquistas se llevaron a cabo con pérdidas mínimas. En la primera embestida, el Japón obtuvo triunfos mucho más impresionantes que los de Hitler.
Pero lo mismo que Alemania, el Imperio del Sol Naciente demostró que no era capaz de sostener una prolongada contienda. Tenía que hacer frente a la industria más próspera del mundo y a las dos marinas de guerra más poderosas. Los japoneses abrigaban, no obstante, una esperanza: la amplitud de las conquistas niponas podía muy bien hacer dudar a los americanos y británicos sobre su acción conjunta, en apariencia imposible, de rechazar al Japón hasta obligarle a regresar a sus islas, por lo que quizás prefirieran pactar o combatir. Pero si las dos grandes potencias preferían combatir —cosa más que probable, porque el pueblo norteamericano hervía de indignación tras el ataque a Pearl Harbour—, los resultados no ofrecían duda alguna a largo plazo: la capacidad industrial de los Estados Unidos era diez veces superior a la del Japón.
La Guerra del Atlántico.
Mientras en Europa y en Asia gigantescas campañas hacían pasar inmensos territorios de unas a otras manos, una durísima lucha se entablaba en el mar, día tras día y mes tras mes, cuyo objetivo eran las líneas de comunicación, vitales para los aliados. La potencia de la marina británica se hallaba en su nivel más bajo a finales de 1940 y comienzos de 1941; por otra parte, la flota francesa ya no contaba, la italiana se había unido a la Kriegsmarine, y ésta disponía de bases en todo el litoral occidental de Europa. En 1940, los alemanes habían logrado hundir 4.400.000 toneladas brutas, lo que equivalía a la flota comercial de un país marinero como Noruega, por ejemplo. Las pérdidas aliadas siguieron el mismo ritmo en 1941 y se duplicaron en 1942: unos 8.000.000 de toneladas. Hubo momentos en que llegó a hundirse un buque mercante o de guerra aliado cada cuatro horas.
En conjunto, la situación mejoró en 1942: la producción había alcanzado un ritmo que ya prometía compensar los hundimientos con las nuevas botaduras; el déficit neto aquel año se limitó a un millón de toneladas. En 1943, el peligro quedaba conjurado: los alemanes sólo hundieron 3.600.000 toneladas. Entraron en funcionamiento nuevos métodos defensivos, y los submarinos germanos hubieron de enfrentarse con el radar y un sistema de localización denominado Asdic. En 1944, los aliados perderían 1.400.000 toneladas, frente a los 13.000.000 construidos en aquellos doce meses. En resumen, durante los años de guerra, su cifra de producción naval rebasó los 42.000.000 de toneladas, mientras que en el mismo período bélico los alemanes pusieron en servicio 1.150 submarinos, de los cuales 781 no regresaron a sus bases.
Es difícil imaginar el cúmulo de sacrificios callados, habituales, cotidianos, que representan estas cifras, el extraordinario valor de los marinos, las torturas sufridas entre restos de naufragios, balsas o botes de salvamento y, a veces, entre petróleo en llamas. Churchill consagra al tema algunas líneas de sus Memorias: “Lo único que realmente me causó miedo durante la guerra fue el peligro submarino. Estaba yo convencido, incluso antes de la batalla aérea, que la invasión no lograría triunfar; al contrario, nos hubiera ofrecido una excelente oportunidad para ahogar o dar muerte a nuestro enemigo en condiciones favorables para nosotros, pues, como comprendió él mismo sin duda, tales condiciones eran adversas a su causa. Era un género de combate que, dentro de las crueles circunstancias de cualquier contienda, uno podía sentirse satisfecho de haber tomado parte en él. En cambio, nuestras líneas de comunicación más vitales estaban en peligro, no sólo en los recorridos de extensos océanos, sino más especialmente en las inmediaciones de la isla. Sentía mucho mayor inquietud con respecto a esa lucha que por el glorioso combate aéreo denominado ‘la batalla de Inglaterra’.”
Stalingrado, el alamein y los desembarcos aliados
Puede afirmarse con suficientes argumentos que el vértice decisivo de la Segunda Guerra Mundial, cuando ésta cambia de signo, se halla situado cronológicamente en noviembre de 1942, época en que los soviéticos inician el cerco del ejército alemán de Stalingrado, los ingleses coronan su victoria de El Alamein y los angloamericanos desembarcan en África del Norte. Simultáneamente, alemanes e italianos ocupan militarmente la Francia de Vichy, desapareciendo incluso la facción de un gobierno sometido ya en absoluto a sus dominadores. Pese a sus elevadas pérdidas durante el invierno anterior, Hitler pudo desencadenar una nueva ofensiva apenas llegado el verano de 1942.
En mayo se entabló la batalla de Jarkov; en junio, los alemanes llegaban al recodo del Volga, y en julio se ordenaba el comienzo de la “operación Stalingrado”. También en agosto de 1942 llegaban al Cáucaso y coronaban el monte Elbruz. El dictador alemán no ignoraba el debilitamiento de sus ejércitos de tierra y de la aviación del Reich, pero confiaba en que los rusos habían agotado las últimas reservas disponibles a lo largo del invierno. Por lo demás, el objetivo del Führer era ya limitado: apoderarse de todo cuanto quedara de suministros rusos en Europa y, en particular, el petróleo del Cáucaso. En cuanto a la población civil rusa, cursó a sus jefes militares la consigna de que no debía inspirarles ningún sentimiento humanitario. Antes del otoño de 1942, las puntas extremas del avance germano llegaban a sus límites en agosto, a la cuenca del río Terek en la zona caucásica, y el 12 de septiembre a Stalingrado, junto a la curva del Volga. Una vez más, Hitler había distribuido pésimamente sus fuerzas de batalla, ya que cada una de las dos alas del dispositivo era demasiado débil para conseguir por sí sola una victoria decisiva.
A comienzos del invierno, las tropas alemanas del Cáucaso ya tenían que batirse en retirada, y el 23 de enero de 1943 los rusos recuperaban Armavir, en el Kubán. Sin embargo, el movimiento todavía se efectuó con escasas pérdidas y en buen orden en cambio, Hitler prohibió que efectuara el menor retroceso el VI Ejército, mandado por el general Von Paulus, que había llegado a Stalingrado, tropezando con una resistencia encarnizada de la población en las ruinas de la ciudad. El Führer parecía obsesionado por el deseo de tomar dicha plaza, que ostentaba el nombre de su mortal enemigo; lanzó ciegamente contra Stalingrado sus mejores tropas de choque, que tropezaron con una resistencia que asombraría al mundo y decidiría, en gran parte, el resultado de la Segunda Guerra Mundial.
Los bombarderos aéreos y artilleros, de espantoso volumen, destruyeron y arrasaron casi por entero la ciudad. Los defensores se aferraban desesperadamente a su recinto, luchando en cuevas, en parapetos, entre las ruinas, obedeciendo obstinadamente la orden de combatir hasta el último soldado y hasta la última bala. Hitler se hallaba tan convencido de su victoria, que en un comunicado anunció haber tomado la ciudad, pero a mediados de noviembre el general ruso Grigori Zukov desencadenó una contraofensiva con excelente y abundante artillería, con fuerzas superiores en número, bien equipadas, y sus hombres rompieron el frente germano al norte y al sur de Stalingrado. Al terminar el mismo mes, mediante un gigantesco movimiento de tenaza, lograron cercar a las dieciocho divisiones alemanas más selectas y recogieron una enorme cantidad de material; varios contingentes de soldados procedentes de los Estados vasallos del Reich alemán cayeron prisioneros: casi 300.000 hombres en total. Los alemanes que quedaron cercados combatieron todavía por espacio de dos meses, bajo una temperatura glacial, casi sin alimentos, mientras los rusos reducían progresivamente la bolsa así formada. El VI Ejército germano capitulé el 31 de enero de 1943: apenas quedaban 100.000 supervivientes.
La Wehrmacht acababa de experimentar su máxima derrota desde el comienzo de las hostilidades; una catástrofe que fue la pieza clave de la guerra. A partir del invierno de 1942 a 1943, los alemanes ya no recuperaron su poder ofensivo. Sus batallones más experimentados se hallaban diezmados y reducidos al último extremo. Las catástrofes experimentadas en los frentes ruso y africano minaron aún más la confianza del pueblo en el régimen nazi, y, sobre todo, en su Führer. Alemania se percataba ya de lo ficticio de sus victorias iniciales.
Cuando Hitler se enfrentaba con tropas iguales en número y se veía obligado a resolver verdaderos problemas estratégicos, demostraba lo que era: un vulgar jugador a quien había abandonado la suerte. Por lo demás, el Führer seguía negando toda evidencia, repitiendo incansablemente: “Yo he sido el único que siempre tuve razón, y nadie sino yo es apto para ejercer el mando directo de las fuerzas alemanas”.
El frente de África del Norte
No sólo en Rusia y en los mares iba cambiando el “viento dominante” hasta aquel momento, sino también en todos los teatros de operaciones de 1942 a 1943. En el desierto libio-egipcio, la suene había corrido numerosas vicisitudes. La lucha en dicha zona era una guerra de movimiento: en noviembre de 1941, los blindados ingleses penetraron en territorio enemigo centenares de kilómetros, que fueron recuperados pocas semanas más tarde por Rommel, quien se hallaba, a su vez, en mayo de 1942, a las puertas de Egipto y amenazaba Suez.
Tras el canal se abría el Cercano Oriente y sus inmensos yacimientos de petróleo, y Hitler soñaba sin dudar enlazar el África Korps con sus ejércitos del Cáucaso, y, quizás delirando, con encontrarse junto a las tropas niponas al término de una ofensiva de éstas contra la India, como no pocos fantásticos periodistas al servicio de Goebbels anunciaron y dibujaron en la prensa germanófila de aquellos días. Por su parte, el Führer se hallaba bastante preocupado con el frente ruso. En lo referente a refuerzos y abastecimientos, las tropas alemanas de África eran consideradas como de segundo orden. Además, la flota británica del Mediterráneo lograba hundir la mayoría de los transportes del Eje que pasaban por aquella zona.
Durante el verano y el otoño de 1942, los ingleses concentraron en Egipto el poderoso VIII Ejército, a las órdenes de Montgomery, que demostró ser uno de los mejores generales de la Segunda Guerra Mundial. Este emplearía los mismos métodos de Rommel e incluso aplicaría con más éxito algunos de sus conceptos logísticos. El 23 de octubre de 1942, unas 1.200 baterías del VIII Ejército desencadenaban un mortífero tiro de barrera sobre las posiciones alemanas de El Alamein, en la frontera egipcia. Por fin, los británicos tenían superioridad en todos los aspectos: en artillería, en blindados y en aviación, y, al cabo de doce días de impresionantes combates, el África Korps quedaba dislocado y perdía la mayoría de sus tanques; a pesar de las órdenes de Hitler, sólo pudo batirse en rápida retirada a lo largo de la costa de Libia. Montgomery se dispuso a perseguirle. Las fuerzas del Eje habían perdido definitivamente la iniciativa en África del Norte, sin contar con otro peligro que amenazaba a estas formaciones germanas. En efecto, en la noche del 7 al 8 de noviembre del mismo año, los angloamericanos desembarcaron en Marruecos y Argelia a las órdenes del general Eisenhower, neutralizaron o unieron a su causa a las tropas francesas allí presentes y, luego, emprendieron una ofensiva hacia Túnez con el fin de unirse a los soldados de Montgomery. Tras rudos combates, en el invierno de 1942 a 1943 los aliados consiguieron imponer su superioridad: las últimas tropas italo-germanas, acorraladas en Túnez, capitularon el 12 de mayo de 1943.
Sin embargo, no debe olvidarse que cuatro meses antes se había producido la primera gran capitulación en masa alemana: el ejército de Von Paulus ante Stalingrado. Con toda su importancia, El Alamein es una batalla periférica, que no influyó más que moralmente en el conjunto de la guerra.
El fin del fascismo italiano
En 1943, las Naciones Unidas —tal era el nombre que Roosevelt había dado a la alianza general contra el Eje— iban a explotar su éxito mediante nuevas ofensivas. Sólidamente instalados en África, los norteamericanos y los británicos llevaron la guerra al sur italiano, desembarcando en Sicilia el 10 de julio de 1943. Necesitaron un mes para conquistar la isla. La invasión y la derrota de Sicilia provocarían la caída de Mussolini. Dos complots se tramaron contra el Duce. Uno militar, monárquico y antifascista, encabezado por los generales Ambrosio y Badoglio. El otro, dentro del mismo Consejo Fascista. Dino Grandi y Ciano intentaban así salvar su situación personal ante la inevitable e inminente derrota, y, si podían, salvar al fascismo y al propio Duce, cosa que también deseaba Inglaterra, que siempre sintió gran debilidad hacia quien creía podía convertirse en dócil instrumento suyo, como lo era de Hitler y ahorrar así muchas vidas de soldados. La posición geográfica de Italia, como península mediterránea, igual que Grecia, orientaba esta predilección posible del pueblo irritado. Todo esto lo conocían bien Grandi y Ciano. El Gran Consejo Fascista, en otro tiempo dócil instrumento del Duce, se rebeló contra él, reprochándole —no sin razón, por cierto— su ligereza en la política general y en la dirección de la guerra. En la noche del 25 de julio el Consejo decidía, por 19 votos contra 7, que el dictador debía resignar todos sus poderes. Al día siguiente, Mussolini decidió visitar al rey Víctor Manuel, con el propósito de imponer una vez más sus puntos de vista, pero al salir de la entrevista fue detenido por los militares y conducido al monte Gran Sasso, en los Apeninos, donde quedó confinado. Se formó un nuevo gobierno presidido por el general Badoglio, quien declaró abolido el régimen fascista y no tardó en iniciar negociaciones secretas de armisticio con los aliados; éste se firmó el 3 de septiembre de 1943 —cuarto aniversario de la Segunda Guerra Mundial— y el 13 de octubre del mismo año el gobierno italiano declaraba la guerra a Alemania.
Los soviéticos y la Guerra aérea
Durante el verano de 1943, los alemanes experimentaron nuevas y tremendas derrotas en el frente del Este. En julio, Hitler lanzó una improcedente ofensiva, arriesgó sus últimas reservas móviles en aquel frente y permitió de este modo que los rusos emprendieran, por vez primera, una gran ofensiva de verano. Los soviéticos vencieron en el Sur, alcanzando la línea del río Dniéper, en agosto liberaron Orel, Bielgorod y Jarkov; en septiembre, Poltava y Smolensko; en otoño, recuperaron Kiev; una nueva campaña de invierno proporcionó a los soviéticos otras victorias y, en la primavera de 1944, Zukov expulsó por completo de la Rusia meridional a la Wehrmachl, franqueando a su vez las fronteras polaca y rumana.
Los rusos eran ya superiores en número y material a los alemanes, gracias a los suministros norteamericanos a través del Mar Blanco y al rendimiento de las fábricas trasladadas a los Urales el primer año de guerra. En cambio, los alemanes empezaban a tener cada vez mayores dificultades en ir cerrando, aunque fuera transitoriamente, sus múltiples brechas. Las operaciones de la Wehrmacht revestían ya un carácter de simple defensa y su actuación no era más que la prolongada retirada de un ejército diezmado, con la moral cada vez más deprimida, a pesar de que en la propaganda de Goebbels se inventaban los más fantásticos eufemismos: la retirada era “defensa elástica”; los cercos, “posiciones erizos”; los avances del adversario, simples emboscadas en las que habían caído cuantiosas fuerzas enemigas que estaban siendo cercadas y aniquiladas, etc.
Gran importancia adquiría la extraordinaria ofensiva aérea de las fuerzas aliadas contra Alemania en 1943. Esta ofensiva aérea angloamericana contra las industrias, los transportes y las ciudades alemanes, sometía a la retaguardia nazi a una terrible desmoralización, que afectaba grandemente a la producción bélica, pero ha sido muy discutida porque parecía centrarse sobre objetivos industriales más que bélicos. Los rusos pedían constantemente que aquellas fuerzas se aplicaran a abrir un segundo frente, desembarcando en Francia, cosa que les sería de más eficaz ayuda.
Ofensivas y conferencias aliadas.   La lucha en Italia
Aunque británicos y norteamericanos habían logrado asestar a los ejércitos de Hitler un grave revés con la victoria de El Alamein y el desembarco aliado en el norte de África, a finales de 1942, y con la conquista de Sicilia y del sur de la península italiana en agosto y septiembre de 1943, ello no constituía ayuda suficiente para los rusos, que luchaban encarnizadamente en el frente oriental y aniquilaban a las tropas alemanas en Kursk y en sur de Rusia. Los aliados combatían ciertamente a los alemanes en el flanco meridional de lo que la propaganda germanófila llamaba “fortaleza europea”, pero todo esto no podía constituir un auténtico “segundo frente”, y si bien en su lento avance los aliados lograban algunas conquistas más o menos espectaculares, tenían éstas más resonancia por sus nombres geográficos e históricos que por su utilidad militar práctica en el conjunto de la guerra. Los principales acontecimientos bélicos en el frente italiano en septiembre y octubre de 1943 fueron los desembarcos aliados en Calabria y Tarento y la ocupación de Nápoles. A su vez, el ejército alemán evacuó la isla de Córcega el 5 de octubre. Entretanto, el 12 de septiembre del mismo año, un comando de paracaidistas alemanes de las SS se apoderó de Mussolini, confinado en el Gran Sasso, y se lo llevaron a Munich, donde se entrevistó con Hitler tres días después. El 26 de septiembre Mussolini anunció la formación de un nuevo gobierno republicano fascista —la llamada República social— y trasladó su residencia a Saló, en la orilla occidental del lago de Garda. En la península italiana estallaron en aquellos meses de confusión dos guerras civiles simultáneas: en el Norte, los “neofascistas” perseguían a los antifascistas y a quienes consideraban “fascistas traidores”, y en el sur los antifascistas perseguían a toda clase de fascistas, fueran o no traidores a Mussolini. El dictador italiano se apresuró a disponer que los más notables miembros del Gran Consejo Fascista, que votaron en contra suya medio año antes, comparecieran ante un tribunal militar especial en Verona, entre ellos su propio yerno Ciano y el general De Bono, uno de los “cuadrumviros” de la marcha sobre Roma en 1922, y fueron fusilados el 11 de febrero de 1944. De hecho, el proceso de Verona no fue sino una venganza política. Durante la primera mitad de 1944, el avance aliado en Italia fue lento: después del desembarco de Anzio y Nettuno, al sur de la capital, se entabló la batalla de Montecassino, que duró tres meses “febrero a mayo”, y a partir de entonces comenzó el repliegue del ejército alemán en el centro de la península y la consiguiente ocupación de Roma por los aliados el 4 de junio de 1944. Paralelamente a la evolución militar, se llevaron a cabo importantes planes políticos sobre el presente y el futuro, por lo que los aliados desplegaban intensa actividad diplomática. Militares y estadistas debatían con pasión la estrategia más adecuada. Es imposible entrar en detalles acerca de estos trabajos y conversaciones, si bien cabe citar los aspectos de mayor importancia. Los rusos venían reclamando desde un principio la creación de un “segundo frente”, es decir, un desembarco aliado en la Europa occidental, pues estimaban que la presión alemana en el frente del Este sólo así quedaría eficazmente disminuida.
Pero en 1941 y en 1942, los occidentales todavía no estaban en condiciones de emprender semejante operación. Conseguido ya el objetivo que desde antes de la guerra persiguieran, de hacer gravitar el peso de la contienda en un enfrentamiento directo de rusos y alemanes, los ingleses no tenían prisa en intervenir directamente. Preferían dedicarse al bombardeo de las ciudades alemanas, prestar ayuda a los rusos por medio de los difíciles y lentos convoyes por el Ártico y por Persia, que tantos meses tardaban en llegar al frente y, cuando ya la guerra comenzó a decidirse en Stalingrado y la ofensiva rusa se iniciaba, el objetivo de Churchill era un segundo frente, pero en las penínsulas mediterráneas: los Balcanes e Italia, con el fin de adelantarse a los rusos en su progresión en Europa. La guerra en Europa debía tener prioridad absoluta porque  el enemigo más temible eran los alemanes, aunque eran muchas las personalidades americanas que exigían que los Estados Unidos consagraran sus recursos esenciales a la lucha contra el Japón.
Del 14 al 24 de enero de 1943, Churchill y Roosevelt celebraron la conferencia de Casablanca, y en ella se proyectó el desembarco en Francia para la primavera de 1944, fecha que Stalin consideró demasiado lejana. En cambio, consiguieron difícilmente ponerse de acuerdo sobre la estrategia a seguir en aquel intervalo. Churchill defendía una de sus ideas favoritas: el avance en Italia, en los Balcanes y en la Europa del Sudeste, porque, según él, dicha zona era “el bajo vientre de Europa”. Roosevelt y sus consejeros preferían, por el contrario, concentrar el grueso de las fuerzas aliadas en una ofensiva directa contra Francia, para luego, una vez asestado el golpe de gracia a Hitler, comprometer todos sus efectivos en la guerra de Extremo Oriente. La conferencia no adoptó acuerdos concretos sobre estos puntos, pero los dos dirigentes anglosajones tomaron en Casablanca una decisión muy importante, a la que pronto se sumó Stalin: la rendición incondicional que se exigía a Alemania, a Italia y al Japón, como único medio de terminar con la guerra. Del 22 al 26 de noviembre de 1943, Roosevelt, Churchill y Chian Kai-chek se reunieron en El Cairo para tratar de la guerra contra el Japón, en que se jugaba el futuro de China, Corea y la península indochina; se trató también de la creación de un organismo coordinador supremo del bloque aliado, de la campaña de Italia y del asalto a la Europa atlántica, y, por último, de la neutralidad de Turquía, por participar, desde el 3 de diciembre, el gobierno turco en la Conferencia.
Los “Tres grandes”, en Teherán y en Yalta
Los “tres grandes” —Roosevelt, Churchill y Stalin— se entrevistaron por vez primera en Teherán, entre el 28 de noviembre y el 1 de diciembre de 1943. Roosevelt y Stalin hicieron causa común frente a la estrategia europea de Churchill, declarando, ambos, que todas las fuerzas disponibles deberían emplearse en la invasión de Francia. Stalin tenía motivos para temer la teoría “del bajo vientre” de Churchill, como dilatoria del segundo frente y amenazadora para el avance ruso. A diferencia del estadista británico, Roosevelt no concedía importancia al hecho de que, entonces, los rusos fueran los que liberaran la Europa Oriental y Central. En general, el presidente norteamericano tenía confianza en los soviéticos; en cambio, parecía desconfiado ante un eventual renacimiento del imperialismo británico. En cuanto a Churchill, a diferencia de otros dirigentes occidentales, era sumamente receloso con respecto a las intenciones de Stalin para la postguerra y temía el dominio soviético en una Europa Oriental sumida en el caos a consecuencia del derrumbamiento del Reich.
Pensaba, sobre todo, con mentalidad de 1914, en una Inglaterra sólidamente afincada en sus colonias y países aliados, cuya clave estaba en el Mediterráneo oriental, con Suez, los Dardanelos y su flanco protector balcánico. La siguiente –y última- reunión de los tres estadistas tendría lugar en Yalta (Crimen, URSS) en febrero de 1945, poco antes del fallecimiento de Roosevelt,  el 12 de abril de 1945. La conferencia de Yalta fijaría, entre otros puntos, el precio de la participación rusa en la guerra contra el Japón. Anteriormente Stalin había prometido ayudar a los aliados en el Extremo Oriente, sin hablar de condición alguna, pero entonces planteaba ciertas exigencias, si bien tal ayuda era cada vez menos necesaria.
Roosevelt seguía inquieto ante los sacrificios que impondría la ofensiva final contra el Japón; aceptó el mantenimiento de la situación política en la Mongolia Exterior, convertida, de hecho, en república soviética, y la devolución a Rusia de todas las posesiones perdidas por Nicolás II como consecuencia de la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, en especial el sur de Sajalin, y, además, derechos especiales sobre el puerto de Dairen, con el acceso de la flota rusa a Port-Arthur. Los “tres grandes” decidieron igualmente que una compañía ruso-china explotase el ferrocarril oriental de China, así como la línea meridional de Manchuria. Se prometió también a Stalin que obtendría, a costa de los eventualmente vencidos nipones, las islas Kuriles, que en rigor jamás pertenecieron a los rusos.
Tales concesiones no iban sólo dirigidas contra el enemigo japonés, sino en contra del amigo y aliado que era entonces la China Nacionalista. La conferencia estableció el reparto del Reich en tres zonas de ocupación: rusa, inglesa y norteamericana, y, de estas dos últimas, se separó luego la atribuida a Francia. Stalin brindó esta concesión a Churchill, aceptando incluso que los franceses participaran también, con derecho de veto, en la comisión de control interaliado de Alemania. En cambio, se mostró intransigente acerca del problema polaco. Entre otras medidas unilaterales, los rusos habían apoyado en la Polonia liberada de los nazis (Lublín) un gobierno compuesto por comunistas y otros antiguos emigrados polacos en la Unión Soviética, ante lo cual el gobierno polaco en exilio, residente en Londres, protestó enérgicamente.
La posición del gobierno polaco de Londres era muy frágil. Los liberadores de Polonia eran los rusos, y dicho gobierno estaba formado por los residuos de aquellos militares que, al negarse a la ayuda rusa, precipitaron la entrada de los alemanes en Polonia. Siempre sostuvieron que preferían los alemanes a los rusos y cuando los alemanes montaron el ardid propagandístico de la fosa de Katyn, donde “redescubrieron” a los polacos que habían ejecutado, dicho gobierno polaco de Londres siguió la corriente y levantó gran polvareda, pidiendo que la Cruz Roja Internacional interviniese de acuerdo con los alemanes para comprobar los hechos. Por más esfuerzos que Churchill pudiera realizar a favor de aquel grupo de Londres, poco tenía que esperar ante la realidad de la ocupación material del país por los soviéticos. Stalin consiguió imponer su criterio con respecto a la frontera polaca oriental: la nueva línea trazada correspondía, casi en su totalidad, a la propuesta por el que fue ministro británico de Asuntos Exteriores, lord Curzon, después de la Primera Guerra Mundial, respetando las características étnicas de dicha zona; esta “línea Curzon” iba de Norte a Sur, pasando por la ciudad de Brest-Litovsk. Las potencias reunidas tuvieron más dificultades en llegar a un acuerdo sobre un eventual desplazamiento de la frontera occidental polaca a costa de Alemania.
El gobierno soviético la situó más al Oeste, siguiendo el curso de los ríos Oder y Neisse, con el fin de garantizar al futuro Estado polaco espacio vital suficiente, eliminar el problema del corredor, dejarle una amplia zona costera y evitar para el futuro todo resurgimiento del revanchismo alemán con sólidas fronteras. El tercer gran problema debatido en Yalta concernía a las Naciones Unidas, organización mundial que debía sustituir a la antigua Sociedad de Naciones. Las grandes potencias coincidieron respecto al órgano ejecutivo de estas Naciones Unidas, que fue llamado Consejo de Seguridad, al cual otorgaron muchos más poderes de los que tenía anteriormente el Consejo de la Sociedad de Naciones. Cada uno de los “tres grandes” deseaba disponer del derecho de veto sobre las sanciones a adoptar contra un eventual agresor, y, además, los rusos exigían el derecho de veto con carácter general. Los norteamericanos propusieron el ejercicio de este derecho según un procedimiento normal: una gran potencia que apareciera complicada en un conflicto cualquiera, no tendría veto en el Consejo de Seguridad, en caso de mediación pacífica; en todos los demás casos, del derecho de veto sería ilimitado. Los rusos aceptaron dicha propuesta.

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I. Sepúlveda
Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2004

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