HISTORIA MUNDIAL I, LECTURAS.

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

OBJETIVO DEL TEMA: QUE EL ALUMNO ANALICE EL PROCESO DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y SEA CAPAZ DE EXPRESAR UN JUICIO ARGUMENTADO ACERCA DE ELLA.

LOS PROFUNDOS CAMBIOS TECNOLÓGICOS, CIENTÍFICOS E INTELECTUALES QUE SE DESARROLLARON DURANTE EL SIGLO XVII Y XVIII FUERON BÁSICOS PARA LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA. PERO EL PROCESO NO FUE FÁCIL. EN SU MOMENTO PRODUJERON UN CHOQUE ENTRE LAS IDEAS Y LAS ACTITUDES DE LAS CLASES-ILUSTRADAS Y LAS MULTITUDES ANALFABETAS.

EN EL SIGLO XVII, LOS INTELECTUALES EUROPEOS SE ALIMENTARON DE LOS RÍOS DE LECTURA QUE EXPONÍAN LOS AVANCES DE LA CIENCIA» QUE LE PERMITEN TRASPASAR LAS FRONTERAS DE LO CONOCIDO. EVIDENTEMENTE, LA DIVULGACIÓN DE LAS OBRAS DE CIENTÍFICOS COMO ISAAC NEWTON NO ERA GARANTIA DE QUE SE COMPRENDIERAN EN PLENITUD.

LOS PENSADORES RELEVANTES DEL SIGLO XVII, NO ACEPTARON MAS EXPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LOS FENÓMENOS NATURALES. SE OPUSIERON A LA VERSIÓN METAFÍSICA DEL UNIVERSO. LOS INTELECTUALES DE LA ÉPOCA SE EMPEÑARON EN ENTENDER RACIONALMENTE LA REALIDAD CIRCUNDANTE A TRAVÉS DEL ANÁLISIS DE LA INFORMACIÓN QUE OBTENÍAN CON MÉTODO Y TÉCNICAS SISTEMÁTICAS.

LAS MATEMÁTICAS Y LOS INSTRUMENTOS DE PRECISIÓN FUERON UTILIZADOS EN LAS INVESTIGACIONES. UN EJEMPLO CONCRETO FUE EL TELESCOPIO. INVENTADO EN 1608 POR HOLANDESES, DIVULGADO DESPUÉS POR GALILEO, DEMOSTRÓ LA LEGITIMIDAD DEL SISTEMA CÓSMICO QUE HABÍA PRESENTADO COPERNICO. LA TIERRA NO ERA EL CENTRO DEL UNIVERSO, SINO QUE ELLA GIRABA EN TORNO AL SOL.

EN ESE MARCO DE DESARROLLO DE LA CIENCIA DEL SIGLO XVII, LOS AVANCES EN EL SIGLO SIGUIENTE SE SITUARON EN LA TECNOLOGÍA.

INGLATERRA, DURANTE EL SIGLO XVIII, EXPERIMENTO GRANDES CAMBIOS. LA TIERRA FUE CERCADA, LAS ALDEAS SE TRANSFORMARON EN CIUDADES CRECIENTEMENTE POBLADAS. AUMENTARON PERMANENTEMENTE LA CHIMENA DE LAS FABRICAS, SE AMPLIARON LAS CARRETERAS. SE UNIERON NUEVAS TIERRAS A TRAVÉS DE LA VÍA MARÍTIMA. SE CONSTRUYERON FERROCARRILES Y BUQUES DE VAPOR. ¿A QUE OBEDECIERON ESOS CAMBIOS RADICALES Y QUE IMPACTO TUVO EN LA SOCIEDAD?.

JüRQEN KUCZYNSKY EXPRESA QUE:

«NO HAY QUE CREER QUE LOS HOMBRES LLEGAN DE IMPROVISO A INVENTAR LAS MAQUINAS. YA EN LA ANTIGÜEDAD SE HABÍAN OCUPADO DE LA CONSTRUCCIÓN DE MAQUINAS, Y TAMBIÉN BAJO EL FEUDALISMO Y EL PRIMER CAPITALISMO HUBO QUIENES LAS CONSTRUYERON. PERO EN ESAS ÉPOCAS SOLO SE LLEGABA A LA CONSTRUCCIÓN DE JUGUETES INSERVIBLES. INSERVIBLES NO POR DEFECTO TÉCNICO, SINO PORQUE LA DEMANDA DE MERCANCÍAS ERA EXIGUA O PORQUE LAS DEBÍAN UTILIZAR HOMBRES INEXPERTOS, ESCLAVOS, O SIERVOS DE LA GLEBA. AHORA EN CAMBIO, EN INGLATERRA, LA NECESIDAD, LA DEMANDA DE MERCANCÍAS HABÍA CRECIDO ENORMEMENTE Y EXISTÍAN TAMBIÉN TRABAJADORES LIBRES ASALARIADOS A QUIENES CONFIAR LAS MAQUINAS-, DE AHÍ QUE EN ESE PAÍS -CASI EXCLUSIVAMENTE EN ÉL Y NO EN LA FRANCIA Y LA ALEMANIA FEUDALES- SE DESARROLLÓ UN INTERÉS EXTREMADAMENTE VIVO POR EL DESCUBRIMIENTO Y LA UTILIZACIÓN PRACTICA DE MAQUINAS» (KUCZYNSKY, 1961, P. 220)

LA POBLACIÓN CRECIÓ, SOBRE TODO LA INFANTIL Y JUVENIL. SE OBSERVO UN DESPLAZAMIENTO DE SUR A NORTE, Y DEL ESTE AL NORTE. INGLATERRA FUE POBLADA CON IRLANDESES Y ESCOSESES. ESOS HOMBRES Y MUJERES, NACIDOS EN EL CAMPO, SE HACINARON EN LAS GRANDES URBES. EL PAGO POR EL TRABAJO QUE DESEMPEÑARON FUE PRODUCTO DE SU INCORPORACIÓN A LA FÁBRICA. SE ESPECIALIZÓ EL TRABAJO, SURGIERON NUEVAS HABILIDADES LABORALES. TRABAJO INFANTIL, FEMENINO, EXPLOTACIÓN EXCESIVA DE LA FUERZA DE TRABAJO MASCULINA, JORNADAS LABORALES DE ENTRE 12 A 18 HORAS, FUERON LOS EFECTOS DE LA NUEVA DINÁMICA SOCIAL.

HUBO NECESIDAD DE ENCONTRAR NUEVAS FUENTES DE MATERIAS PRIMAS, DE NUEVOS MERCADOS Y, POR TANTO, DE NUEVOS PROCEDIMIENTOS EN EL COMERCIO. EL CAPITAL FUE EN AUMENTO CONSTANTE. EN LOS NEG0CIOS EL ESTADO VINO A DESEMPEÑAR UN PAPEL MENOS ACTIVO, MIENTRAS QUE CRECÍA EL DEL INDIVIDUO. LOS HOMBRES YA NO VEÍAN EL CAMINO RECORRIDO, AHORA SE PREOCUPARON POR EL QUE TENDRÍAN QUE RECORRER. MODIFICARON ENTONCES SU MANERA DE CONCEBIR A LA NATURALEZA Y SU VALOR ACERCA DEL FIN DE LA VIDA SOCIAL.

ES PERTINENTE UNA OBSERVACIÓN! TODOS LOS CAMBIOS CUALITATIVOS PRESENTADOS DURANTE LA ÉPOCA FUERON EL RESULTADO DE UN PROCESO LENTO INICIADO VARIOS SIGLOS ANTES. EN EL ESTUDIO DE T. S. AHSTON, SE AFIRMA CON RAZÓN QUE:

«EL TERMINO «REVOLUCIÓN IMPLICA UN CAMBIO REPENTINO QUE NO ES, EN REALIDAD CARACTERÍSTICO DE LOS PROCESOS ECONÓMICOS. EL SISTEMA DE RELACIÓN HUMANA LLAMADO CAPITALISMO, SE ORIGINÓ MUCHO ANTES DE 1760, Y ALCANZÓ SU PLENO DESARROLLO MUCHO DESPUÉS DE 1830…» <ASHTON, 1988, 10)

ASHTON AFIRMA QUE UNA CARACTERÍSTICA ESENCIAL DEL PERIODO HISTÓRICO DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL ES EL CRECIMIENTO VELOZ DE LA POBLACIÓN. TOMADO DEL NUMERO DE BAUTIZOS Y DEFUNCIONES:

«ENTRE LA  SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII Y DE LA PRIMERA  DEL XIX» LA POBLACIÓN AUMENTO ENTRE UN 50 Y 60%.» <IDEM) POR TANTO,  SE AFIRMA  QUE LA  FECUNDIDAD  FUE  ALTA  Y CONSTANTE DURANTE  LA REVOLUCIÓN  INDUSTRIAL. ASHTON  AGREGA QUE: “EL  DESCENSO EN EL NUMERO DE MUERTES FUE EL FACTOR CLAVE DEL CRECIMIENTO POBLACIONAL.

«DURANTE LAS PRIMERAS CUATRO DECADAS DEL SIGLO XVIII, LA COSTUMBRE DE ABUSAR DE GINEBRA BARATA ASI COMO INTERMITENTES PERIODOS DE HAMBRE Y ENFERMEDADES COBRÓ MUCHAS VIDAS…MUCHAS INFLUENCIAS ACTUABAN PARA REDUCIR EL ÍNDICE DE MORTALIDAD. AL INTRODUCIRSE EL CULTIVO DE TUBÉRCULOS, SE PUDO ALIMENTAR A MAS GANADO DURANTE LOS MESES DE INVIERNO, Y ASI, SURTIR DE CARNE FRESCA DURANTE EL AÑ0. LA SUSTITUCIÓN DE CEREALES INFERIORES POR EL TRIGO, Y EL AUMENTO EN EL CONSUMO DE LEGUMBRES, AUMENTÓ LA RESISTENCIA CONTRA LAS ENFERMEDADES. NIVELES MAS ALTOS DE LIMPIEZA PERSONAL, AUNADOS A MAS JABÓN Y ROPA INTERIOR DE ALGODÓN BARATO, DISMINUYERON LOS PELIGROS DE INFECCIÓN» (ASHTON). LA CONSTRUCCIÓN DE VIVIENDAS DE LADRILLO O PIEDRA, LA SUPRESIÓN DE  MANUFACTURAS DOMÉSTICAS  CAMPESINAS,  LAS  CALLES PAVIMENTADAS Y CON DRENAJE, EL DESARROLLO DE LA MEDICINA Y HOSPITALES, LA DESTRUCCIÓN DE LA BASURA Y EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS, GENERARON UN AMBIENTE RESISTENTE A LAS EPIDEMIAS QUE TANTA MERMA EN LA POBLACIÓN HABÍAN PROVOCADO ANTES.

ASI, NOS PARECE QUE ASHTON TIENE RAZÓN AL ANALIZAR A LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL, COMO UN HECHO HISTÓRICO QUE SE PRESENTA EN LA FABRICA, PERO ADEMÁS EN LA AGRICULTURA, EN LOS SISTEMAS DE COMUNICACIÓN, EN LA POBLACIÓN, EN EL COMERCIO, EN LAS FINANZAS, EN LA ESTRUCTURA SOCIAL, EN LA EDUCACIÓN Y EN LOS NUEVOS VALORES EN EL HOMBRE QUE SURGEN CON ELLA.

ENTONCES LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL INGLESA, AFECTÓ A AMPLIOS SECTORES DE LA POBLACIÓN. CIEN MIL TEJEDORES A MANO, SE VEN DESPOJADOS GRADUALMENTE DEL ALIMENTO Y DEL PROPIO TRABAJO AL COMPETIR CON LA MÁQUINA. LA VIVIENDA, SI BIEN ES MEJORADA, NO TODOS TIENEN ACCESO A ELLA.


 


 

 

HUBERMAN, Leo. Nosotros el pueblo. Historia de los Estados Unidos. Ed. Nuestro Tiempo, México. 1977. pp. 61-118.


capítulo IV MELAZAS Y TE


Y buenos motivos tenían para ello. Habían repelido el ataque de los indios toda su vida; habían visto a sus amigos y parientes morir a manos de estos mismos in­dios; acababan de salir de una guerra que se había pro­longado siete largos años, a fin de poder correrse más allá de las montañas y tomar una parcela de las fér­tiles tierras que allí había y ahora se les decía que ese feraz suelo no quedaba abierto’ para ellos, que había que reservarlo precisamente para los mismísimos salvajes que siempre habían sido sus más encarnizados enemigos.

También a los traficantes de pieles golpeaba la ley. Hasta ese momento habían llevado a cabo un fructífe­ro negocio con los indios, y ahora se les notificaba que ya no podrían comerciar sin una licencia, que sus operaciones debían realizarse en un puesto militar donde pudieran supervisarse.

Los especuladores en tierras resultaban, a su vez, per­judicados por la Proclamación. Habían formado grandes compañías que habían conseguido adquirir muchos acres de terreno del otro lado de las montañas, esperando venderlos cuando se trasladara allí un mayor nú­mero de personas y el precio se elevara. Aparecía ahora la ley que prohibía la concesión de tierras o el estable­cimiento de poblaciones más allá de las montañas. Es fácil percibir por qué los especuladores en tierras, los traficantes de pieles y los nuevos colonos se encontra­ban tan intensamente perturbados por la Proclamación de 1763, del rey de Inglaterra.

Todas las poblaciones enclavadas sobre la franja que se extendía a lo largo de la costa, comenzando por Jamestown en 1607, habían sido fundadas sobre territorio reivindicado como suyo por Inglaterra,. (Los holan­deses habían reivindicado y fundado Nueva York, pero en 1664 les fue quitada por los ingleses). Massachusetts, Virginia, Pennsylvania, Nueva Jersey, todas ellas, hasta la última de las trece, eran «colonias» de Inglaterra. Esa pequeña isla, apenas al margen de la costa occidental de Europa, había creado una marina sumamente fuerte y efectuaba conquistas en todas partes. En el uni­verso entero comenzaba a hacerse sentir el poder de Inglaterra. Las islas antillanas, Gibraltar en Europa, partes de la India en Asia, también constituían colonias de la madre patria: Inglaterra. En 1700, el Imperio Británico ya configuraba una organización mundialmente extendida.

¿Pero, por qué entablaba Inglaterra guerra tras gue­rra con otros países, a fin de conseguir más y más co­lonias? ¿Qué valor tenían éstas para ella? ¿Cuál era la ventaja de construir un imperio cada vez más grande?

En aquella época, mucha gente creía que los países eran ricos o pobres, de acuerdo con la cantidad de oro y plata que poseyeran. Una forma de adquirir esos me­tales preciosos consistía en ser lo bastante afortunado como para descubrir nuevas tierras habitadas por sal­vajes, que supiesen dónde yacían las minas y que pu­dieran ser persuadidos, por la fuerza si resultaba nece­sario, entregar lo que hubieren encontrado. Los españo­les habían puesto con gran éxito este método en prác­tica en Sudamérica. Pero ni siquiera los indígenas podían localizar filones todos los días, de manera que era menester hallar un procedimiento mejor y más seguro. La solución del problema parecía residir en la venta de mercaderías. Mientras un país realizara ventas sosteni­das, el dinero entraría constantemente. Pero Inglaterra no fue la única nación a la que se le ocurrió esta idea. España, Holanda y Francia pensaron lo mismo y naturalmente todas ellas quisieron vender, vender, vender. Pero si el único interés de todas ellas era vender, el plan no marcharía. Había que encontrar algún mercado. La respuesta residía en más y más colonias. Que la metró­poli fuese el corazón del Imperio y cada colonia el mer­cado para sus mercancías.

Las colonias también podían servir otro propósito. Había cosas que toda metrópoli debía comprar. Lamen­tablemente sería que, en pago de estas mercaderías adquiridas, saliese oro de la madre patria. Pero si las colonias estaban en condiciones de suministrar las mate­rias primas que la metrópoli necesitaba, entonces el oro nunca tendría que abandonar el Imperio, para hacer rico a otro país rival, a su vez sede principal de colonias. La treta radicaba, por consiguiente, en edificar un fuer­te imperio compuesto de metrópoli y colonias, un im­perio que se bastara a sí mismo, que no tuviese que de­pender para nada de países extraños. Cabe comparar este sistema a una rueda cuyo eje era la metrópoli, sien­do la función de ésta elaborar cosas con destino a las colonias situadas en el calce, las cuales, a su turno, pro­ducían materias primas que enviaban a la madre patria. Los rayos de la rueda venían a ser las rutas comerciales, con la larga línea de naves que transportaban las mercaderías hacia y desde la metrópoli y las colonias.

Magnífico designio con un propósito bien claro: en­riquecer a la metrópoli. Pero, según fácilmente puede apreciarse, el proyecto sólo andaría si el comercio de las colonias estaba bajo el control de la metrópoli. Esto tenía suma importancia.

En los siglos XVII y XVIII, integraban el Parlamento inglés los ricos terratenientes, mercaderes y manufactureros. Des­de luego que creían en el esquema de la relación metrópoli-colonias, delineado más arriba. Una de sus comisiones, la que constituían los lores Comisionados del Comercio y Plantaciones, había informado que «el gran objetivo de la co­lonización en el continente de Norteamérica ha sido me­jorar y extender el comercio y manufacturas de este reí no». El Parlamento se hallaba profundamente convencido de lo antedicho. Por lo tanto, en el lapso de los 156 años transcurridos de 1607 a 1763, había aprobado una serie de leyes concebidas a los efectos de controlar el tráfico comer­cial de las colonias, para ventaja de la metrópoli.

Un grupo de leyes disponía que todas las mercaderías (con unas pocas excepciones) que fuesen remitidas a las colonias desde Europa o Asia, debían pasar primero por Inglaterra, para ser reembarcadas luego. Ello evitaría el comercio directo entre las colonias y países extran­jeros.

Paño    holandés. . .—a    Inglaterra. . .—a América.

en vez de Paño      holandés. . . —directamente. .. —a

América.

En forma semejante, ciertos productos coloniales, como el tabaco, arroz, índigo, mástiles, trementina, brea, al­quitrán, pieles de nutria, lingotes de hierro y unos cuantos otros (la lista creció con el tiempo), debían ser en­viados exclusivamente a Inglaterra. Otros productos po­dían mandarse a cualquier parte. Los ingleses querían para sí los productos nombrados, pero les era material­mente imposible emplear íntegramente la cantidad que las colonias aportaban. Su voluntad era, no obstante, te­ner aferrado este comercio colonial y, entrar de ser po­sible en él granjeándose así un beneficio.

tabaco de Virginia — a mercader inglés — a fabricante francés de rapé

en vez de tabaco de Virginia — directamente. . .— a fabricante francés de rapé.

 

Algunas de las Antillas pertenecían a Francia y otras a Inglaterra. Las islas francesas estaban en condiciones de producir azúcar y melazas a menor precio que las islas sujetas al dominio británico. Las colonias comerciales de la lonja norteamericana, realizaban gran número de transacciones con las islas antillanas. Las melazas tenían para ellas especial importancia pues las empleaban en la elaboración del ron. Esta bebida, a su vez, hallaba aplicación en el tráfico de esclavos, en el de pieles y en el negocio de la pesca. (En aquellos días, era costumbre adjudicar a los marinos una cuota diaria de ron.) Como es natural, las naves de Nueva Inglaterra y de las Colo­nias del Centro, comerciaban con aquellas islas en las que pudieran adquirir melazas más baratas. Pero, según la idea del Imperio, debían llevar a cabo su comercio con las islas británicas. En consecuencia, el Parlamento aprobó en 1733, el «Acta de las Melazas», la cual dis­ponía el pago de pesados impuestos sobre toda el azúcar y todas las melazas importadas a las colonias. (Diremos de paso, que 74 miembros del Parlamento eran a la sa­zón propietarios de plantaciones en las Indias Occiden­tales británicas.)

melazas francesas — más baratas que melazas británicas — para el habitante de Nueva Inglaterra pero melaza francesa –(- pesados impuestos se torna más cara que melazas británicas para el habitante de Nueva Inglaterra)

Los colonos tenían prohibido manufacturar gorras, sombreros, artículos de lana o de hierro. Todos los materiales requeridos por este tipo de mercaderías estaban al alcance de la mano; sin embargo, se esperaba de los colonos que enviasen las materias primas a Inglaterra donde serían manufacturadas y que las comprasen luego bajo la forma de artículos ya fabricados. Los fabricantes ingleses, interesados en la elaboración de mercaderías, no tenían el propósito de permitir la competencia dima­nada de sus propias colonias.

Materias primas coloniales. . .   — a Inglaterra, manufacturadas allí… — vueltas a enviar a América vez  de Materias primas coloniales. . .   — manufactu­radas en América

A fin de asegurar que el comercio del Imperio fuese manejado por buques del Imperio, otro grupo de leyes, las Actas de Navegación, sancionadas en fecha tan temprana como el año 1651, establecía que todas las mercaderías trasladadas a y desde las colonias, debían transportarse en buques ingleses o coloniales, tripulados principalmente por marineros ingleses o coloniales. Los holandeses, riva­les sumamente activos de Inglaterra en el negocio de fletamento, quedaban así excluidos de toda transacción del Imperio:


Barco francessswees. . . Barcos holandeses. . .
— ¡ Pared del Imperio — ¡Prohibida la entrada!


Si se examinan las leyes antedichas es fácil observar qué cuidado ponía el Parlamento en la construcción de un poderoso imperio comercial, en el que la metrópoli, Inglaterra, se asignara la mejor parte. Sir Francis Bernard, gobernador real de Massachusetts, delineó muy claramente el esquema global, diciendo: «Los dos gran­des objetivos de Gran Bretaña respecto del comercio americano, deben ser: 1) obligar a sus súbditos ameri­canos a tomar exclusivamente de Gran Bretaña todas las manufacturas y mercaderías europeas de la que ésta puede proveerlos. 2) Regular el comercio exterior de los americanos de manera que los beneficios que éste deven­gue puedan finalmente centrarse en Gran Bretaña, o ser aplicados al mejoramiento de su imperio.»

Todo parecía muy de color de rosa, para la metró­poli. Empero, por desgracia, los colonos no eran genero­sos al punto de pensar que las colonias existían mera­mente en obsequio de la metrópoli, sosteniendo, por el contrario, que existían para beneficiar a sus pobladores.

Los habitantes de las colonias no habían cruzado tres mil millas de océano con la finalidad de colaborar en la creación de un imperio. No habían luchado con indómi­tos pieles rojas, no habían padecido hambre, trabajado duro y parejo en la creación de hogares, para que el pueblo de Inglaterra resultara favorecido. Jamás había cruzado su mente una idea parecida. Habían venido por­que querían ayudarse a sí mismos, de un modo u otro. ¿Entonces, por qué no habían chocado Inglaterra y los colonos durante el periodo comprendido entre los años 1607 y 1763? Ambos pueblos estaban en desacuerdo en lo tocante a la razón misma de la existencia de las colo­nias, sin embargo, las cosas no habían llegado a su cul­minación hasta 1763. ¿Por qué?

Pues, a raíz de que leyes dictadas no significaban nece­sariamente leyes obedecidas. Algunas de las leyes comer­ciales sancionadas por el Parlamento beneficiaban a los colonos. A éstas las acataron. Otras perjudicaban sus bolsillos. Las obedecieron sólo en parte o las desconocie­ron enteramente. Los norteamericanos de hoy siguen las huellas de sus antepasados de las colonias. Continúan haciendo caso omiso de las leyes que no merecen el bene­plácito popular,. Es una vieja costumbre norteamericana.

La ley que establecía el transporte de mercaderías del Imperio en buques ingleses o coloniales, favorecía a los colonos. Les permitía construir embarcaciones y trasla­dar mercaderías sin tener que competir con las naves de los países extranjeros que les llevaban ventaja. Por su­puesto que también ayudó a crear una poderosa marina británica. Pero los colonos necesitaban la protección de una flota bien pertrechada. En aquellos días, el océano no era la pacífica ruta de hoy. Aun en tiempos de paz, los navíos coloniales corrían el riesgo de ser capturados, por corsarios españoles o franceses o por las muchas em­barcaciones piratas que infestaban los mares. Ello impli­caba no sólo que la nave y su cargamento fueran roba-idos, sino también que sus tripulantes corrieran la suerte de ser muertos o convertidos en esclavos. Los piratas berberiscos, en el sur mediterráneo de Europa, eran par­ticularmente peligrosos. La Armada Británica había, no obstante, combatido a estos piratas, obligándolos (con el auxilio de presentes que costaban alrededor de … $3 00 000 anuales*) a convenir que dejarían en paz a los buques del Imperio Británico. Los veleros coloniales en­cargados de transportar trigo, harina y pescado a los puertos del Mediterráneo, recibían pases del Almirantaz­go británico. Los barcos en posesión de tales pases, no eran tocados por los piratas, quienes les permitían seguir libremente su camino. Los buques que, en número de ochenta a cien, realizaban regularmente transacciones comerciales en el Mediterráneo, tuvieron que contar con esta protección o no habrían podido continuar.

Además, cada vez que la Armada británica salía ven­cedora en otra conquista y se agregaban nuevas colo­nias, esto representaba más lugares a donde los barcos coloniales podían comerciar, sin competencia de extra­ños. Los colonos agradecían profundamente, desde luego, estos beneficios. Las leyes que los ayudasen de esta forma merecían ser obedecidas.

El asunto del gravoso impuesto sobre el azúcar y las melazas importadas de las Antillas foráneas, constituía algo enteramente distinto. Los mercaderes coloniales pa­gaban, del 25 al 40 por ciento menos, por las melazas francesas que por las británicas. El impuesto los compe­lía a adquirir el producto de precio más elevado. Había una manera de salir del atolladero y muchos mercaderes coloniales la adoptaron.

El contrabando. Algunos de los comerciantes más sóli­dos de las colonias (lo mismo sucedió en Inglaterra) se convirtieron en contrabandistas. Más de una fortuna colonial dependió de este comercio prohibido. Dada la generalidad con que se hacían entrar las melazas extran­jeras sin pagar derechos el contrabando no se consideraba delito. «De los 14 000 toneles de melaza importados anualmente a Rhode Island, 11 500 provenían de las Antillas extranjeras, sin pagar derecho alguno. De los 15 000 toneles importados de Massachusetts en 1763 todos, salvo 500, procedían de las islas extranjeras.»1

El contrabando no ofrecía dificultad. Las colonias dis­taban tres mil millas de Inglaterra; su litoral marítimo era largo e irregular; los funcionarios británicos se carac­terizaban por su indolencia; los agentes aduaneros con la misión de vigilar las actividades de los contrabandis­tas, o bien mantenían los ojos cerrados o bien los abrían lo suficiente para ver algún obsequio destinado a su persona.

Los colonos no se detenían a considerar los medios que coadyuvarían al crecimiento del Imperio Británico o que facilitarían la prosperidad de los mercaderes ingleses o de los propietarios de plantaciones en las Indias Occidentales británicas. Tan sólo les interesaba enriquecerse ellos mismos. Si el acatamiento a las leyes del Imperio no les impedía hacer fortuna, santo v bueno. Si, a fin de hacer fortuna, había que transgredir leyes del Impe­rio, pues bien, era preferible agujerear las leyes inglesas y no las faltriqueras norteamericanas,.

Siendo dable lucrar con el comercio llevado a cabo en tiempos de paz con las islas francesas, aún más dinero podría hacerse en tiempos de guerra, y los mercaderes del Norte aprovecharon la oportunidad. Mientras el Im­perio británico libraba una lucha a muerte en la Guerra de Siete Años, mientras los soldados coloniales comba­tían lado a lado con los británicos a franceses y pieles rojas, los buques coloniales acarreaban presurosamente a las Antillas de sus contrarios, aprovisionamientos deses­peradamente necesitados por sus habitantes. En el curso de un conflicto bélico, se acostumbra que los bandos enfrentados canjeen prisioneros. Los veleros coloniales obtenían pases de los gobernadores respectivos, que les con­ferían el derecho de dirigirse a las colonias francesas, a efectos de un intercambio de prisioneros. A menudo estas «banderas de tregua» (denominación popular que reci­bían tales embarcaciones), transportaban unos cuantos prisioneros franceses y gran cantidad de abastecimientos. La Armada británica procuraba sitiar por hambre a los franceses; los barcos coloniales atravesaban, no obstante, ?u bloqueo, cargados de víveres para el enemigo. James Hamilton, gobernador de Pennsylvania, escribió que en 1759 y 1760 «un grupo muy numeroso de los principales mercaderes de Filadelfia se dedicaba a este comercio con ‘as Antillas francesas». La Guerra de Siete Años quizá hubiese durado sólo cinco si los colonos no hubieran ayu­dado a alimentar al enemigo.

Para las gentes que creían sinceramente en el Imperio Británico, Francia era enemiga ya fuere en la India, Europa, Norteamérica o las Antillas. Pero, en el sentir de los colonos, la Francia del Canadá y de la región al oeste de los Montes Apalaches era, sí, una odiada adversaria v estaban dispuestos a colaborar para aplastarla; en cam­bio la Francia de las Indias Occidentales brindaba un lugar capaz de proveer la continuación de un fructífero comercio. Los colonos no experimentaban hondo interés por el Imperio Británico. No se consideraban ingleses, ni siquiera americanos. Un colono se tenía a sí mismo por virginiano o neoyorquino u oriundo de Massachusetts. Las colonias no constituían un país unificado; eran trece países. Estaban celosas unas de otras y continuamente surgían reyertas.

A veces discutían en lo relativo a los límites, otras acer­ca de la competencia comercial. Cuando la metrópoli solicitaba algo de ellas, era muy corriente que pasaran la responsabilidad a las demás. Cada colonia solía espe­rar hasta ver cuánto hacían las otras, y todas procuraban no esforzarse más que la que acusaba mayor morosidad. Era muy difícil conseguir que actuasen juntas, aun frente al enemigo común: los franceses o los indios.  Así en el otoño de 1763, se produjo un serio levantamiento indí­gena cuyo cabecilla fue el jefe indio Pontiac. Amherst, comandante en jefe del ejército británico de la zona, pidió a Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Vir­ginia que suministrasen tropas. Nueva York respondió que cumpliría su parte, únicamente si se solicitaba la ayuda de Nueva Inglaterra. Nueva Jersey siguió el ejem­plo de Nueva York. En vista de que no se proporcionar ron suficientes soldados, Gage, comandante en jefe que seguía en autoridad a Amherst, requirió finalmente la colaboración de las colonias de Nueva Inglaterra. Massachusetts negó la suya, no hallándose dispuesta a reci­bir órdenes de Nueva York. Nueva Hampshire la imitó porque Connecticut y Massachusetts no habían aportado su contribución. Rhode Island rehusó colaborar. Por últi­mo, Connecticut consintió en reclutar un reducido cuer­po de soldados. Virginia cubrió su cuota. Nueva York reunió algo más de la mitad de las tropas deseadas y Nueva Jersey acordó proveer trescientos soldados en vez de los seiscientos pedidos. Entre tanto, la lucha contra Pontiac proseguía.

Los comandantes militares británicos estaban enfure­cidos por la necesidad de rogar a los colonos que sumi­nistrasen tropas, cuando tenían que haber podido obli­garlos a ello. Pero los colonos no se hallaban dispuestos a aceptar órdenes fácilmente. Habían logrado amplia práctica en materia de querellas con los británicos, sur­gida de sus muchas disputas con los gobernadores reales. A pesar de que el Parlamento británico dictaba la legis­lación de comercio relacionada con sus posesiones norte­americanas, la mayoría de las demás leyes que regían las diferentes colonias, eran creadas por sus propios habi­tantes. Cada colonia elegía su grupo privativo de legisladores. Por añadidura, el rey nombraba un gobernador real con autoridad sobre todas las colonias, excepto Rhode island y Connecticut, a efectos de que interviniese en a formulación de las leyes. Se producían frecuentes altercados entre los legisladores coloniales y el gobernador real.  Aquéllos pensaban en primer lugar en  los colonos, éste ante todo en Inglaterra y el Imperio. Los colonos pretendían alguna cosa determinada, el gobernador real a vetaba con su negativa. El gobernador real se propo­nía algo en particular, los colonos se oponían a ello. En gran parte de los casos, los colonos salían con la suya, principalmente porque de sus bolsillos se extraía el esti­pendio del gobernador real. Si éste no se comportaba como era debido, su dieta era retenida o se le reducían los honorarios. Los colonos tenía la sartén por el mango. Cayeron, poquito a poco, en el hábito de hacer su voluntad. Estas cuestiones con los gobernadores reales, repre­sentantes del gobierno británico en Norteamérica, les infundieron la experiencia necesaria para no ceder un ápice de lo que, a su juicio, era derecho propio.

Desde 1607 hasta 1763, estas trece celosas colonias sostuvieron trece disputas separadas con la madre pa­tria. Pero, en cada caso, la discusión obedeció a iguales motivos. Cada veinte años las colonias duplicaban su población. El comercio y la agricultura coloniales cre­cían tremendamente. Los colonos querían expandirse y en todas partes tropezaban con el control británico, cuyo propósito era favorecer a la metrópoli o al Imperio. En razón de encontrarse a tres mil millas de distancia de Inglaterra; de que, en muchos casos, habían emigrado a América para escapar de las costumbres o leyes europeas que los molestaban o les impedían ganarse la vida decentemente; a causa de que, una vez aquí, habían apren­dido a cuidar de sí mismos, a pesar de las tentativas de ingerencia de los gobernadores reales; de que se habían ido habituando a quebrantar aquellas leyes del Im­perio que les desagradaban; en virtud de todas estas cosas, los colonos se habían tornado progresivamente más independientes. Mientras que Inglaterra consideraba que las colonias existían en obsequio suyo, éstas pensaban que existían en interés de ellas mismas.

Sin embargo, hasta 1763 habían estado contentas de seguir formando parte del Imperio. Hasta esa fecha, muy pocos colonos habían pensado en separarse de Inglaterra. Pero el 4 de julio de 1776, trece años más tarde, Norte­américa dijo categóricamente: Ya no queremos pertene­cer a vuestro Imperio. Nos gobernaremos nosotros mis­mos. ¿Qué había sucedido?

Por espacio de siete años, Inglaterra había estado em­peñada en una feroz guerra con los franceses. La cesación de la lucha había aportado a su Imperio un tremendo aumento territorial. Más islas en las Indias Occidentales, toda la región que se extendía desde los Apalaches al Mississippi (excepto Nueva Orleáns en la desembocadura de este río), todo el Canadá; tales las enormes posesiones agregadas a sus colonias americanas. Todo ello resultaba impresionante en grado sumo, pero requeriría muchísima atención. Habría que velar por el nuevo territorio y esto insumiría grandes sumas de dinero. Los contribu­yentes británicos se quejaban ya del elevado costo de las repetidas guerras de Inglaterra, de modo que había que solucionar el problema de alguna manera. Al propio tiempo, también urgía resolver la cuestión del contra­bando que tenía lugar en las colonias. Y había, además, que tomar medidas para mantener tranquilos y satisfe­chos a los indios, a fin de que su tráfico de pieles no fuese concedido a los franceses, con quienes se hallaban en amistosos términos. En opinión de los miembros del Parlamento, era evidente que la autoridad de Inglaterra había perdido firmeza en sus colonias americanas y que el lazo de unión con el Imperio debía apretarse.

Los indios habían experimentado alarma ante el mo­vimiento de los colonos en dirección oeste. Excitados por los franceses, estaban constantemente en pie de guerra. Los traficantes de pieles procedentes de las colonias, en muchos casos componían una deshonesta pandilla de bribones insatisfechos con las ganancias que podían obtener honradamente. Hacían uso del ron para emborrachar a indios y luego los estafaban. El tráfico de pieles interesaba sobremanera a los ingleses, de modo que quisieron tener contentos a los indios. Por lo demás, también venía impedir que los colonos se alejasen demasiado la costa, a lugares donde se pusieran fuera del alcance del gobierno británico. Y, si cabía la posibilidad beneficiarse cuando se valorizaran las tierras del oeste los ingleses querían ser dueños de una amplia participación.

La Proclamación de 1763 fue la contestación a todo o. El Parlamento no tenía intención de vedar a los colonos para siempre el traslado allende las montañas; plan era formalizar la paz con los indios hasta que el tráfico de pieles pudiera controlarse. Probablemente volvería a permitirse, en el plazo de unos cuantos años, el movimiento hacia el Oeste. Pero la Proclamación no lo aclaraba y los pobladores del Oeste, los traficantes coloniales de pieles y los miembros de las compañías de bienes raíces se impacientaron. La Proclamación les hizo sentir que habían sido engañados. Ardían de furia contra los ingleses.

Mientras duró la Guerra de Siete Años, los negocios fueron excelentes en las colonias. Los franceses, bajo la imperiosa necesidad de provisiones, estaban preparados a pagar altos precios por ellas; el ejército británico que operaba en Norteamérica significaba muchísimas bocas para alimentar. Como resultado de ello, los agricultores y plantadores norteamericanos extendieron sus establecimientos, dando a la venta todo lo que cultivaban con gran aumento de precio. Los comerciantes minoristas acrecentaban sus existencias en vista de que vendían sus mercaderías con pingües ganancias. Los buques mercantes efectuaban transacciones inmensamente provechosas. Muchas personas amasaron fabulosas fortunas de la noche la mañana. El dinero era fácil de conseguir y la gente se acostumbró a vivir en forma mucho más rumbosa que antes. Pero, como siempre ocurre, esta prosperidad apa­rente, de tiempos de guerra, no duró. Sobrevino el de­rrumbe al finalizar las hostilidades en 1763. El ejército fue licenciado, los franceses dejaron súbitamente de com­prar y los precios decayeron. Los mercaderes, los agri­cultores y los pequeños comerciantes se encontraron aba­rrotados de mercaderías, mientras los precios bajaban bruscamente. Los trabajadores fueron despedidos. La épo­ca no podía ser peor. Era el momento preciso de tras­ladarse al Oeste y recomenzar una nueva vida. Pero se interponía el obstáculo de la Proclamación, esa odiada ley inglesa. Desde luego que, pese a ella, mucha gente se marchó —tratábase de un movimiento demasiado poderoso para que ninguna ley lo detuviera—, pero de todas maneras, los colonos estaban indignados.

Aun finalizada la guerra, los británicos temían que los 85 000 franceses derrotados volvieran a ocasionar distur­bios. Sabían que algo semejante sucedería con los indios. A su juicio era inútil depender de las colonias en lo concerniente a un ejército. Se hallaban cansados de librar guerras coloniales mientras los pobladores se pasaban unos a otros la responsabilidad, en vez de poner todo su empeño en ayudar. Sería menester establecer fuertes en el Oeste y equipar un ejército regular de por lo me­nos 10 000 soldados. Puesto que, en parte, la guerra se había entablado para ayudar a los colonos, era justo, a criterio del Parlamento, que éstos colaborasen en el paro de los pesados gastos ocasionados por la contienda. Y, dado que el nuevo ejército y los fuertes que habrían de sostenerse serían empleados para la protección colonial, era justo que los colonos también contribuyeran.

De modo que el Parlamento llevó adelante sus planes para recaudar dinero y poner radical terminación al con­trabando en las colonias. En 1764 se dictó el «Acta del Azúcar». Tratábase de la antigua «Acta de las Mela­zas», disimulada bajo un nuevo ropaje. El impuesto sobre las melazas francesas, anteriormente de seis peni­ques por galón, se redujo a tres peniques. Aplicáronse  impuestos sobre otras importaciones, tales como sedas, café y vinos. El dinero recabado se destinaría al pago de los gastos originados por el nuevo ejército de Norte­américa. No debería haber más contrabando. La Marina británica patrullaría la costa americana y se apoderaría de todos aquellos barcos que infringieran la ley. Ya no se les permitió a los funcionarios de aduanas permanecer en Inglaterra, mientras alguna persona a sueldo hacía por ellos el trabajo en Norteamérica. Se ordenó a los gobernadores reales que cumpliesen cabalmente con sus deberes. Quienquiera ayudase a prender contrabandistas recibiría una parte de las mercancías secuestradas. Serían recompensados los informantes. El Parlamento se había propuesto actuar en serio. Esta nueva ley mostraba los dientes.

Pero aquí no terminaba la cosa. En 1765 el gobierno británico aprobó el Acta del Timbre, concebida con el objeto de reunir fondos destinados a costear el manteni­miento de las tropas de Norteamérica. El Acta citada proveía que las barajas, los dados, folletos, periódicos, avisos, diplomas de colegio, almanaques, las licencias de matrimonio y muchos papeles legales, debían llevar adhe­rido un sello.

Si bien esta forma de gravamen ahora se acepta como hecho corriente en los Estados Unidos (la estampilla azul del gobierno sobre el tapón de las botellas de licor v sobre los paquetes de cigarrillos y los naipes, resulta familiar a todos nosotros), halló, en el año 1765, gran resistencia en las colonias. En Inglaterra el Acta del Tim­bre regía desde varios años atrás. La gente se había habituado al empleo de los sellos, sin provocar alboroto alguno. A juicio de los miembros del Parlamento, si los sellos eran buenos para Inglaterra, ¿por qué no para sus colonias, particularmente en vista de que el dinero re­unido se invertiría en éstas? Pero los miembros del Par­lamento se equivocaban: en 1765 los sellos no eran bue­nos para Norteamérica.

Acta de Proclamación en  1763. Acta del Azúcar en 1764. Acta de Timbre en  1765. Difíciles tiempos en las colonias.

El montaje del escenario anunciaba disturbios y éstos no tardaron en producirse.

La disputa entre fronterizos e integrantes de las cla­ses superiores no había cesado. Los trabajadores urbanos comenzaban a plegarse a esta lucha en procura de un fortalecimiento de poder. Los ricos mercaderes y plantadores aún manejaban el gobierno en todas las colonias, pero las clases más pobres comenzaban por doquier a cuestionar su derecho al mando.

En esos momentos aconteció algo interesante. Los ri­cos mercaderes de las colonias comerciales se sintieron profundamente molestos por los barcos de la Marina británica, constantemente al acecho para impedir el con­trabando. Siendo que muchos de ellos tenían comprome­tida su fortuna íntegra en el comercio de las Indias Occi­dentales extranjeras, esta nueva vigilancia de la Marina asestaba un terrible golpe a sus negocios. También afec­taba a los destiladores de ron el golpe sufrido por los contrabandistas. Algunos comerciantes y elaboradores de esta bebida perdieron todo su dinero y otros intuyeron que también se verían privados del suyo, a menos que pudiera adoptarse alguna medida en cuanto a la abo­rrecida Acta del Azúcar.

La aprobación del Acta del Timbre brindó a los mer­caderes la oportunidad que buscaban. Soliviantaron a las clases más pobres, haciéndoles creer que las nuevas leyes de Inglaterra constituían la causa de sus dificultades. Los abogados, perjudicados por el Acta del Timbre, pronunciaron fogosos discursos relativos a los «derechos de los ingleses». Los directores de periódicos, también amena­zados por el Acta, publicaron largos artículos en sus dia­rios, oponiéndose a las «injustas leyes» de Inglaterra. La gente común, cuya situación era apremiante la mayor parte del tiempo y que ahora se veía despedida de sus empleos a causa de los difíciles tiempos que corrían, aco­gía de buen grado cualquier oportunidad que se le presentara de mejorar sus condiciones de vida.. Se le indujo a creer que Inglaterra era su enemiga y que sus leyes no debían acatarse.

Las leyes comerciales habían perjudicado a los merca­deres, pero esta nueva Acta del Timbre dañaba a todo el mundo. Inglaterra jamás había tratado antes de obli­gar a los colonos a pagar impuestos directos. Era difícil alborotarse en lo referente a impuestos indirectos como, por ejemplo, los cobrados en los puertos, pero el Acta del Timbre representaba algo diferente. Aquí todo el mundo tenía a la vista los odiosos sellos.

Los trabajadores urbanos se agruparon, dándose el nombre de «lujos de la Libertad». Destrozaron las casas de los agentes del timbre y arrojaron sus muebles al arro­yo. Se apoderaron de los sellos, hicieron con éstos altas pilas en las calles y los quemaron. Hubo desórdenes en Nueva York, Boston, Charleston y otras ciudades grandes. «Los Hijos de la Libertad» fueron cabalmente desperta­dos; el hombre de la calle, con característico valor, tras­ladaba a la acción los discursos y los escritos.

Los mercaderes adoptaron, a su vez, rápidas disposicio­nes. Idearon un excelente método que obligaría al Par­lamento a cambiar de propósito. Habían venido adqui­riendo continuamente mercaderías inglesas para vender en las colonias. Uníanse ahora con el plan de no impor­tar ya nada de Inglaterra. Esto configuraba una hábil estratagema, ya que, si dejaban de comprar mercaderías inglesas, los fabricantes ingleses, en vista de la pérdida de todo este negocio, no tardarían en ejercer presión sobre el Parlamento a efectos de derogar el Acta del Timbre.

El general Thomas Gage, a la sazón comandante de las tropas británicas en América, describió lo ocurrido, en una carta dirigida a Conway —secretario de Estado del rey—, que escribió desde Nueva York con fecha 21 de diciembre de 1765.

El plan de la gente adinerada ha sido incitar a las clases bajas para impedir la ejecución de la ley. .. con miras a aterrorizar e intimidar al pueblo de Ingla­terra induciéndolo a una derogación del acta. Y, ha­biendo los mercaderes contramandado las mercaderías cuyo envío habían solicitado, a condición de que el acta sea derogada, no cabe lugar a dudas de que mu­chas ciudades comerciales y mercaderes principales de Londres los asistirán, con el objeto de que logren sus finalidades.

Los abogados constituyen la fuente de donde han dimanado los clamores en todas las provincias. En esta provincia no se efectúa ninguna transacción pública sin ellos, y sería de desear que por lo menos el foro estuviese libre de culpa. Todo el cuerpo de mercaderes en general, asambleístas, magistrados, etc., se han unido en este plan de sedición y sin la influencia y la instigación de ellos, el pueblo inferior se habría man­tenido tranquilo. Antes de excitarlo fueron menester muchos esfuerzos. Los marineros, únicas gentes que merecen el correcto título de populacho, están entera­mente bajo el mando de los mercaderes que los em­plean.3

Las clases bajas, cuya principal querella tenía lugar con los ricos, estaban siendo, según Gage lo observara con aguda percepción, engatusadas e inducidas a entablar la batalla en favor de los ricos. Una vieja, viejísima histo­ria. Los husos y telares hogareños trabajaban horas ex­tra en la confección de ropas para los colonos, a fin de no comprar prendas inglesas. Los colonos prometieron renunciar a los muy elaborados funerales a los que se hallaban acostumbrados, a los efectos de que el paño inglés no fuese necesitado. «¡No comprar mercaderías inglesas!» era el grito popular.

De cualquier modo, en esta época los negocios de In­glaterra andaban mal. Ahora, con el boicot de los norteamericanos, empeoraban paulatinamente. Los comercian­tes ingleses escribieron al Parlamento, rogando que se renunciara a las leyes que habían ocasionado todo el al­boroto. Una de esas cartas decía: «Nuestro comercio ha sido dañado; ¿qué diablos habéis estado haciendo? No pretendemos, por nuestra parte, comprender vuestra po­lítica en los asuntos americanos, pero nuestro comercio ha sido perjudicado; os rogamos remediar esto y caiga sobre vosotros el castigo divino si no os prestáis a ello.» El Parlamento captó la insinuación. El Acta del Timbre fue abolida en 1766.

En Norteamérica recibióse la nueva con general albo­rozo, calificándosela de «gloriosa noticia», pero ésta no perduraría, El Parlamento había adoptado la determi­nación de hacer que los colonos compartieran los gastos del Imperio. También estaba resuelto a grabar en las mentes de los colonos el hecho de que legalmente le asis­tía autoridad para imponerles tributos. Patrick Henry, fronterizo que integraba el cuerpo de legisladores de Virgi­nia, había argumentado que sólo los propios legisladores de los colonos, no el Parlamento, tenían derecho a exi­girles contribuciones. Otros colonos opinaron lo mismo. Según los miembros del Parlamento, todas estas eran pam­plinas.

Prepararon un nuevo código legal. El impuesto sobre las melazas fue nuevamente rebajado. Las Actas Townshend, aprobadas en 1767, impusieron gravámenes sobre el vidrio, el plomo, el té y varias otras cosas enviadas a Norteamérica. Tratábase, en este caso, nuevamente de un impuesto indirecto, del género al que los colonos ha­bían estado siempre habituados en el pasado. El Parla­mento no esperaba ulteriores complicaciones.

Pero en estas nuevas leyes existían ciertas provisiones destinadas a provocar dificultades. Muchos funcionarios británicos habían temido cumplir con su deber en casos contra colonos culpables de violar las leyes, porque a menudo el pueblo enfurecido los dañaba a ellos o a sus bienes. Otros se sentían en la imposibilidad de hacer nada a raíz de que los colonos les pagaban sus sueldos. Una provisión de las nuevas leyes dictaminaba que parte del dinero recabado de los derechos impositivos sería aplicada al pago de los emolumentos de los gobernadores reales y de otros funcionarios británicos que actuaban en América. Los colonos reconocieron de inmediato este golpe infligido a su poder. Otra provisión establecía el envío a Norteamérica de más agentes aduaneros y más barcos de la marina, a efectos de colaborar en la repre­sión del contrabando. Acordóse a los funcionarios adua­neros el derecho de entrar por la fuerza en cualquier casa, comercio o sótano, en busca de mercaderías contrabandeadas, autorizándose asimismo la confiscación de las mismas. Los colonos objetaron enérgicamente este golpe directo a sus libertades.

El pueblo fue nuevamente soliviantado. Se repitió el boicot a la importación. Más tumultos, más quemazones, y un ininterrumpido contrabando. El 10 de junio de 1768, el Liberty, balandro de John Hancock, arribó al puerto de Boston cargado de vino procedente de Madeira. El funcionario destacado en el puerto, se negó a permi­tir el desembarco del vino mientras no se abonara el impuesto. Se le ofreció una coima. Habiendo rehusado aceptarla, fue arrojado a una cabina de la embarcación y mantenido allí, en tanto el vino era rápidamente des­cargado en tierra. Un mes más tarde, agentes aduaneros se apoderaron del velero. El populacho se amotinó, atacó a los funcionarios y apedreó sus casas. Por tanto, fueron enviados a Boston más soldados británicos.

Los británicos se empeñaban con todas sus fuerzas en poner coto al contrabando. Benjamín Franklin redactó un escrito titulado «Reglas para Reducir un Gran Im­perio, convirtiéndole en Uno Pequeño». Con amargo sar­casmo describía la actuación de los agentes fiscales de Inglaterra. «Recorrer con barcos armados cada bahía, puerto, río, riachuelo, caleta o escondrijo a lo largo de la costa de vuestras colonias; dar la orden de alto y detener a cada buque costero, a cada chalana maderera, a cada pescador; tumbar su cargamento e inclusive su lastre, de adentro para afuera y de arriba para abajo y si se encuentra una partida no declarada de alfileres por valor de un penique, hacer que el todo sea tomado y confiscado.»

Los barcos fiscales británicos cada vez se mostraban más vigilantes, sin lograr empero interrumpir entera­mente el contrabando. El litoral era excesivamente largo y la gente tomaba activa parte a favor de los contraban­distas. En julio de 1769, la turba quemó en Nevvport, Rhode Island, la balandra fiscal británica Liberty, por­que acababa de capturar dos veleros acusados de con­trabando,. Aquellos delatores que denunciaban a los contrabandistas a menudo eran apaleados. En Boston, el populacho se apoderó de un informante, y lo cubrió de brea y plumas haciéndole recorrer después las aje­treadas calles; en Nueva York otros tres delatores tam­bién fueron recubiertos de brea y plumas. El sentimiento de antagonismo que suscitaban en el pueblo estas per­sonas llegaba a agitar hasta a los escolares. En Boston, el día miércoles 22 de febrero de 1770, por la mañana, varios colegiales armaron una gresca con un delator llamado Richardson. «Se batió en retirada hasta su casa allí nomás, bajo las estridentes befas de ¡Delator! ¡De­lator! Aquí se le reunieron su mujer y un hombre y los dos bandos se arrojaron cascotes hasta que quedó clara­mente establecida la superior puntería de los niños. En­tonces, desde el interior de la casa, Richardson disparó varios tiros a la multitud, matando a Christopher Snider, niño de once años de edad e hiriendo al pequeño hijo del capitán John Gore.»

¡Pensad cuan exitado se hallaría el pueblo si los áni­mos se acaloraban lo bastante como para que un hombre disparase sobre un enjambre de escolares! Los «Hijos de la Libertad» denotaban actividad en todas partes, entonando himnos relativos a la libertad y la independencia. Perseguían, haciéndoles muy incomodas ‘las cosas, a los mercaderes que seguían comprando a Inglaterra,’ a des­pecho del acuerdo de no-importación. En el Almanaque Norteamericano de Edes y Gilí, del año 1770, figuraba impresa una lista de nombres de mercaderes que conti­nuaban «importando mercaderías británicas, en contra­vención del acuerdo».

Más pedreas, más brea y plumas, más destrozos de bienes. Muchas de las personas que estaban a favor de Inglaterra tenían miedo de crearse dificultades, de modo que se mantenían calladas. El teniente Dudington, comandante británico del velero fiscal Gaspee se había hecho odiar, ‘tanto por los contrabandistas, como por los que no lo eran, porque cumplía demasiado bien con su deber de patrullar la costa. Cierto día el Gaspee hallándose en tren de perseguir un velero colonial en­calló en un angosto banco de arena cerca de ‘Providen­cia, Rhode Island. Esa noche una banda de colonos redujo a la tripulación y puso fuego al velero. El rey solicitó a varias personas que averiguasen la identidad de los culpables. Aun cuando por lo menos mil personas conocían los nombres de los participantes en el asun­to, no pudo encontrarse una sola que informara contra ellas.

En marzo de 1770, sólo escasas semanas después de los disparos que acabaron con la vida de Chistopher Snider, cinco personas fueron muertas en Boston por sol­dados británicos, como secuela de una riña que comenzó con el lanzamiento de unas cuantas bolas de nieve. Si bien los soldados fueron más adelante juzgados por un tribunal que los declaró inocentes, los líderes de los exa­cerbados colonos aprovecharon la oportunidad para man­tener alterados los ánimos. Imprimieron carteles que alu­dían a la «Masacre de Boston».

Para esta época, la mayoría de los ricos mercaderes que habían promovido inicialmente los disturbios, comen­zaban a lamentar profundamente el nuevo giro de los acontecimientos. Inglaterra había dictado leyes que per­judicaban sus negocios. Habían querido que esas leyes fuesen derogadas. Habían sublevado las gentes a los efec­tos de conseguir lo que deseaban. Pero las clases bajas —el populacho— estaban yendo demasiado lejos. Una cosa era infringir leyes no populares, pero otra distinta derribar casas y quemar barcos. Los ricos propietarios se sentían hondamente alarmados por la forma en que la plebe destruía sus posesiones. Estos pequeños agricultores y artesanos, gente sin derecho al voto y desprovista de tierras, que gritaba a voz en cuello y peleaba con todas sus fuerzas por «los derechos del hombre», superando en ello a todos los demás, era precisamente la que menos ingerencia debía tener en lo concerniente al manejo del gobierno propio. Muchos mercaderes veían un peligro infinitamente mayor en la ascensión del populacho al poder que en las leyes del Parlamento. El gobernador Morris expresó los sentimientos de los ricos cuando es­cribió: «Los cabecillas de la gentuza se tornan peligrosos para la clase acomodada y la cuestión es cómo mante­nerlos sujetos.»

En 1770, el Parlamento abolió las actas Townshend, excepto un pequeño impuesto sobre el té. Ahora los mer­caderes estaban dispuestos a desistir de la lucha. Abriga­ban la intención de que las cosas se calmaran a fin de poder retomar los negocios. La excitación de la clase baja era harto peligrosa.

Durante el lapso comprendido entre 1770 y 1773 hubo menos agitación. Los negocios prosperaron. Muchos mer­caderes abonaron el reducido impuesto al té. Otros, par­ticularmente los de Nueva York y Filadelfia, siguieron considerando relativamente fácil el contrabando del té, a pesar de los muchos barcos de la marina que vigilaban los puertos. El té contrabandeado costaba menos a la gente que lo bebía y los beneficios que devengaba a los mercaderes de este ramo eran mayores. La actividad co­mercial aportaba buenas ganancias.

Verdad es que Samuel Adams, uno de los exaltados líderes de la gente común, aún continuaba haciendo cuanto podía para agitarla. El 5 de octubre de 1772 es­cribió en la Gaceta de Boston: «Es Buena Hora de que el Pueblo de nuestro País declare explícitamente si éste ha de ser de Hombres Libres o de Esclavos. . . Dediqué­monos. . . a observar con calma a nuestro alrededor para considerar cuál será el mejor procedimiento. . . Hagamos que se convierta en el tópico de conversación de todo Club social. Hagamos que todos los municipios se reú­nan. Instituyamos en todas partes Asociaciones y Combi­naciones para consultar y recobrar nuestros justos Dere­chos.»

También es verdad que en otras colonias había hom­bres imbuidos de las mismas ideas de Adams que procu­raban mantener despierto al pueblo. Habían llegado inclusive a formar «Comisiones de Correspondencia» que intercambiaban constantemente un carteo, relatándose los hechos interesantes que ocurrían en cada colonia. De esta manera todos los grupos combatientes —los radica­les— se mantenían en contacto.

Sin embargo, esta gente común, que a su entender peleaba por el derecho a manejar sus propios asuntos sin la interferencia del Parlamento, no habría ido muy lejos sin la ayuda de los poderosos y acaudalados mercaderes. Pero estos últimos ahora pensaban que les convenía más no integrar las filas del mismo bando en que militaba la clase baja. Los mercaderes habían hecho rodar la bola, pero quisieron dejar de jugar en cuanto les fue quitada de las manos. Ya no les apetecía unirse en la común que­rella contra Inglaterra. Los dos grupos se estaban pepa-rancio.

En tales momentos, el Parlamento cometió una gran­dísima estupidez. Los mercaderes y los radicales se habían desvinculado. El acta del té, dictada por el Parlamento en 1773, volvió a juntarlos.

La East India Company, vastísima y poderosa empresa británica, atravesaba dificultades financieras. Si el Parla­mento no le prestaba auxilio inmediato, la East India Company caía en la bancarrota. Tenía almacenados dieci­siete millones de ‘libras de té en sus depósitos. Esto motiva­ría la entrada de mucho dinero si lograba ser vendido. ¿Adonde venderlo? ¡En las colonias, claro está! ¿Acaso no se introducían por intermedio del contrabando, enor­mes cantidades dé té holandés en Nueva York y Filadelfia? La idea que sé ocultaba detrás de la nueva acta del té era hacer que los ‘colonos comprasen té de la East India ‘Company «en vez del obtenido por contrabando. Este último resultaba barato, pero el de la East India Company lo sería más aún.

Antes de 1773, la East India Company traía su té a Inglaterra donde lo vendía luego, con ganancia, a un co­merciante londinense; el comerciante londinense pasaba á venderlo, con ganancia, al mercader norteamericano; el mercader norteamericano lo vendía entonces, con ga­rantía, al dueño de tienda norteamericano, éste a su vez que vendía, con ganancia, al bebedor de té colonial. Se costeaban cuatro ganancias antes de que el té llegase fi­nalmente a manos de la persona que lo bebía. No es de extrañar, en consecuencia, que el té de la East India Company valiese más que el holandés.

La nueva acta del té modificó todo esto. Otorgó a la East India  Company el derecho de enviar su te en sus propios barcos, de abrir sus propios almacenes en Norte­américa y vender directamente al comerciante minorista. Eliminando dos ganancias, su té podría expenderse a más o menos la mitad del precio anterior. Resultaría más mó­dico no solamente que el té sobre el cual pagaban im­puesto los mercaderes norteamericanos, sino también que el té de contrabando.

Antes del acta del té

East India Tea Company. . . — comerciante londinen­se…   — mercader norteamericano…   — dueño de tienda norteamericano. . .consumidor norteamericano,

Después del acta del té

East India Tea Company. . . (aquí excluidas dos ga­nancias) … — comerciante minorista norteamerica­no. .. — consumidor norteamericano de té.

El plan del Parlamento ayudaría a que la East India Company vendiese sus diecisiete millones de libras de té y significaría una mayor economía para los colonos en lo concerniente a este producto. Excelente idea para todos, excepto para los mercaderes norteamericanos, que no tar­darían en verse excluidos del negocio del té. Los contra­bandistas de té holandés vieron la desaparición de su fructífero negocio. Los mercaderes que disponían del pro­ducto en sus almacenes, se figuraron clavados con todas sus existencias cuando desembarcara el té más barato que proporcionaría la compañía.

Sólo había una salida y los mercaderes la adoptaron. Volvieron a hacer causa común con los radicales, la gen­te que de ningún modo, estaba dispuesta a ceder frente a Inglaterra. Ahora se le presentaba a Samuel Adams la oportunidad que hasta ese momento había aguardado.

El té de la East India Company costaría menos y los colonos naturalmente habrían de comprarlo. Pero los mer­caderes perjudicados a raíz de esto, junto con los radica­les que impugnaban el derecho del Parlamento a la imposición de gravámenes, sin consentimiento de los co­lonos, no querían permitir semejante cosa. ¡ El té no de­bía ser desembarcado!

No habría transcurrido mucho tiempo cuando apare­cieron en los periódicos artículos que alertaban a la po­blación contra la East India Company. Uno de los argu­mentos favoritos declaraba que, a pesar de que el té sería al comienzo sumamente barato, una vez que la compañía hubiese desalojado del negocio a todo el mun­do, procedería a elevar los precios tanto como se le antojara: «Reclusus» hacía la siguiente advertencia en el número del 18 de octubre de 1773 del Boston Evening Post: «Aunque los primeros lotes de té puedan ser ven­didos a una tasa más baja para lograr una entrada po­pular, no obstante, cuando este modo de recibir té se halle bien establecido, ellos imitando el procedimiento de todos los demás monopolistas, meditarán un mayor be­neficio sobre sus mercaderías y las elevarán al precio que se les ocurra.»

Otro articulista llamaba la atención sobre la probabi­lidad de que las otras compañías obrasen en la misma forma ¿y entonces qué pasaría con los colonos? Extracto del Pennsylvania Chronicle, de fecha 15 de noviembre, 1773: «¿Acaso la apertura de una casa cíe la East India en América no puede alentar a todas las grandes Com­pañías de Gran Bretaña a hacer lo mismo? Y en ese caso, ¿tenemos la más mínima probabilidad de servirles de otra cosa que de hacheros y mozos de taberna?».

En esos momentos, diversas personas no sólo argu­mentaban en contra del té de la East India Company, sino que también se oponían al consumo de cualquier otro té. En el número de fecha 20 de octubre, 1773, del Pensylvania Journal, «un viejo artesano», recordaba sus­pirando «el tiempo en que no se empleaba el té, a la vez escasamente conocido entre nosotros y sin embargo, en aquel entonces la gente daba la impresión de ser más feliz y de gozar en general de mejor salud que en la ac­tualidad».

¿Reconocen ustedes la activa intervención de Samuel Adams y de los mercaderes?

Ahora se celebraran grandes mítines en todos los puer­tos de importancia. El pueblo escuchaba a levantiscos oradores que lo aleccionaban acerca de sus derechos. Muy pocos discursos relativos al dinero que perderían los mer­caderes si era desembarcado el té de la Compañía; mu­chos discursos sobre «ningún impuesto sin representación» y sobre Libertad e Independencia

. ¡El té no debe ser desembarcado!

 En noviembre de 1773, tres barcos de la Compañía transportadores de té, arribaron al puerto de Boston. Los radicales no querían permitir que el té fuese desembar­cado. El gobernador Hutchinson se empecinaba en no permitir que los buques regresaran sin haber descargado antes. La noche del 16 de diciembre de 1773, una par­tida de bostonenses saltó a bordo de los barcos, abrió a cuchilladas los receptáculos y echó el té al mar. Esta «Par­tida de Té de Boston» costó a la East India Company aproximadamente $ 75 000.

Llegaron buques cargados de té a Charleston, Nueva York y Annapolis. El populacho estaba a la espera de ellos. En Charleston el té fue colocado en húmedas bo­degas; el 22 de abril de 1774 tuvo lugar en Nueva York, otra «Partida de Té», en Annapolis, al arribo del ber­gantín Peggy Steivart, provisto de más de una tonelada de té con gravamen impositivo, consignada a la firma T. C. Williams & Company, tanto el té como la nave fue­ron incendiados mientras una gran multitud presenciaba el espectáculo.

Cuando el Parlamento recibió noticias de la partida de té de Boston, adoptó rápidas medidas. Habían sido des­truidos bienes británicos por valor de setenta y cinco mil dólares. Eso era llevar las cosas demasiado lejos. Había que dar una lección a los colonos. El Parlamento acordó impartir un severísimo castigo. El puerto de Boston ha­bría de clausurarse hasta que se repusiera el importe del té; ya no podrían celebrarse reuniones ciudadanas sin permiso del gobernador; los funcionarios británicos acu­sados de asesinato en el curso de su vigilancia para ase­gurar el cumplimiento de las leyes británicas, debían ser juzgados en Inglaterra (bien lejos de los excitados colo­nos). Nombrábase al general Gage gobernador de Massachusetts. Se enviaron a Boston más tropas.

«El dado ha sido echado», escribió Jorge III a Lord North; «las colonias o bien triunfan o bien se someten». En Norteamérica, Samuel Adams y sus seguidores eran escuchados por el pueblo. Oponíanse absolutamente al acatamiento de las exigencias del Parlamento. En In­glaterra, Lord North y sus partidarios controlaban el Parlamento. Abrigaban la determinación de castigar a los colonos. Se cernía en el aire una batalla decisiva.

Las «Comisiones de Correspondencia» desplegaban suma actividad. Planeábase una asamblea de hombres elegidos por las diferentes colonias.

El 5 de septiembre de 1774, reunióse en Filadelfia el Primer Congreso Continental. ¿Se obligará a Boston a pagar el té, o la respaldaremos en su negativa de obe­diencia? Largas alocuciones, pronunciadas por los que propiciaban una actitud sin apresuramientos, de sumi­sión a las demandas del Parlamento. Otras prolongadas arengas de los radicales, en pro de la resistencia, de la aceptación del reto formulado por Inglaterra. Finalmen­te, al cabo de cincuenta y dos días de debate, vencieron los radicales. Se decide la «Asociación Continental». Los colonos habrán de repetir su ensayo de no-importación y agregarán simultáneamente la no-exportación. Las co­misiones se encargarán de velar porque nadie infrinja el acuerdo. Se celebrará una nueva asamblea el año si­guiente.

En febrero de 1775, el general Gage comenzó a prepa­rarse febrilmente para los disturbios que se avecinaban. Se proponía mejorar las fortificaciones del puerto de Boston. Era inútil encargar el trabajo a los obreros lo­cales, de modo que Gage envió agentes a otras ciudades con la misión de traer operarios y materiales. Pero las Comisiones de Correspondencia se mantenían alertas. Cuando los mensajeros de Gage arribaron a Nueva York, se encontraron con que la noticia de su misión los había precedido. En vano ofrecieron empleo a los carpinteros y enladrilladores de la zona. Los artesanos de Nueva York se negaron a construir armas que se dirigían contra sus cofrades de Boston. Gage sufrió el jaque mate propi­nado por la solidaridad de la clase trabajadora.

Ahora bastaba una sola chispa para provocar la ex­plosión. ¿Cuál de los dos bandos se encargaría de encen­derla?

El 19 de abril de 1775, el general Gage envió un cuer­po de soldados británicos a Concord, con la orden de apoderarse de ciertos abastecimientos militares. Paul Re­veré y Rufus Dawes recorrieron velozmente la campiña, difundiendo la noticia. Cuando las tropas llegaron a Lexington, camino a Concord, fueron enfrentadas por un reducido grupo de colonos. Sonó un disparo y estalló la guerra.

¿Quién disparó el primer tiro? Nadie lo sabe. La Gace­ta de Salem (Massachusetts) registró el 25 dé abril de 1775:

. . .ante lo cual las tropas profirieron vítores e inme­diatamente uno o dos oficiales (británicos) descarga­ron sus pistolas qué fueron instantáneamente seguidas por el fuego de cuatro o cinco de los soldados y luego pareció producirse una descarga general proveniente de todo el cuerpo: fueron muertos ocho de nuestros hom­bres y heridos nueve…

Tal la versión norteamericana.      …

La Gaceta de Londres, informó el 10 de junio de 1775:

. . .las cuales al llegar a Lexington, se toparon con un cuerpo compuesto por campesinos dispuestos al com­bate, en un prado junto al camino; y al ser enfrenta­do por las tropas del rey que marchaban hacia ellos a fin de inquirir la razón de ésa su formación, se lanza al ataque en medio de gran confusión y varias armas fueron disparadas sobre las tropas del rey, desde atrás de una tapia de piedra y también desde la capilla y otros edificios, lo cual motivó que un hombre fuese herido y que el caballo del mayor Pitcairn fuese al­canzado en dos partes por los disparos. . .

Tal la versión británica.

¿A cuál de los bandos cupo la culpa? Elijan ustedes.

El Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia el 10 de mayo de 1775, menos de un mes después de la Batalla de Lexington. Jorge Washington fue designado comandante del Ejército Continental. Antes de que tu­viera tiempo de unirse a su ejército, se produjeron nue­vos choques entre soldados británicos y colonos norte­americanos.

La guerra había comenzado de veras. Las comisiones de radicales estaban tomando el poder. Los gobernado­res reales y otros funcionarios británicos huían de sus puestos tan rápido como podían. Aquellas personas que aún defendían la causa de Inglaterra, llamadas Realistas o Tories, eran frecuentemente apaleadas. Otras, untadas con brea y emplumadas. Algunas fueron incluso ahor­cadas.

Eran días de gran exaltación, sumamente peligrosos. Un núcleo de radicales, reducido en número, siendo no obstante buena su organización, agitaba las cosas y asu­mía el control allí donde podía.

Mucha gente no sabía qué partido tomar. Había gran cantidad de Tories. Algunos estuvieron primero de parte del bando colonial, pero pasaron luego al bando ingles en cuanto los colonos comenzaron a destruir propiedades; otros, habían permanecido en el bando colonial hasta la partida de té de Boston; determinadas personas habían llegado a integrar el Primer Congreso Continental y re­cién se habían vuelto Tories después de la Batalla de Lexington. Era muy difícil decidir a qué bando adhe­rirse. Algunos permanecieron en la incertidumbre hasta que una turba de arrebatados colonos forzó una deci­sión; otros se resolvieron demasiado tarde por lo cual sus bienes resultaron destruidos y tuvieron que escapar para salvar la vida. Durante la guerra y después de finalizada ésta, más de cien mil Tories, entre los cuales se contaban muchas de las personas instruidas y acaudaladas de las colonias, escaparon a Canadá o a Inglaterra a fin de ponerse a salvo; sus bienes les fueron quitados o queda­ron destruidos.

Todavía se trataba de un conflicto entre las colonias y la madre patria, en el seno del Imperio Británico. Vino luego un importantísimo cambio.

El 10 de enero de 1776, Thomas Paine publicó un panfleto, titulado Sentido Común, escrito en lenguaje su­mamente sencillo, abierto, al alcance del vulgo. Para mu­chos los conceptos de Paine eran nuevos; en la mente de otros ya había germinado la idea de independencia. Pai­ne urgió al pueblo, expresándole que ya había sonado la hora del paso final: la completa separación de Ingla­terra.

Sentido Común se convirtió en el «best seller» del día. En el término de tres meses se vendieron más de 120 000 ejemplares. En todo el territorio de las colonias la gente extraía citas de su texto:

Europa y no Inglaterra es la madre patria de Améri­ca… Todo lo justo y razonable reclama una separa­ción. La sangre de los sacrificados, la sollozante voz de la naturaleza grita, es tiempo de separarse. Hasta la distancia que el Todopoderoso colocó entre Inglaterra y América, representa una fuerte y natural prueba de que la autoridad de la una sobre la otra no fue nunca un designio del cielo. . . Un gobierno propio es nuestro derecho natural. . . ¿Por consiguiente, qué es lo que querernos? ¿Por qué vacilamos? De Bretaña no pode­mos esperar más que la ruina. . . nada puede solucio­nar nuestros asuntos tan expeditivamente como una franca y determinada Declaración de Independencia.

Eran éstas enérgicas palabras, hechas de medida para el vulgo. En el Congreso Continental tuvo lugar un largo debate relativo a la emancipación. Algunos de sus miem­bros hesitaban aún y no se resolvían a adoptar esa su­prema determinación. Otros afirmaban que era imperiosa tal decisión. Samuel Adams aducía «¿Acaso América no es ya independiente? ¿Entonces por qué no declararlo?»

En junio de 1776, los congresales encargaron a una comisión la redacción de un documento en que se decla­rase la independencia de Norteamérica del yugo inglés. Confióse la tarea a Thomas Jefferson, uno de los miem­bros de la comisión.

Jefferson preparó el documento y lo presentó al Con­greso. Introdujéronse leves cambios y el Congreso proce­dió luego, el 4 de julio de 1776, a adoptar la Declaración de Independencia. Decía ésta en parte: «. . .que estas colonias unidas son, y por derecho deben serlo, estados libres e independientes. . . y que toda conexión política entre ellos y el estado de Gran Bretaña es y debe ser, totalmente disuelta…» Las colonias se habían desligado del Imperio.

Habían nacido  los  Estados  Unidos  de  Norteamérica.

 

LA TEORIA DE LA LUCHA DE CLASES. CARTA DE MARX A WEYDEMEYER. Londres, 5 de marzo de 1852.

POR LO que a mi se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existen­cia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo solo he aportado de nuevo, ha sido demostrar:

A:  Q         UE LA EXISTENCIA DE CLASES SOLO VA UNIDA A DETERMINADAS FASES HISTÓRICAS DE DESARROLLO DE  LA PRODUCCIÓN

B)     QUE LA LUCHA DE CLASES CONDUCE NECESARIAMENTE A LA DICTADURA DEL PROLETARIADO.

C) QUE ESTA MISMA DICTADURA NO ES DE POR SI MAS QUE EL TRANSITO DE LA ABOLICIÓN DE TODAS LAS CLASES Y HACIA UNA SOCIEDAD SIN CLASES.

 

CONTENIDO ECONOMICO DEL POPULISMO

V. I. LENIN

 

LA TEORIA DE la lucha de clases da cima, por decirlo así, a la tendencia general de la sociología a reducir los elementos de la individualidad a fuentes sociales. Es más, la teoría de la lucha de clases aplica por primera vez esta tendencia con tanta plenitud y espíritu de consecuencia, que eleva la sociología a la categoría de ciencia. Esto se ha conseguido con la definición materialista del concepto de “grupo”. De por sí, este con­cepto es aún demasiado impreciso y arbitrario: el criterio de distinción de “grupos puede verse tanto en los fenómenos religiosos como en los etnográficos, políticos, ju­rídicos, etc. No hay un elemento firme que permita distinguir en uno y otro de dichos dominios estos o aquellos “grupos”. La teorta de la lucha de clases es una realización de las ciencias sociales. Precisamente porque establece los procedimientos para reducir lo individual a social con toda precisión y exactitud. En primer lugar, esta teoría ha elaborado el concepto de formación económico social. Tomando como punto de partida la forma en que se obtienen los medios de vida —hecho básico para toda colectividad humana —vincula a ellas las relaciones entre los hombres creadas bajo la influencia de esas formas de obtener medios de vida, y en el sistema de relaciones (“relaciones de producción”, según la terminología de Marx) ve la base de la sociedad, base que se reviste de formas político-jurídicas y en determinadas tendencias del pensamiento social.

(Tomado de Marx y Engtis; Obras Escogidas. Moscú. Editorial Progreso. 9~l. pp. 719-720.)

-a

 

 

LA INVESTIGACION DE LA HISTORIA.

ANTONIO GRAMSCI.

HAY QUE PERDER la costumbre y dejar de concebir la cultura corno saber enciclo­pédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que  hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillar en el cerebro cuando en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. Esa forma de cultura es verdaderamente dañina, especialmente para el proletariado. Sólo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior al resto de la huma­nidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos y fechas que des­grana en cada ocasión para levantar una barrera entre si mismo y los demás. Sólo sirve para producir ese intelectualismo cansino e incoloro tan justa y cruelmente fustigado por Romanin  Rolland y que ha dado a luz una entera caterva de fantasiosos presuntuo­sos, más deletéreos para la vida social que los microbios de la tuberculosis o de la sífilis para la belleza y la salud física de los cuerpos. El estudiantillo  que sabe un poco  de  latín y de historia, el abogadillo que ha conseguido arrancar una licenciatura a la desidia y a la irresponsabilidad de los profesores, creerán que son distintos y superiores incluso al mejor obrero especializado, el cual cumple en la vida una tarea bien precisa e indispensable y vale en su actividad cien veces más que eso y otros en las suyas. Pero eso no es cultura, solo pedantería; no es inteligencia, sino intelecto,  y es justo reaccionar contra ello.

—                            La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apode­ramiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llegará a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. Pero todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acción y reacciones independientes de la voluntad de cada cual, como ocurre en la naturaleza y en la vida animal, en la cual cada individuo se selecciona y especifica sus propios órganos inconscientemente, por la ley fatal de las cosas. El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo siempre explotados y exploradores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. La razón es que sólo paulatinamente, estrato por estrato, ha conseguido la humanidad consciencia del valor y se ha conquistado el derecho de vivir con independencia de los esquemas y de los derechos de minorías que se afirmaron antes históricamente. Y esa consciencia no se ha formado bajo el brutal estimulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y, luego, de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Lo que quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y  político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las demás condiciones. El último ejemplo, el más próximo a nosotros y. por eso mismo, el menos diferente  del nuestro, es el de la Revolución francesa. El anterior periodo cultural, llamado de la llustración y tan difamado por los fieles críticos de la razón teórica, no fue al menos, completamente— ese revoloteo de superficiales inteli­gencias  enciclopédicas que discurrían de todo y de todos con uniforme imperturbabilidad ­que creían ser hombres de su tiempo sólo una vez leída la Gran enciclopedia de D´Alembert y Diderot; no fue, en suma. Solo un fenómeno de intelectualismo pedante y árida, como el que hoy tenemos delante y encuentra su mayor despliegue en las Universidades populares de ínfima categoría. Fue una revolución magnífica por la cua1, corno agudamente observa De Sncti; en la Storht del/a letteratura italiana, se formó por toda Eurora como una consciencia unitaria, una internacional espiritual burguesa sensible en cada una de sus partes a los dolores y a las desgracias comunes, y que era la mejor preparación  de la rebelión sangrienta luego ocurrida en Francia.

              En Italia, en Francia, en Alemania se discutían las mismas cosas, las mismas insti­tuciones, los mismos principios. Cada nueva comedia de Voltaire, cada pamphale nuevo, era como la chispa que pasaba por los hilos, ya tendidos entre Estado y Estado, entre región y región, y se hallaba los mismos consensos y las mismas oposiciones en todas partes y simultáneamente. Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible’de libros, de opúsculos, derramados desde París a partir de la primera mirad de sigla XVIII y que habían preparado a los hombres y las instituciones para la necesaria renovación. Más tarde, una vez que los hechos de Francia consolidaron de nuevo la consciencia, bastaba un movimiento popular en París para provocar otros análogos en Milán, en Viena. y en los centros más pequeños. Todo eso parece natural, espontáneo, a los facilones, pero en realidad sería incomprensible si no se conocieran los actores de cultura que contribuyeron a crear aquellos estados de ánimo dispuestos a estallar por una causa que se consideraba común. El mismo fenómeno se tiene hoy para el socialismo. La conciencia unitaria del proletariado se ha formado o se está formando a través de la crítica de la civilización capitalista. Y critica quiere decir cultura, y no ya evolución espontánea y fatalista. Crítica quiere decir precisamente esa consciencia del yo que Novalis ponía como fina­lidad de la cultura; Yo que se opone a los demás, que se diferencia y, tras crearse una meta juzga los hechos y los acontecimientos, además de en y por sí mismos, corno valores de propulsión o de repulsión. Conocerse a sí mismos quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueño de si mismo. distinguirse, salir fuera del caso, ser elemento de orden, pero del orden propio y de la propia disciplina a un ideal. Y eso no se puede obtener si no se conoce también a los demás, su historia, el decurso de los esfuerzos que han hecho los demás para ser lo que son, para crear la civilización que han creado y que queremos sustituir por la nuestra. Quiere decir tener noción de qué es la natura­leza, y de sus leyes, para conocer las leyes que rigen el espíritu. Y aprenderlo todo sin perder de vista la finalidad última, que es conocerse mejor a mismo a través de los demás, y a los demás a través de sí mismos.

Si es verdad que la historia universal es una cadena de los esfuerzos que ha hecho el hombre por liberarse de los privilegios, de los prejuicios y de las idolatrías, no se comprende por qué el proletariado, que quiere añadir otro eslabón a esa cadena, no ha de saber cómo, y por qué y por quién -ha sido precedido, y qué provecho -puede conseguir de ese saber. Para conocer con exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de una sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son los sistemas y las relaciones de producción y cambios de aquel país, de aquella sociedad. Sin ese cono­cimiento es perfectamente posible redactar monografías parciales, disertaciones útiles para la historia de la cuLtura, y se captarán reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero no se hará historia, la actividad práctica no quedará explícita con toda su sólida compacidad.

Caen los ídolos de sus altares y las divinidades ven cómo se disipan las  nubes de incienso oloroso. El hombre cobra conciencia de la  realidad objetiva, se apodera del Secreto que impulsa la sucesión real de los acaecimientos. El hombre  se conoce a si mismo, sabe cuánto puede valer su voluntad individual y cómo puede llegar a ser potente, obedeciendo, disciplinándose a la necesidad. Acaba por dominar la necesidad misma identificándola con sus fines. ¿Quién se conoce a- sí mismo? No el hombre en general, sino el que sufre el yugo de la necesidad. La búsqueda de la -sustancia histó­rica, el fijarla en el sistema y en las relaciones de producción y cambio, permite descubrir que la sociedad de los hombres está dividida en dos clases, la clase que posee el instrumento de producción y se conoce ya necesariamente a si misma, tiene consciencia, aunque sea confusa y fragmentaria, de su potencia y de su misión, tiene fines indivi­duales y lo realiza a través de su organización, fríamente, objetivamente, sin -preocu­parse de si su camino está empedrado con cuerpos extendidos por el hambre o con los cadáveres de los campos de batalla. La comprensión de la real causalidad histórica tiene valor de revelación para la otra clase. Se convierte en principio de orden para el ilimitado rebaño sin pastor. La. grey consigue consciencia de si misma, de la tarea que tiene por realizar actualmente para que la otra clase se afirme; toma consciencia de que sus fines individuales- quedarán en mera arbitrariedad, en pura palabra, en veleidad vacía y enfática mientras no disponga de los Instrumentos mientras la veleidad no se convierta en voluntad.

Tomado de Snevistan, Manuel. Antonio Gramsci, Antología  México, – 1970. Ed. Siglo 30<1, Pp. 15-17, 39-40.

 

 

Hacia LA CREACION DE LA VERDADERA HISTORIA

t-+,’, ¡%

 

 

(Fragmentos) +

 

Manuel Moreno E.

 

 

CREEMOS QUE ha ¡legado el momento en que nos replanteemos honestamente —en obligado aporte al sócialismo que crece vigoroso—, cómo captar la, verdadera historia. cómo crear a~ historiador nuevo que nos entregue la historia nueva, liberada de ¡con­cepciones clasistas bur,guesas. La. tarea es sumamente difícil, ya que no se trata de destruir unas cuantas premisas. Las bases de la historia burguesa se van destruyendo ellas solas porque contradicen la -verdad .evolucionaria de nuestros días y aparecen a los’ ojos de los hombres nuevos como un atajo de mentiras sin sentido. Pero este proceso de autodestrucción es lento,,y aún permanecen en lo esencial en ntiesi:ros libros de historia y quizás se mantendrán durante muchos años mas, ya que constituyen superestructuras que llegaron a formar- categoría espiritual, sobre todo en la generación de transición. Quizás si el peligro mayor esté en el seudomaterialisnio histórico que emerge y florece en los períodos de transición como una forma de oportunismo inte’ec­mal y que confunde fácilmente a la juventud. – . –

Esto, no significa ignorar las fuentes documentales de los historiadores burgueses-No pueden desecharse las fuentes utilizadas hasta hoy: no puede desecharse ninguna fuente. Lo que afirmamos es que estas fuentes han sido ya organizadas, depuradas, y selecionadas para construir los mitos históricos de la burguesía y con ellas no hay forma honesta-, de llegar a otras conclusiones que ¡as típicamente burguesas. Hemos de tomarlas, simplemente, como una parte de la documentación, pero nuestros estudios deben necesariamente abarcar el panorama integro: ¡ el riquísimo mundo de cosas ¡n tocadas y nunca comentadas. Hay que ir hacia aquellas riquísimas fuentes que la burguesía ciniinó -del cáudal histórico por ser precisamente las más signifitttivas. ,Y con el aporte de estas nuevas e impresdndibles – investigaciones descubrir las leyes dialécticas de nuestra historia. Y obsérvese bien claramente que decimos descubrir y. no 2aplicar; porque el otro gran fraude histórico consiste en tomar determinados esaue­mas-materialistas, deis manera mAs simplista, y hacer con ellos un molde rígido donde depositar los datos. SIn una investigación del pasado no puede hablarse con absoluta probidad intelectual, de nueva historia cubana ni de interpretación materialista. Y quie­nes piensen que el amino es sumamente difícil, recuerden bis palabras de Marx: En la ciencia no hay calzadas Leales. y quien aspire iOremontar sus luminosas cumbres tienc que estar dispuesto a es&.lar la’ montafia por senderos escabrosos- ¡ ‘ –

Pero no -:es sólo una reinvcstigación: se trata de una reinvestigación con método nuevos. Porque si – al total de las fuentes nos enfrentamos con la metodología historio-gráfica burguesa, de nuevo opera en nosotros el mecanismo burgués de st~lecCión, retornamos al antiguo camino y llegamos a las mismas viejas conclusiones. Las nueva5 fuentes necesitan una nueva actitud acuciosa, que para actuar creadoramente ha de nacer de una formación científica distinta de la que inipárten las actuales escuelas

-de-historia en Améric~. Lo% clásicos pintes de estudios jamas pódrán producir el nuevo histnriadn’r:>y en este séntiao, nuestras univérsidades’ no son una excepción.

En las – carreras dc estudia históricos so tstái incluida una? solaÁnvestigación social económica moderna, con prácticas concretas> -trabajos -de campo y que enseñen cons’~ cuentesntnte la metodología dc estas investigadones. El alumno no sc entera de los grandes problemas de la producción; no aprende cómo se traza un flujo cccno~6gíco y por lo tanto jamás entenderá, en su raíz, qué honda transformación provocó co Europa- cl complejo de los nuevos celares o en Cuba la aplicación de la evaporación al vacio en los ingenios. No tiene la menor idea de un análisis de mercados, de con­sumo, de venta,’ de -distribución; no sabe cómo se investigan los módulos de vida de una comunidad rural. En una ocasión, y en una universidad cubana, pudimos com­probar que -los alumnos de historia de Cuba,’ que, recibían además un -seminario de historia republicana, ignoraban los más elementales mecanismos de la venta del~ azúcar. ¡as ventas de futuros, los mercados residuales, etc. Y con estos alumnos,’ que hoy son proEesorcs, se está impartiendo a los niños la enseñanza del pasado cubano y se espera cscribi.r Ja nueva historia verdadera, exactá, científica, sin mitos.

Quizás la razón de todo esto esté en que, a nosotros los historiadores, se nos puedtn aplicar las palabras del comandante Ernesto Che Guevára al tablar de los intelectuales:

la culpabilidad reside en que no somos auténticamente re~olucionarios. Sin embargo. uxonociendo los errores propios y cl lastre capitalista que llevamos, hagamos ‘nuestro csfucr;to por apresurar ¡a creación del historiador nuevo. Un historiador que tenga cl concepto dc que coda labor amplia de investigación es siempre un trabajo colectivo donde se resum~’n los aportes de experiencias sicológicas, económicas, tecnológicas, etc. Sabernos que ese historiador nuevo, además de sus profundas lecturas de documentos y libros antiguos, sabrá dcl trabajo productivo, no como disciplina impuesta, sino por la belleza cteadora dc la producción. Sabemos que el nuevo historiador, aunque sc es­peciahcc cii una sola dirección, en una región y en un solo periodo, mantendrá sicmpr’~ vivo ci interés universal. Y que eso que los eruditos de hoy llaman dispersión sctA visto corno lo que realmente es: espíritu universal y atador. – – ‘ ‘ —

Podríamos terminar fijando tinas últimas características Jç formación intelectual y moral. Quien no maneje e interprete las cifras, quien sca inepto para las matemáticas. jamás será historiador. Quien sea incapaz de comprender la belleza extraordinaria y el

fabulosa inundo intelectual que hay – detrás- dc – un híbrido del maíz, uná maquinaria E

o         un nuevo alimento para cl ganado, jamás será historiador. Quien no sienta la alegría infinita de estar aquí en este mundo revuelto y cambiante, peligroso y bello, doloroso y sangriento como un parco, pero como-él creador de nueva vida, ‘está incapacitado para c-scribir historia. Y quien, sobre todas las pequeñas rencillas personales no sienta su deber moral de entreRarlo todo por la Revolución, y está – consciente de las taras que a;~rascra y que no debe trasmirifi quien en esta hora no sienta cl deber de crear; quien no siente cl deber de estar aquí aunque sea- simplemente qucmándose como lcüa en este fuego; quienes no estén más allá de tu libro y el mío, de t~-escribo-la-noca.de­tu-libio para que luego – tú me-escribas-la-nota-de-mi-libro, ‘jamás podrán ser his­

                 toriadores. – +

                                                                                                           4,

 

 

 

 

 

 

Tomatlk, de Moreno Francinals. Manuel. Le Hiuiarie como arme. Tiraie mimcosráfko de ¡a

Academia de Historia del plantel Arzcapotzako del C.

         México, ¡9’!.

 

 

CARTA DE ENGELS A J. BLOCH

Londres, 21-22 de septiembre dc 1890.

…Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abs­tracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta —las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas— ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y deter­minan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores,  en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades, es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil  de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose corno necesidad el movimiento econó­mico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera seria más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.

Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la hacemos, en primer lugar, con arreglo a premisas y condiciones muy concretas. Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas, y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres. También el Estado prusiano ha nacido y se ha desarrollado en causas históricas, que son, en última instancia, causas econó­micas. Pero apenas podrá afirmarse sin incurrir en pedantería, que delos muchos pe­queños Estados del norte de Alemania fuese precisamente Branderburgo, por imperio de la necesidad económica, y no también por la intervención de otros factores (y principalmente su complicación, mediante la posesión de Prusia en los asuntos de Polonia, y a través de esto, en las relaciones políticas internacionales, que fueron también decisivas en la formación de la potencia dinástica austríaca, el destinado a convertirse en la gran potencia en que tomaron cuerpo las diferencias económicas, lingüísticas, y desde la Reforma también las religiosas, entre el Norte y el Sur. Difícil­mente se conseguirá explicar económicamente, sin caer en el ridículo, la existencia de todos los pequeños Estados alemanes del pasado y del presente o los orígenes de las permutaciones de consonantes en el alto alemán, que convierten en una línea de ruptura que corre a lo largo de Alemania la muralla geográfica formada por las montañas que se extienden de los Sudetes al Tauno.

En segundo lugar, la historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelógramos  de fuerzas, de las que surge una resultante —el acontecimiento histórico—, que, a su vez, puede considerarse producto de una potencia única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que uno quiere tro­pieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido. De este modo, hasta aquí toda la historia ha discurrido a modo de un proceso natural y sometida también, sustancialmente, a las mismas leyes diná­micas. Pero del hecho de que las distintas voluntades individuales —cada una de las cuales apetece aquello a que le impulsa su constitución física y una serie de circuns­tancias externas, que son, en última instancia, circunstancias económicas (o las suyas propias personales o las generales de la sociedad)— no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas en una media total en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean = 0.  Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan, por tanto, incluidas  en  ella.

Además, me permito rogarle que estudie usted esta teoría en las fuentes originales y no en obras de segunda mano; es, verdaderamente, mucho más fácil. Marx apenas ha

Y no en obras de segunda mano; es, verdaderamente, mucho más fácil. Marx apenas ha escrito nada en que esta teoría no desempeñe su papel. Especialmente, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte es un magnífico ejemplo de aplicación de ella. También en El Capital se encuentran muchas referencias. En segundo término, me permito remitirle también a mis obras La subversión de la Ciencia por el señor E. Diihring y Ludwig keucrbach y el fin de la filosofía Clásica a/emana,  en las que se contiene, a mi modo ( la exposición más detallada que existe del materialismo hisrorico. El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en aspectos económicos. Es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo. Frente a los adversarios, tenemos que subrayar este principio cardinal que se negaba, no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones. Pero, tan pronto como se trataba de exponer una época histórica y, por tanto, de aplicar prácticamente el principio, cambiaba la cosa, y ya no había posibilidad de error. Desgraciadamente, ocurre con harta frecuencia que se cree haber entendido totalmente y que se puede manejar sin más una nueva teoría por el mero hecho de haberse asimilado, y no siempre exactamente, sus tesis fundamentales. De este reproche no se hallan exentos muchos de los nuevos “marxistas” y así se explican muchas de las cosas peregrinas que han aportado…Tomado de Marx, Carlos y Engels. Federico. Obras rscogidas. Moscú. Ediciones en Lenguas

Extranjeras, t. II, pp. 520-522.

El Colegio Cardenalicio.

 

 

 

 

Cardenales creados por Con más de 80 años Electores Total
Pablo VI 4 4
Juan Pablo II 71 66 137
Benedicto XVI 10 49 59

Total

85 115 200

Cuadro sintético por Continentes

Continente

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
electores

Total
Cardenales

EUROPA

51

58

109

AMÉRICA SEPTENTRIONAL

7

14

21

AMÉRICA LATINA

10

21

31

ÁFRICA

5

12

17

ASIA

9

9

18

OCEANÍA

3

1

4

Total

85

115

200

 

Cuadro sintético por Naciones

Europa

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
Electores

Total
Cardenales

Italia

24

23

47

Alemania

2

6

8

España

6

4

10

Polonia

5

4

9

Francia

5

4

9

Austria

1

1

Bélgica

1

1

Eslovaquia

2

2

Suiza

2

2

4

Portugal

2

2

Ucrania

1

1

2

Países Bajos

1

1

Irlanda

1

1

2

Gran Bretaña

2

2

República Checa

1

1

Bosnia-Herzegovina

1

1

Hungría

1

1

2

Lituania

1

1

Letonia

1

1

Bielorusia

1

1

Croacia 1 1
Eslovenia 1 1

Total

51

58

109

 

América Septentrional

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
electores

Total
Cardenales

Estados Unidos

6

12

18

Canadá

1

2

3

Total

7

14

21

 

América Latina

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
Electores

Total
Cardenales

Brasil

4

5

9

México

4

4

Argentina

2

2

4

Colombia

1

1

2

Chile

1

1

2

Venezuela

1

1

Nicaragua

1

1

Puerto Rico

1

1

Rep. Dominicana

1

1

Cuba

1

1

Honduras

1

1

Perú

1

1

Bolivia

1

1

Guatemala 1 1
Ecuador 1 1

Total

10

21

31

 

África

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
electores

Total
Cardenales

Nigeria

2

2

Angola

1

1

Camerún

1

1

Mozambique

1

1

Uganda

1

1

Tanzania

1

1

Costa de Marfil

1

1

Suráfrica

1

1

Ghana 1 1
Sudan 1 1
Kenia 1 1
Senegal 1 1
Egipto 1 1
Guinea 1 1
Républica Democrática del Congo 1 1
Zambia 1 1

Total

5

12

17

 

Asia

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
electores

Total
Cardenales

India

2

3

5

Filipinas

2

1

3

Vietnam

1

1

Taiwan

1

1

Corea

1

1

Tailandia

1

1

Indonesia

1

1

Siria

1

1

Libano

1

1

China

1

1

Iraq 1 1
Sri Lanka 1 1

Total

9

9

18

 

Oceanía

Nación

Cardenales
con más de 80 años

Cardenales
electores

Total
Cardenales

Australia

2

1

3

Nueva Zelanda

1

1

Total

3

1

4

HISTORIA MUNDIAL I.

EL IMPERIO BRITÁNICO EN EL SIGLO XIX
La capital británica experimentaba de 1860 a 1880 un cambio profundo. La época victoriana iniciaba su tercer y último periodo. El principe consorte falleció en diciembre del año 1861, a los cuarenta y dos años de edad, en lo sucesivo Victoria fue «la viuda de Windsor».
Lord Palmerston, el antiguo enemigo de Victoria, murió en 1865, llorado por todo el pueblo; solamente la reina tuvo palabras duras con relación a él y declaró, en una carta, que nunca pudo sentir hacia el gran político la menor estimación. Lord Palmerston, al morir, desempeñaba el cargo de primer ministro; Russell le sucedió en la Jefatura del gobierno, y, de acuerdo con Gladstone, presentó el proyecto de una nueva reforma parlamentaria, cuyo fracaso originó la dimisión del go¬bierno en pleno. Acto seguido, en Inglaterra se produjo un acon¬tecimiento sensacional: un gobierno conservador —Derby, primer ministro, y Disraeli, en Hacienda— decidió combatir a los liberales con sus propias armas y presentó un nuevo proyecto de reforma electoral, que fue aceptado en 1867 después de un debate tumultuoso y que proporcionó a Disraeli el mayor triunfo desde el comienzo de su carrera. La nueva ley electoral concedía el derecho de voto a todos los obreros, residentes en una ciudad, que poseyeran domicilio fijo y un mínimo de equipo casero, así como a los artesanos y demás miembros de las clases medias rurales. El número de beneficiarios llegaba al millón, y la medida representaba una verdadera conmoción en la sociedad política inglesa. Derby calificó la reforma de «salto a lo desconocido»; sin embargo, muy pronto se comprobarían los resultados de este desconocido progreso. Al año siguiente, los liberales obtenían una gran vic¬toria electoral, que llevaba a Gladstone al poder; éste formó su primer gobierno y emprendió una campaña de reformas en la administración civil, en la Iglesia, en el ejército y en el orden judicial. El nombre de Gladstone permanecería definitivamente unido a todas estas reformas.
La reforma electoral de 1867 tuvo otra consecuencia inesperada: el súbito interés de Gran Bretaña por sus colonias. Gobernantes, gentes acaudaladas, industriales y grandes negociantes, se habían interesado muy poco hasta entonces por las posesiones inglesas de ultramar, a excepción quizá de la India. Las colonias, a su parecer, no constituían más que una onerosa carga, y el pueblo no había olvidado las humi-Ilaciones de la guerra de la independencia americana; además, las colonias costaban muy caras.
En la novela David Copperfield de Carlos Dickens, publicada en 1850, el incorregible Mr. Micawber decide marcharse a Australia para iniciar una vida nueva, lejos de sus acreedores y de otros molestos individuos. La decisión del optimista Micawber no era habitual en aquel entonces; sin embargo, empezaron algunos a imitar al héroe de Dickens y las clases llamadas inferiores descubrieron al fin que las colonias podían representar una fuente de beneficios no explotada todavía.
En 1867, cuando la reforma electoral ofreció nuevas oportu¬nidades e influencia, el imperio representó súbitamente un papel en la vida pública, y las colonias atrajeron a las gentes modestas sin demasiado porvenir en la metrópoli, ya que la aventura exótica era preferible a la vida apagada en los tristes y misera¬bles suburbios de las grandes ciudades. El historiador John Robert Seeley, profesor de Cambridge, analizó este estado de ánimo en una obra publicada en 1883, la expansión de Ingla-terra, en la que afirma que la Gran Bretaña estaba predestinada a reinar en vastos territorios y en todos los continentes y que el país quedaría sumido en la peor decadencia si no emprendía esta misión. Kipling expresaría similares opiniones en verso y en prosa, y antes que él, un gran político, Benjamín Disraeli, había ya inscrito el imperialismo en su programa.
Disraeli pronunció, en 1872, un importante discurso en el que abordó los problemas coloniales. Desde la aparición y difusión del liberalismo en Inglaterra. Cuarenta años antes, determinados medios sociales no cesaron de combatir la expansión del imperio británico, y trataron de lograr sus propósitos con el apoyo de políticos de primer orden y los escritores de más talento. Tra¬taban de demostrar, con precisión matemática, lo caras y onero¬sas que resultaban las colonias a la metrópoli y procuraron, incluso con obstinación, que Inglaterra rechazara esta carga. Según el criterio, ningún ministro cumple con su deber, en este país, si abandona la menor ocasión de estructurar nuestro imperio colonial a la mayor escala posible, y de corresponder con gratitud a la simpatía de lejanas comarcas que pueden ofrecer al país una fuente inagotable de poderío y de felicidad.»
Disraeli fue nombrado primer ministro en 1874 y, apenas empezó a residir en Downing Street, se dispuso a poner en prác¬tica este programa, para laborar en favor de los intereses y el honor de la Gran Bretaña, según sus propios términos. Disraeli comprendió que toda nueva época histórica presentaba nuevas exigencias, como también nuevas amenazas; preveía todas las complicaciones futuras de esta política de poderío, consecuencia de la industrialización que empezaba a florecer en Europa bajo la dirección de Alemania. La paz ya no significaba nada por sí misma y no era ya otra cosa que una preparación para la guerra, y si la Gran Bretaña quería seguir permaneciendo dueña de la situación política mundial y dominar los nuevos problemas que se irían presentando, debía buscar un apoyo en sus posesiones de ultramar. Y todavía otra razón convertía las colonias en un valor esencial en la política inglesa: más que en cualquier otro momento, las importaciones de materias primas eran indispensa¬bles para el país. Hacia 1870, la agricultura padeció una crisis muy grave, cuyas consecuencias se harían sentir durante dece¬nas de años. Inglaterra tenía que importar víveres, y la única manera de mantener su Independencia frente al extranjero era importándolas de las colonias: trigo del Canadá, ganado lanar de Australia, y hortalizas y frutas de África del Sur. Las colo¬nias se convirtieron de este modo en el centro vital de todos los intereses británicos.
La metrópoli se ocupó del Canadá en primer lugar; en 1840, un comunicado de lord Durham inició el camino para unas nuevas relaciones, no sólo en el Canadá, sino con el resto del imperio. El comunicado recomendaba la fusión administrativa de las pro¬vincias canadienses de lengua francesa e inglesa, y acto seguido, la concesión de amplia autonomía para el nuevo Canadá unido, con Parlamento y gobierno propios; en cuanto al gobernador general británico y sus superiores de Londres, se ocuparían lo menos posible de la administración. Estos principios fueron apro¬bados y Canadá inició su marcha hacia un nuevo futuro político. A partir de 1867, el país se transformó en dominio, es decir, en estado independiente en el seno del Imperio británico.
Las provincias australianas más importantes, Nueva Gales del Sur, Australia occidental y la Isla de Tasmania habían sido durante mucho tiempo, incluso después de 1880, lugares de depor¬tación para los condenados de derecho común. Inglaterra en¬viaba a Australia a sus elementos indeseables; en una palabra, Australia era una especie de Siberia británica, y se comprende fácilmente el desprecio de los metropolitanos hacia la lejana colonia. De pronto la situación cambió: uno de los penados des¬cubrió oro y Australia fue considerada en lo sucesivo un país mucho más respetable; se encontraron luego otros yacimientos y sobrevino entonces la avalancha, por la fiebre del oro. El número de emigrantes aumentó bruscamente desde el año de 1850 al 1860. Pasados los primeros momentos de codicia, la situa¬ción se fue normalizando y se percataron de que aquel aluvión humano en busca de oro había sentado al propio tiempo los jalo¬nes de una vida más feliz en el país y creado de hecho la fortuna de sus habitantes. Estos se dedicaron en lo sucesivo a la cría intensiva del ganado, principalmente ovino; el trabajo era duro, ciertamente, pero sin cesar de circular entre el elemento obrero el rumor de que Australia ofrecía un porvenir prometedor, lo que se demostró cumplidamente, Así, cuando las colonias aus¬tralianas reclamaron la autonomía, siguiendo el ejemplo del Ca¬nadá, el gobierno de Londres no puso ninguna dificultad: Nueva Gales del Sur, Victoria, Australia meridional y Tasmania ob¬tuvieron hacia 1850 sus parlamentos y gobiernos propios. Sin embargo, fue necesario esperar hasta 1900 para que se llevara a cabo la fusión de las diferentes colonias australianas en la lla¬mada Commonwealth of Australia, que abrió la ruta y dio el ejemplo de una nueva creación política, la Comunidad británica de la (British Commonwealth of Nations> que integraba, bajo la corona de la Gran Bretaña, una serie de estados libres situados en diferentes partes del mundo.
Rudyard Kipling consideraba el África del Sur como uno de los más hermosos e importantes territorios del imperio británico. Hacia comienzos del siglo xx, residió mucho tiempo en El Cabo, en una casa que le prestó su amigo Cecil Rhodes y que apro¬vechó Kipling en sus vacaciones para describir los maravillosos paisajes en torno a la ciudad de El Cabo.
En cambio, sus compatriotas se interesaban por regiones menos poéticas e idílicas, los territorios áridos del interior, re¬bosantes de oro y diamantes. Hacia el año 1870 y siguientes, una multitud de aventureros abandonó El Cabo y se dirigió a Kinberley, en busca de una fortuna rápida y fabulosa, entre ellos el joven Cecil Rhodes, buscador de diamantes que soñaba con tesoros que esperaba descubrir, y con un gran estado sud¬africano que pensaba fundar después. De hecho, los británicos ya habían tomado contacto con el país durante los últimos años del siglo XVIII, a principios de la Revolución francesa y a peti¬ción de los propios holandeses que allí residían. En virtud de la paz de 1815, los nuevos colonos se quedaron en aquellas tierras y las relaciones empezaron a ser difíciles con los otros blancos establecidos junto a ellos, los boers holandeses. En 1833, los ingleses abolieron la esclavitud en África del Sur, lo mismo que en el resto del imperio y los boers acogieron esta medida con el mayor descontento. Decidieron seguir su suerte por cuenta propia e iniciaron en 1835 la gran emigración en primitivos ca¬rromatos. Los boers fundaron luego sus propios estados en los desiertos del noroeste de la colonia del Cabo; en Natal, el es¬tado libre de Orange y Transvaal, pero los británicos siguie¬ron a su vez esta expansión territorial con gran interés, y se anexionaron Natal en 1840. Con posterioridad a 1850, se conce¬dió la autonomía a la colonia del Cabo; aproximadamente unos veinte años más tarde se encontró oro y diamantes y Africa del Sur adquirió suma importancia en lo sucesivo.
El joven Cecil Rhodes soñaba con la grandeza de Inglaterra. Pero entre 1870 y 1890, en los enormes territorios que él quería someter, la situación parecía poco alentadora para el futuro del poder colonizador, Los británicos se percataron, sobre todo en estas regiones, de lo que vino a llamarse «la carga del hombre blanco». Al sureste del Transvaal se extendía un imperio negro, «el gran reino de los zulúes —como decía el gobernador del Cabo— con un ejército de 40 000 hombres bien equipado y organizado», país donde reinaba el legendario Cetewayo, quien no gozaba de muchas simpatías entre los boers.
Todo parecía indicar una inminente invasión del Transvaal por los zulúes. Los ingleses entonces tomaron la delantera, ocu¬paron el territorio y trataron muy mal a Cetewayo. El primer ministro de Su Majestad, que era entonces Disraeli, se opuso a la guerra con los zulúes, abso¬lutamente inútil en su opinión. Disraeli dimitió en 1880, para no volver jamás a ocupar el poder, y su dimisión enfrentó a su sucesor, Gladstone, con los problemas sudafricanos; por su parte, William Gladstone no quería en modo alguno tomar medidas en tan enojoso asunto, que le desagradaba en extremo. A principios de 1881, declaró al fin, obligado por las circunstan¬cias, que le era imposible otorgar directamente la independen-cia al Transvaal, como exigían los boers. La respuesta no se hizo esperar; los boers se sublevaron y derrotaron a un contingente británico en las montañas de Majuba.
La Gran Bretaña estalló de indignación, que se avivó toda¬vía más cuando el primer ministro cedió ante la presión de los boers, por el acuerdo de Pretoria, en agosto de 1881, que con¬virtió al Transvaal en una república libre. La reina Victoria no daba crédito a sus oídos. Los boers sacaron la consecuencia de que ya nada tenían que temer de los ingleses.
William Gladstone decía, sin temor alguno a lo paradójico de sus palabras: «Señores, combatimos el imperialismo, pero nuestros corazones están ligados al
El canal de Suez
¡Frases más o menos enigmáticas! Gladstone no era el único en hacer extraños comentarios acerca de aquel imperio britá¬nico, en marcha decidida hacia su apogeo. Nadie, excepto Dis¬raeli, tenía una idea demasiado clara de la expansión británica; Disraeli murió en 1881, pero pocos años antes había obtenido uno de los más brillantes éxitos al servido del Imperialismo bri¬tánico: la intervención en el canal de Suez por parte de Inglaterra.
El canal de Suez debe su existencia a un ingeniero francés, Fernando de Lesseps. Durante muchos años, Lesseps habia intentado sin éxito atraer a príncipes y hombres de negocios a la idea de la apertura de un canal que uniese el Mediterráneo con el mar Rojo, con objeto de proporcionar al comercio mundial una nueva ruta de primer importancia. La energía y tenacidad de Lesseps lo¬graron el triunfo y en 1859 pudo iniciar los trabajos gracias al apoyo, no precisamente de Inglaterra, la más interesada en ello, sino de Napoleón III, e incluso la esposa de éste, la emperatriz Eugenia, realzó con su presencia las ceremonias de inaugura¬ción diez años más tarde, fecha histórica en la que una larga procesión de navíos transitó solemnemente el canal y al frente de ellos el yate imperial francés, el Águila.
Los ingleses no poseían una sola de las acciones de la Compañía que había costeado los gastos de la colosal obra. Francia tenía en su poder más de la mitad, y el príncipe de Egipto, conservaba el resto. A Disraeli le molestaba en extremo esta exclusión y la consideraba una imperdonable negli¬gencia, puesto que el canal de Suez revestía enorme importancia para las relaciones de la Gran Bretaña con la India, Australia y el Extremo Oriente. El nuevo itinerario era para los británicos mucho más esencial que para otra nación cualquiera. De pronto circuló el rumor de que el kedive, carente de dinero para su vida disipada, como de ordinario, pensaba vender sus acciones personales, unas 117 000 sobre 400 000. Disraeli aplicó oído aten¬to inmediatamente y cuando, poco más tarde, el kedive dio a conocer su precio —unos cuatro millones de libras— el negocio se convirtió en una carrera a contra reloj. El 18 de noviembre de 1875, Dlsraeli escribió a la reina: «Este asunto debe arre-glarse» y el 24: «Todo ultimado; ya lo tenéis, señora».
Todo ello se había negociado al margen del Parlamento, pero los representantes de la nación británica se apresuraron a ratificar su iniciativa. Y así, poco después que Inglaterra adqui¬riera sus acciones, el kedive entregó las llaves financieras egip¬cias en manos de una comisión mixta franco-Inglesa que se de¬nominó la Caja de la Deuda. De hecho, Egipto pasaba a depender de lo que entonces se llama la «doble administración». Por fin, en 1876, Benjamin Disraeli, forjador del imperio, llegaba a la cumbre de su carrera y pudo ofrecer a la reina el titulo de emperatriz de la India.
Gladstone predijo que la compra de las acciones del canal de Suez y el control o administración financiera de Egipto pe¬sarían gravemente sobre la Gran Bretaña y los acontecimientos le dieron la razón. Entre otras consecuencias, el Africa oriental empezó a ser algo más accesible. Poco se conocía de estos te¬rritorios, en los que apenas había comenzado la exploración europea. y fue entonces cuando David Livingstone pudo llevar a cabo la asombrosa misión de su vida.
Livingstone fue una personalidad notable, un hombre sencillo, sincero y honrado, que se evadía del mundo para salvar su alma. Al propio tiempo misionero, médico y explorador, fue uno de los héroes de su siglo: una fe profunda, honesta y ardiente, ins¬piró todos sus actos, y la mayor parte de sus viajes los llevó a feliz término en solitario, sin ninguna ayuda ni compañero blanco, porque se sentía más feliz entre los Indígenas negros.
Nació en Escocia, en 1813, y según sus propias palabras, en el seno de una «piadosa pobreza». A los nueve años ya trabajaba en una fábrica de hilados de algodón y economizaba para pagar sus estudios, con el fin de obtener el título de mé¬dico en las universidades de Glasgow y Londres. A partir de 1840, el joven doctor Livingstone se hizo misionero y, al año siguiente partió hacia el Africa meridional a una misión de Bechuanalandia situada a unos mil kilómetros del cabo de Buena Esperanza. Durante siete años llevó la penosa vida del humilde y abnegado misionero, predicó, convirtió a muchos aborigenes y puso sus conocimientos médicos al servicio de las poblaciones lndigenas. Fue famoso en sus relaciones con los negros: afectuo¬so y abnegado, sin ostentación, sin debilidades, al propio tiempo Livingstone aprendía varias lenguas autóctonas.
En 1849, se inició la grandiosa carrera de Livlngstone: «Te¬nemos todo un mundo ante nosotros», solía decir, y queda con¬quistar aquel vasto mundo, ante todo para el cristianismo pero también ~—y en ello demostró ser un típico victoriano— para el comercio y para el concepto que él tenía de la civilización. Li¬vingstone abrió entonces ante las más fantásticas experiencias; atravesó el desolador desierto de Kalahari y Ilegó al lago Ngami y a las impresionantes cataratas del Zambeze. Experiencias que a menudo fueron terribles; quedó dolorosamente afectado por la trata de negros, a la que inhumanos negociantes, en su mayor parte árabes, se dedicaban en el interior africano y Llvingstone declaró entonces la guerra contra los esclavistas, a quienes quería vencer sin más armas que su ideal misionero y la colonización. Tal objetivo exigía el establecimiento de nuevas misiones, y ello resultaba imposible sin el previo descubrimiento y exploración geográfica de inmensos territorios, lo que explica que Livingstone se hiciera primero explorador y después misionero. En 1852, inició la gran expedición hacia el interior del continente desco¬nocido; Livingstone envió a su familia a Inglaterra y se puso en marcha hacia el poniente africano. Dos años necesitó para llegar a la costa occidental, es decir a la orilla atlántica. Una vez allí, Livlngstone dio media vuelta y marchó de nuevo hacia Le¬vante, atravesando comarcas ignotas, hasta que un día descubrió unas grandiosas cataratas que los indígenas llamaban «el humo del trueno» y Livingstone rebautizó con el nombre de Victoria FalIs; siguiendo después el curso del Zambeze, llegó a la costa oriental, en 1856. Esta travesía del continente africano fue uno de los acontecimientos más destacados en toda la historia de la exploración africana, lo que llenó de gloria al doctor Livingstone.
Londres le acogió como un héroe nacional a su regreso en 1856, lo que no le halagó lo más mínimo, y así, en 1858, Livings¬tone se hallaba dispuesto para salir de nuevo. Una asignación de cinco mil libras y el cargo de cónsul en una ciudad africana de la costa, le permitieron llevar a cabo su segunda expedición, viaje que se prolongó hasta 1864. Nuevamente regresó a Londres, y la Real Sociedad Geográfica le confió la misión de explorar las comarcas de los lagos Nyassa y Tanganika, en busca de las fuentes del Nilo, problema clásico entonces y en la Antigüedad
Livingstone salió de Londres en agosto de 1865; en marzo del año siguiente, pasó desde Zanzibar al continente africano para empezar su tercer viaje, del que ya no volvería. Tenía intención de llegar hasta Tanganika, y después penetrar en el interior; de pronto desapareció y durante más de cinco años el mundo es¬tuvo sin noticias del gran explorador.
Le dieron por muerto, porque suponían que había llegado a un país de antropófagos. En esta situación, un magnate de la prensa americana, el propietario del New York HeraId, ordenó que se presentara uno de sus corresponsales y le dijo concretamnente: ¡Tome mil libras esterlinas; cuando se hayan gastado, tome mil libras más, y así sucesivamente; pero encuentre al doctor livingstone.
El New York Herald era el periódico de mayor tirada del mundo, pero no gozaba ciertamente de la mejor reputación, ya que se consideraba como sumamente indiscreto, poco escrupulos¬o, vulgar y sensacionalista. En cuanto al joven periodista enviado tras las huellas del desaparecido, se llamaba Henry M. Stanley y demostró, en todos sus actos, una energía a menudo rayana en la brutalidad. Stanley se tropezó con demasiadas peripecias y dificultades en su tumultuosa existencia para ser un nombre refinado. Nacido en 1841 en el País de Gales, se había listado en un barco, y al fin llegó a Nueva Orleáns. Durante la guerra de Secesión combatió primeramente en las filas de los sudistas y después en los ejércitos de la Unión; más tarde, escri¬bió en diversos periódicos, e ingresó en el New York Herald. Donde en 1869 recibió la misión de hallar a Livlngstone a toda costa, Stanley había vivido ya las batallas campales de la guerra civil, las escaramuzas sangrientas contra los indios pieles rojas, varios naufragios y largos viajes por países lejanos.
En 1871 Stanley desembarcó en Zanzibar y equipó allí su expedición de búsqueda. Algunos suponían que Livingstone se hallaba probablemente en el poblado de Ujiji, junto al lago Tangranika. Stanley quiso comprobar personalmente esta hipótesis dispuso que su expedición saliera en abril de aquel mismo año. Los primeros días de noviembre de 1871, Stanley llegó a un gran lago, que no dudó fuera el Tanganika. En la orilla un grupo le chozas, precisamente Ujiji. Entonces pudo ver a aquel hombre quien buscaba desde hacia cerca de un año. Stanley se dirigió a él, sosteniendo con respeto el casco tropical en la mano. Livingstone recibió con gratitud a aquel desconocido que llegó para salvarle la vida. Livingstone impresionó al joven periodista, hasta el punto de dejar viva la huella en él durante toda su vida; Stanley consideró a Livingstone como un santo, un apóstol de Cristo, dotado de inmensa bondad, paciencia y espíritu de sacri¬ficio. El recién llegado se proponía conducir a Livingstone hasta Londres, donde recibiría los cuidados que exigía su estado de salud, pero Livingstone se negó a ello alegando que no habla terminado su tarea. Permaneció en la brecha africana y ambos hombres se separaron al fin en 1872.
Stanley fue el último blanco que pudo ver todavía vivo a Livingstone. El gran explorador y misionero prosiguió sus tra¬bajos aun hallándose ya agotado por completo. El doctor Li¬vingstone murió durante la noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1875, en un poblado negro al sur de Ujlji, en pleno corazón de Africa. Sus compañeros indígenas enterraron emocio-nados su corazón bajo un árbol, en el mismo lugar en que expiró, y los demás restos mortales, conducidos piadosamente a Ingla¬terra, descansan actualmente en la abadía de Westminster. Li¬vlngstone escribió varios libros en los que describía sus viajes, los cuales figuran hoy entre los clásicos de la literatura inglesa, y que han dado motivo a que se comentara: «Livingstone des¬cubrió Africa de la manera más cristiana y noble que existe».
Entretanto, Stanley regresó a la costa a marchas forzadas, para embarcarse con destino a Inglaterra, y corrió veloz, literalmente ha-blando, hacia el primer telégrafo que pudiera anunciar su gran victoria profesional a su periódico y al mundo entero. Pero apenas regresado a Inglaterra, $tanley se vio pronto asediado por la envidia y la des-confianza. Se puso en duda la autenticidad de las cartas de Livlngstone que trajo el periodista-explorador y llegó a decirse que lejos de haber socorrido a Livingstone fue salvado por éste e intentado usurpar la gloria del doctor. Por fortuna, dos hombres cuando menos, vieron la situación con claridad: Gordon Bennet, director del New York Herald, que se apresuró a costear un nuevo reportaje de Stanley en el Africa Central, y Leopoldo II, rey de los belgas, que supo encontrar en los artículos del explorador la confirmación de sus aspiraciones coloni¬zadoras.
Leopoldo II convocó el 12 de septiembre de 1876, en el palacio de Bruselas, una conferencia internacional de Geografía. Ante los delegados de Alemania, Austria-Hungría, Gran Bretaña, Italia, Francia y Bélgica, declaró: «Señores: entre quienes más se han dedicado a estudiar Africa, buen número de ellos se han inclinado a creer que se lograrían notables ventajas, para el fin común que persiguen, si se celebraran reuniones y confe¬rencias con vistas a regular la marcha de las exploraciones, combinar los esfuerzos, sacar partido de todos los recursos y evitar la duplicidad de trabajos. Me ha parecido que Bélgica, estado central y neutral, sería un país notoriamente bien escogido para semejante reunión, lo cual me ha alentado a convocaros a todos aquí, en mi casa…».
Al cabo de siete días de debates acerca de la importancia científica de las exploraciones y la necesidad humanitaria de detener el tráfico de negros, al que se dedicaban los árabes, la conferencia quedó organizada como Asociación internacional para la represión de la trata de negros y promoción del Africa central. Leopoldo II asumió la presidencia del comité ejecutivo, del cual fue el cerebro, la voluntad y ciertamente el socio capi¬talista; por lo demás, debían constituirse comités nacionales en cada país participante y preparar los caminos para una acción eficaz de la opinión pública. El comité belga fue, de hecho, el único en entrar inmediatamente en acción, y la primera expedi¬ción organizada se encargó de establecer estaciones en la región de los Grandes Lagos. Acababa de embarcarse cuando se supo que Stanley, que había salido de Zanzibar en 1874, había logrado atravesar el Africa ecuatorial de parte a parte.
Leopoldo II no perdió un instante. Stanley, a su llegada a Marsella, fue acogido por dos representantes del rey, que le invitaron a que pasase al servicio de la Asociación Internacional Africana. Stanley se negó al principio, porque esperaba encon¬trar apoyo financiero y político en la Gran Bretañaa; luego, pa¬sados seis meses de entrevistas estériles, se resignó a establecer contacto con Leopoldo II. «Ahora —indicaba el explorador— estoy comprometido con un pueblo extranjero, para Intentar obtener el Congo para él. Veremos lo que podemos hacer.,.»
Lo que pudo hacer fue excepcional. En 1860, mientras Braz¬za, otro explorador, se establecía en la orilla derecha del Pool del río Congo y lograba hacer reconocer la soberanía francesa, Stanley se instaló en la orilla izquierda, donde fundó la esta¬ción de Leopoldville; más tarde pudo colocar nuevos jalones de exploración en el alto Congo y descubrió el lago Leopoldo II. Habla llegado la hora de las negociaciones diplomáticas. El monarca belga supo explotar hábilmente la emulación de las grandes potencias, y frente a las ambiciones de Francia y de Brazza apelaba a Inglaterra, mientras que si, por el contrario, ésta sostenía con excesiva animosidad tas pretensiones portuguesas a la desembocadura del Congo, en virtud del tratado anglo-portugués de 1884, advertía discretamente de ello a Bismarck. Mientras Stanley fundaba una nueva serie de estaciones colonizadoras, el rey de los belgas preparaba el cebo del reconocimiento del «estado libre del Congo», y aprovechando el movimiento de simpatía provocado en los Estados Unidos en cuanto a la lucha contra la esclavitud, el rey obtuvo del gobierno de Washington, el 22 de abril de 1884, el reconocimiento de Asociación Internacional del Congo y de la bandera azul estrella dorada. Francia, a cambio de ciertas concesiones, y más tarde Alemania, imitaron el gesto americano.
A partir de entonces, el reconocimiento del estado del Congo estaba virtualmente conseguido y la conferencia internacional convocada por el canciller Bismarck, pudo comenzar sus trabajos. El 26 de febrero de 1885, el acta general de Berlín reconoció a Leopoldo II como soberano propietario del estado independiente del Congo, cuyos límites abarcarían toda la cuenca convencional del río; en compensación, las banderas de todos los países debían tener acceso a él, y al comienzo se declara libre para todas las naciones. Dos meses más tarde, las Cámaras belgas votaron el régimen de gobierno de unión personal de Bélgica y el Congo.
La situación en Africa del Sur se tomó de pronto alarmante, a mediados de la última década del siglo, y el primer punto candente era el Transvaal. La república de los boers había evolucionado en un sentido que apenas respondía a los proyectos que la Gran Bretaña forjaba para su imperio. Cuatro recias personalidades representaron primeros papeles en el drama sudafrlcano: el anciano lord Salisbury; su ministro de Colonias, Jose Chamberlain; el presidente del Transvaal, Paul Krüger y Cecil Rhodes.
La reina Victoria recibió en audiencia a Cecil Rhodes y le preguntó: •Qué está haciendo usted ahora. A lo que replicó su interlocutor: “Hago todo cuanto puedo para extender los dominios de Vuestra Majestad”. Ciertamente, Rhodes no exageraba en absoluto, por haberse convertido en uno de los mayores constructores del imperio. Hijo de un pastor inglés, lo enviaron al Africa del Sur a los diecisiete años de edad, para cuidarse una leve afección pulmonar, hacia 1870, en la época del rush o gran invasión hacia las minas de diamantes descubiertas poco antes. Aquel negocio interesó en gran manera al joven Rhodes, quien compró una concesión y procuró ganar dinero para regresar a Inglaterra y poder estudiar. Más tarde, adquirió sistemáticamente varias minas de diamantes en Kimberley, las transformó en vastas e importantes empresas, y pronto se encontró de lleno en el centro de toda la actividad financiera de Africa del Sur. En 1889, el gobierno le autorizó a crear la Chartered British-South-Africa Company que correspondía, en cierto modo, a la East India Company del siglo XVII, La Chartered Company se adjudicó un extenso territorio que llamó Rhodesia, en homenaje a su fundador y, a poco, la compañia se convirtió en un imperio dentro del Imperio.
Cecil Rhodes llegó a ocupar el cargo de primer ministro de la colonia de El Cabo en 1890, También aquel hombre tuvo su «gran sueño», como Gabriel Hanotaux y tantos otros. Persuadido de que ningún otro pueblo podía compararse con los británicos, escribía: «Somos el pueblo más grande del mundo y cuantos más territorios colonicemos, mejor será la humanidad. Si conseguimos que la mayor parte del mundo esté bajo nuestra administración, se habrán terminado todas las guerras». Rhodes soñaba con reunir bajo la Unión Jack británica una confederación africana de estados libres, desde El Cabo a El Cairo. Por otra parte, Africa no bastaba a sus ambiciones y le parecia perfectamente realizable el fundir en un solo bloque a todos los pueblos de habla inglesa. Cecil Rhodes era un entusiasta, un visionario que contaba con poderosos medios. En cambio, su enemigo Paul Kruger le consideraba como uno de los hombres menos escrupulosos de toda la historia mundial.
Paul Krüger era presidente del Transvaal desde 1883. En su infancia realizó en 1835, el «gran trek», la gran migración desde El Cabo hacia el norte, y fue testigo de la creación de su futuro estado; fue también cazador y campesino, y la Biblia guiaba todas sus acciones.
La pequeña república boer fue un país pobre hasta el día en que se descubrió abundante oro en Witwatersrand. Llegaron aventureros procedentes de todos los países, sobre todo de Europa. La ciudad de Johannesburgo aumentó visiblemente y ya contaba cien mil habitantes en 1895; los extranjeros invirtieron grandes capitales en las minas y Cecil Rhodes figuraba, por supuesto, entre los mayores capitalistas. Africa del Sur despertaba entonces todas las apetencias.
El presidente Krüger detestaba a todos aquellos extranjeros que trataban de entrometerse en su país. Los inmigrantes aportaban al Estado las nueve décimas partes de sus ingresos fiscales; a pesar de ello, no tenían derecho al voto ni podían ejercer la menor influencia en la administración de la república, por lo que aumentó el malestar.
Paul Krüger también forjaba sus sueños, los de ofrecer al Transvaal su independencia completa, liberarla de la soberanía—aun siendo teórica— impuesta por la Gran Bretaña después de la batalla de Manjuba Hill; en su opinión, el Transvaal debía dirigir su politica exterior y convertirse en el estado más poderoso del África meridional, A tal propósito, Krüger buscó aliados contra Cecil Rhodes y los ingleses, y eligió la única gran potencia que poseía igualmente territorios en el África del Sur: Alemania. En enero de 1895, día del aniversario del emperador Guillermo, Kruger pronunció un discurso en la colonia alemana de Pretoria en el cual dijo: «Ha llegado la hora de asentar nuestra amistad sobre una base todavía más firme». A partir de entonces; la situación empeoró rápidamente.
A finales de los años 80, Cecil Rhodes coincidió con Chamberlain en un banquete y su conversación nada tuvo de cordial, precisamente. «Me han dicho que usted apenas me aprecia» observó Rhodes, a lo que Chamberlain respondió: «No recuerdo haber proporcionado a nadie el menor motivo para que usted me hable de este modo. Pero ya que abordamos este tema, dígame ¿por qué tengo que apreciarle? Yo sólo sé dos cosas de usted: en primer lugar, ha afirmado, al parecer, que todo hombre tenía su precio; eso no es verdad, y no me gustan las gentes que piensan así. En segundo lugar, ha proporcionado diez mil libras a Parnell, y creo que difícilmente puede esperar que le dé las gracias por ello».
Chamberlain no superó nunca por completo su desconfianza hacia el multimillonario; sin embargo, cuando se le adjudicó la cartera de Colonias durante el tercer ministerio de lord Salisbury, su primer gesto fue autorizar a la Chartered Company que ocupara una estrecha franja de terreno a lo largo de la frontera occidental del Transvaal, con intención de establecer un ferrocarril que comunicara El Cabo con Rhodesia. Esta pequeña porción de territorio representaría pronto un papel decisivo.
El ministro de Colonias estaba ciertamente informado del malestar político que reinaba entre los inmigrantes del Transvaal y sabía que la rebelión era posible e incluso probable; pero Chamberlain parecía ignorar el plan de un levantamiento, ya a punto en los últimos díass de otoño de 1895. La operación preveía que Cecil Rhodes pusiera a disposición de los rebeldes una tropa de policía armada, organizada por la Chartered Company, pero Rhodes se sentía como sobre ascuas, y deseaba actuar y atacar con la mayor rapidez.
El mando de la fuerza de policía que debía apoyar el golpe de estado se confió al doctor Leander Stare Jameson, uno de los mejores amigos de Rhodes y una de las personalidades más importantes de la Chartered Company. El doctor Jameson debía de ser sin duda un hombre encantador, pero también impulsivo, nervioso en exceso, en quien la acción tenia prioridad sobre la reflexión, Reunió a su tropa en la famosa franja de terreno de la frontera occidental; en principio, sus hombres debían penetrar en el Transvaal a una señal convenida con los rebeldes, pero la señal no llegó porque en el último instante los inmigrantes retrasaron la acción. Con todo, el doctor Jameson quería a toda costa llevar a cabo la incursión y el 29 de diciembre de 1895 pasó la frontera de la República boer con quinientos hombres dispuestos a derribar al gobierno Kruger.
Fue evidentemente un espectacular fracaso: los boers tuvieron que esforzarse para rechazar el ataque, que en Inglaterra el joven político liberal Edward Grey calificó de «crimen». Jameson depuso las armas a los cuatro días: el 2 de enero, y al día siguiente el presidente Krüger recibió este telegrama procedente de Alemania: «Os felicito cordialmente, lo propio que a vuestro pueblo por haber rechazado, sin ninguna ayuda de potencias amigas, a las bandas armadas que invadieron vuestro territorio; y por haber restablecido vosotros solos la paz y la independencia de vuestro país. Guillermo».
La incursión Jameson causó el efecto de una bomba y el porvenir político de Chamberlain estuvo amenazado durante varios dias; no obstante. El ministro adoptó pronto sus medidas y condenó la aventura en términos rotundos. Cecil Rhodes hubo de abandonar la presidencia del gobierno en la colonia de El Cabo y el doctor Jameson compareció ante un tribunal londinense que le condenó a dos años de prisión, si bien muy pronto fue liberado por razones de salud. Terminó su carrera siendo primer ministro de El Cabo.
El suceso más sensacional de aquel episodio fue sin duda el telegrama del kaiser, gesto que tuvo consecuencias bastante serias en lo tocante a las relaciones anglo-alemanas. Hasta entonces, a causa de sus continuas fricciones con franceses y rusos, los británicos se habían orientado instintivamente hacia Alemania, pero he aquí que Guillermo II se presentaba de repente como protector de Krüger, que en aquel instante era el peor enemigo de la Gran Bretaña. La prensa inglesa protestó unánime y violentamente y el Times afirmó que ya era hora de indicar a los alemanes que los británicos no cederían jamás ante ninguna amenaza, cualquiera que fuese su procedencia.
En cambio, el kaiser demostró estar muy satisfecho, y su pueblo aplaudió el telegrama, por supuesto. Aquella reciente hostilidad entre Inglaterra y Alemania estribaba también en otros motivos: en 1896 apareció en Inglaterra un folleto titulado Made in Germany, que exponía el peligro cada vez mayor que para Inglaterra significaban las exportaciones alemanas y hablaba también de una rivalidad a muerte, entre ambos países en el plano comercial.
Las espantosas matanzas de las dos guerras mundiales del siglo xx hacen que nos olvidemos un tanto de Ladysmith, Jagersfontein, Spionkop, Colenso y Mafeking, y sin embargo la guerra de los boers, sus campos de batalla y sus operaciones de asedio, fueron en su época una realidad sumamente penosa para África y Europa, y sobre todo para la Gran Bretaña. Las reacciones de la población británica pasaron por tres etapas sucesivas: primera, un entusiasmo más o menos delirante; luego el más sombrío pesimismo y. finalmente, la amarga decisión de terminar la guerra a toda costa, obligando a los boers a una capitulación sin condiciones.
Después de la incursión de Jameson, fue ya imposible evitar la guerra: Paul Krüger emprendió preparativos impresionantes, compró cañones y fusiles en Holanda, Alemania y Francia. y llevó a cabo numerosas fortificaciones. Su adversario, sir Alfred Milner —el futuro lord Milner— fue enviado entonces al África del Sur por el propio Cbamberlain, con el título de alto comisario británico. Este personaje no dejaba de ser un excelente administrador y partidario convencido de los ideales imperialistas, pero era un pésimo diplomático cuyas negociaciones con los boers fueron catastróficas por su arrogancia intolerable.
El 10 de octubre de 1899, el presidente Krüger envió un ultimátum al gobierno británico, exigiendo el cese de todo envío de refuerzos británicos al África del Sur y la retirada de las tropas ya acantonadas. El gabinete de Salisbury rechazó, por supuesto, el ultimátum, lo que significaba la guerra.
Resulta dificll saber qué fue más resonante, si el entusiasmo patriótico en Inglaterra o los reproches rencorosos contra la Gran Bretaña en todas partes del mundo. La opinión general juzgaba escandaloso que un gran imperio declarase la guerra a dos pequeñas repúblicas boers —el Estado libre de Orange se había unido al Transvaal— y saludaba a los boers como a auténticos héroes, victimas de una brutalidad despiadada y en los últimos días de 1899, eran muy escasos quienes fuera de Inglaterra no compartían esta opinión, que contaba con partidarios incluso en la propia Inglaterra, en una reducida fracción del partido liberal. En 1937, el historiador liberal G. M. Trevelyan reflejaba aún el ideario de este grupo en su biografía de sir Edward Grey:
. En aquel último otoño del siglo xix, los propios boers se sentían henchidos de valor, seguros de la justicia de su causa, persuadidos de tener el derecho en su favor, como igualmente estaban convencidos de conseguir la victoria. Los boers eran excelentes soldados, magníficos jinetes y escogidos tiradores; además, combatían en su propio terreno, notoria ventaja en tales circunstancias, y por añadidura no dudaban de que los rivales de la Gran Bretaña iban a prestarles decisiva ayuda, en primer lugar Alemania y Francia, lo que significaría el término de la hegemonía británica en el mundo. Un boer resumirá de este modo los deseos y esperanzas de sus compañeros: .
Durante la guerra de los boers, el mundo oyó hablar por vez primera de cosas que alcanzarian triste celebridad: el color kaki de los uniformes, las alambradas de espinos, las trincheras con parapetos de sacos de arena, los campos de concentración. Al principio, los boers tuvieron la ventaja del número que les proporcionó los primeros triunfos: iniciaron las hostilidades con una ofensiva mortal, los boers derrotaron una vez más a los ingleses durante «la semana negra» del mes de diciembre.
Los británicos recuperaron la iniciativa en Jagersfonteln y en Colenso. El cambio se perfiló en enero de 1900 con el nombramiento de lord Roberts para el mando supremo y de Kitchener como jefe del Estado Mayor general. Ladysmith fue liberada en febrero y Mafeking en mayo. Las demostraciones de alegrla de los londinenses ante estos éxitos locales evidencian hasta qué punto albergaban pocas esperanzas de victoria. La toma de Mafking les permitió gran alivio; luego los británicos entraron en Pretoria y Johannesburgo, a finales de mayo y principios de junio. Krüger partió a Europa en demanda de ayuda, aunque sin resultado, ya que ningún país se atrevió a apoyar a los boers. El Estado libre de Orange cayó en mayo y la conquista del Transvaal quedó terminada en octubre, lo que determinó, de hecho, el final de la contienda. Sin embargo, el gabinete británico prosiguió las hostilidades, con disgusto de Kitchener, indignado por aquella guerra. Los boers se negaban todavía a someterse, a pesar de la ventaja numérica de Inglaterra, que inundaba de soldados el país y derrotados en los campos de batalla, prosiguieron la lucha contra los ingleses, en guerrillas difíciles de dominar. La paz no llegó hasta 1902. y los boers aceptaron en Vereenlglng las honorables condiciones que les propuso Kitchener: el Transvaal y el Estado libre de Orange reconocieron como soberano al rey de Inglaterra y recibieron a cambio la promesa de una amnistía general y un régimen de autonomía interna.
Cecil Rhodes había muerto antes de cumplir los cincuenta años de edad, en marzo de 1902, cuando iba a firmarse la paz. Sus últimas palabras fueron: «¡Tantas cosas por hacer y qué poco se ha hecho!».
En aquella época José Chamberlain tenía también ante él mucho trabajo. En los últimos años del siglo, mantuvo prolongadas negociaciones con el conde Hatzfelt, embajador de Alemania, entrevistas que no alcanzaron resultado positivo. En caso contrario, la historia del mundo quizás hubiera seguido otro curso. El 29 de marzo de 1898, Chamberlain se entrevistó con Hatzfelt privadamente y le formuló una proposición sensacional: una alianza defensiva entre Alemania y Gran Bretaña. De hecho, no se trataba de una concesión dictada por circunstancias momentáneas: Chamberlain había reflexionado detenidamente y creía poder realizar un acuerdo entre Alemania e Inglaterra y acaso también con los Estados Unidos, para garantizar la paz durante una generación cuando menos, o quizás por más tiempo todavía. En cambio, el anciano lord Salisbury seguía manteniéndose terco en el principio del «espléndido aislamiento». Chamberlain no podía contentarse con esta idea por considerarla incluso peligrosa en aquellas circunstancias.
Chamberlain repitió su oferta en tres ocasiones distintas: en 1898, en 1899 y en 1901. Visitó no sólo al embajador de Alemania, sino también al propio kaiser y al canciller imperial.
Bernhard von Bülow. El ministro Inglés acabó declarando que Gran Bretaña no podía permitirse ya el lujo del aislamiento: tenía necesidad de aliados y daba la preferencia a Alemania; ahora bien, si el acuerdo resultaba imposible con el imperio alemán, buscaría entonces una aproximación a Francia y a Rusia.
Chamberlain tuvo paciencia hasta el último momento, pero Alemania respondía siempre con una política de obstinada reserva. El consejero privado Von Holstein escribia en 1899: «No tiene la menor importancia que se nos ame o se nos odie. La política internacional es hoy tan complicada que ninguno de los grandes bloques mundiales desearía tener a Alemania por adversario; y los ingleses menos aún que los rusos».
Chamberlain perdió al fin la paciencia y expresó a su jefe Salisbury que los alemanes, con posterioridad a la caída de Bismarck, basaron toda su politica en la extorsión: opinión que el ministro expresó igualmente en sus discursos oficiales.
Se perfilaba el mundo al sistema de alianzas que culminarían en el choque imperialista en la I Guerra Mundial.

HISTORIA MUNDIAL I.

CARA Y CRUZ DE ABRAHAM LINCOLN

ABRAHAM LINCOLN DEMOCRATA

ABRAHAM LINCOLN, hacia mediados de la Guerra Civil, habló de la libertad en los siguientes términos:

“El mundo no ha tenido nunca una definición justa de la libertad del mundo, y el pueblo norteamericano, precisamente ahora, la necesita urgentemente. Nosotros, to­dos, estamos por la libertad; pero empleando la misma palabra no expresamos la misma cosa. Para algunos, la palabra libertad puede significar que cada hombre haga lo que quiere de sí mismo y del producto de su trabajo; mientras que para otros, la misma palabra puede significar que algunos hombres hagan lo que les dé la gana con otros hombres y con el producto del trabajo de éstos. Aquí nos encontramos, pues, ante doscosas, no sólo diferentes, sino incompatibles, expresadas con la misma palabra libertad. De donde se deduce que cada una de estas cosas se ve llamada, por las partes respectivas, con dos  nombres diferentes e incompatibles: libertad y tiranía.

‘El pastor arranca de la boca del lobo a la oveja que iba a ser victimada y, natu­ralmente, la oveja le agradece como a su libertador; pero el lobo lo maldice por el mismo acto, acusándole de destruir la libertad, teniendo en cuenta especialmente que la oveja era negra. Se ve claramente que la oveja y el lobo no estaban de acuerdo sobre la definición de la palabra libertad. Y, precisamente la misma diferencia preva­lece actualmente entre nosotros los hombres, incluso en el Norte, y todos profesamos el amor a la libertad. Así es como seguimos contemplando el espectáculo de millares de hombres bajo un yugo que algunos llaman libertad y que otros llaman destrucción de la libertad. Pero parece que, hace poco, el pueblo.., ha principiado a hacer algo para definir la libertad. Y gracias a todo lo que ya él ha hecho está repudiándose el diccionario del lobo”.’

ABRAHAM LINCOLN RACISTA

(Fragmentos)

“Mi intención sería liberar a todos los esclavos y enviarlos a Liberia, de donde son originarios. Pero esto es imposible… ¿Qué hacer? ¿Liberarlos y hacerlos nuestros iguales, política y socialmente? Jamás admitiré esta solución; y si la admitiese, todos sabemos que la gran masa de la población blanca no lo admitiría… Es mi propósito no interferir directa ni indirectamente en las instituciones esclavistas, en los estados en que existan. No me creo autorizado en derecho para hacerlo, ni me siento inclina­do a ello.

Quiero afirmar aquí que no estoy, ni jamás he estado en sentido alguno de parte de la igualdad social y política entre la raza blanca y la negra; que jamás he favorecido la idea de hacer jurados electores a los negros, o de atribuirles la capacidad para ostentar un cargo público, o de contraer matrimonio con personas blancas, Por añadidura, diré que entre la raza blanca y la negra existe una diferencia física que estoy convencido hará imposible para siempre el que las dos razas convivan en un plano de igualdad social y política. Está visto que no pueden convivir como iguales, y mientras continúen juntas, entre ellas deberá mantenerse la relación que corresponde a un inferior con un superior. En no menor grado que ningún otro, yo me inclino a dar la supremacía a la raza blanca.

‘Este gobierno no ha de sufrir siempre que subsistan a medias la esclavitud y la libertad.

“Mi objetivo supremo es el de salvar la unión, no el de salvar o destruir la escla­vitud. Si pudiese salvar la unión sin liberar esclavo alguno lo haría desde luego; pero como esto no es posible, destruiré la esclavitud para salvar la unión”.

Tomado dc Calderozzi Massimo, Antonio. La Retolución Negra en los Estados Unidos. Barcelona

Editorial Bruguera, pp. 25-26 y de Meca, 1

y Abraham Lincoln Intimo. México, 196L Editora

Nacional. pp. 13-299.

 

ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE:

1. EXPLICA LAS CARACTERÍSTICAS ECONÓMICAS DEL NORTE DE LOS ESTADOS UNIDOS.

 

2. EXPLICA LAS CAUSAS MAS IMPORTANTE QUE PROVOCARON LA GUERRA CIVIL EN ESTADOS UNIDOS;

 

3. ¿DE QUE MANERA ESTIMULO EL SENTIMIENTO ANTIESCLAVISTA LA OBRA DE «LA CABANA DEL TÍO TOM”

 

4. EXPLICA CUALES: ERAN LA ÁREAS DE INVERSIÓN DEL ESTADO NORTEAMERICANO A LAS QUE SE OPONÍAN LOS ESTADOS DEL SUR.

5. COMPARA LAS ‘CARACTERÍSTICAS .IDEOLÓGICAS Y POLÍTICAS ENTRE LINCOLN Y DAVIS.

 

6. EXPLICA EL DESARROLLO MILITAR DE LA GUERRA CIVIL Y ANALIZA LA ACTITUD DE LOS GENERALES DE AMBOS BANDOS.

 

7. ¿CUALES FUERON LOS FACTORES QUE PERMITIERON A LOS ESTADOS DEL NORTE DERROTAR A.LOS DEL SUR?.

 

8. PRESENTA UNA SEMBLANZA BIOGRÁFICA BREVE DE LINCOLN. SU
VIDA Y SU PENSAMIENTO (CON BASE EN LA LECTURA . DE- «CARA Y
CRUZ DE ABRAHAM LINCOLN

 

9.  SEÑALA  CUAL  ES  LA  IMPORTANCIA  DE  LA  GUERRA  CIVIL

NORTEAMERICANA PARA LAS RELACIONES INTERNACIONALES.

 

INVESTIGACIÓN SOCIAL MARCO TEÓRICO.

Capacidad para localizar la información teórica pertinente

La elaboración del marco teórico requiere localizar información pertinente que nos ayude a dar pasos seguros en la construcción de nuestras aseveraciones, no se trata de hacer especulaciones sofisticadas, sino de sintetizar lo que se sabe sobre el tema.

En la actualidad podemos contar con amplios y diversos medios para localizar información sobre cualquier tema sin demasiada dificultad. La producción científica puede localizarse en diferentes lugares, por citar algunos:

  • Reportes internos
  • Ponencias en congresos
  • Artículos de revista
  • Libros monográficos
  • Obras de referencia

 

Capacidad para recopilar sistemáticamente la información

Cuando se han encontrado los textos es necesario hacer las lecturas pertinentes para extraer la información requerida. Esta lectura debe caracterizarse por ser selectiva, enfocada a lo concreto y preciso del asunto o tema a desarrollar. Al mismo tiempo, la información encontrada puede registrarse, para hacerlo se recomiendan varios métodos o recursos como las fichas o los esquemas del contenido seleccionado, lo que permitirá una localización fácil del mismo.

Capacidad para procesar y sintetizar la información recopilada redactando en forma coherente y sencilla los elementos teóricos que guían el trabajo de investigación

Con el esquema y las fichas de trabajo generados por las lecturas, sigue una etapa importante y delicada, redactar en forma coherente, sencilla y con un estilo propio los elementos teóricos, desarrollando los conceptos y sus relaciones, respetando la originalidad de los aportes de los autores a través de las citas pertinentes.

Se recomienda la asesoría de maestros y expertos en el tema, ya que no es una tarea fácil, pues requiere análisis y síntesis, además de la capacidad de escribir las ideas en un acto comunicativo que requiere mayor precisión discursiva.

Capacidad para derivar una hipótesis en el trabajo empírico a partir de los elementos teóricos

Las hipótesis se formulan para ser contrastadas o comprobadas empíricamente, de ahí la importancia del proceso de investigación. Sin embargo, no es raro escuchar opiniones cuando se dice que las hipótesis sólo son esenciales en un tipo de investigación, mientras que hay otras donde las hipótesis no tendrían cabida.

La utilidad de las hipótesis puede ser mayor si se conciben como pistas de búsqueda para orientar la obtención de información a partir de los conocimientos ya existentes sobre el tema.

Las hipótesis concebidas como un puente entre teoría y experiencia, son un elemento esencial de todo proceso de investigación, pero si es necesario, se les puede asignar una forma gramatical diferente a la habitual de las hipótesis convencionales.

Capacidad para redactar correctamente un reporte de investigación

El investigador ha redactado periódicamente los análisis, reportes, datos, resultados y demás aspectos relacionados con la investigación, sin embargo al final del trabajo se ve en la necesidad de hacer una redacción que integre con coherencia todos los elementos.

Es recomendable, elaborar un esquema del reporte, someterlo a crítica y corregir, en algunos casos significa reelaborar. También, se debe desarrollar una estricta vigilancia sobre aspectos relacionados con la sintaxis y ortografía, es decir con la gramática de la lengua, y hacer la debida inclusión de las citas. En resumen, cubrir con todos los requerimientos de un trabajo académico.
Todd Solares Cristopher J. E.

3.1. Habilidades básicas para la investigación

La investigación es un proceso que requiere preparación de quien se atreve a desentrañar las verdades ocultas de los objetos o fenómenos que interesan estudiar. Es una actividad que realiza el ser humano en donde pone en juego su creatividad e imaginación. Cabe señalar que es necesario poseer una serie de cualidades para tener una probabilidad alta de éxito.

Estas cualidades básicas   , se deben transformar en habilidades    para la investigación, por ello se recomienda tomarlas en cuenta al momento de iniciar esta actividad.

3.2. Elaboración del protocolo de investigación

 

El tema anterior nos permitió identificar las cualidades que debe tener el (la) investigador(a) para enfrentarse a la tarea de la que nos ocupamos en esta asignatura. La manifestación de estas habilidades, se puede detectar en primera instancia con la elaboración del protocolo de investigación.

PLATÓN, LA REPÚBLICA, CAPÍTULO I.

Platón
LA REPÚBLICA

I

I. Acompañado de Glaucón, el hijo de Aristón , bajé ayer al Pireo con propósito de orar a la diosa y ganoso al mismo tiempo de ver cómo hacían la fiesta, puesto que la celebraban por primera vez.

Parecióme en verdad hermosa la procesión de los del pueblo, pero no menos lucida la que sacaron los tracios. Después de orar y gozar del espectáculo, emprendíamos la vuelta hacia la ciudad. Y he aquí que, habiéndonos visto desde lejos, según marchábamos a casa, Polemarco el de Céfalo mandó a su esclavo que corriese y nos encargara que le esperásemos. Y el muchacho, cogiéndome del manto -por detrás, me dijo:

-Polemarco os encarga que le esperéis.

Volviéndome yo entonces, le pregunte dónde estaba él.

-Helo allá atrás -contestó- que se acerca; esperadle.

-Bien está; esperaremos -dijo Glaucón.

En efecto, poco después llegó Polemarco con Adimanto, el hermano de Glaucón , Nicérato el de Nicias y algunos más, al parecer de la procesión. y dijo Polemarco:

-A lo que me parece, Sócrates, marcháis ya de vuelta a la ciudad.

-Y no te has equivocado -dije yo.

-¿Ves -repuso- cuántos somos nosotros?

-¿Cómo no?

-Pues o habéis de poder con nosotros -dijo- u os quedáis aquí.

-¿Y no hay -dije yo- otra salida, el que os convenzamos de que tenéis que dejarnos marchar?

-¿Y podríais convencemos -dijo él- si nosotros no queremos?

-De ningún modo -respondió Glaucón.

-Pues haceos cuenta que no hemos de querer.

Y Adimanto añadió:

-¿No sabéis acaso que al atardecer habrá una carrera

de antorchas a caballo en honor de la diosa ?

-¿A caballo? -dije yo-. Eso es cosa nueva. ¿Es que se pasarán unos a otros las antorchas corriendo montados? ¿O cómo se entiende?

-Como tú lo has dicho -replicó Polemarco-, y además celebrarán una fiesta nocturna que será digna de ver; y nosotros saldremos después de levantamos de la cena y asistiremos a la fiesta y nos reuniremos allá con mucha gente joven y charlaremos con toda ella. Quedaos, pues, y no penséis en otra cosa.

-Veo -dijo Glaucón- que vamos a tener que quedamos.

-Pues si así parece -dije yo-, habrá que hacerlo.

II. Fuimos, pues, a casa de Polemarco y encontramos allí a Lisias y a Eutidemo, los hermanos de aquél, y también a Trasímaco el calcedonio y a Carmántides el peanieo y a Clitofonte, el hijo de Aristónimo . Estaba asimismo en la casa Céfalo, el padre de Polemarco, que me pareció muy avanzado en años, pues hacia tiempo que no le veía . Estaba sentado en un asiento con cojín y tenía puesta una corona , ya que acababa de hacer un sacrificio en el patio; y nosotros nos sentamos a su lado, pues había allí algunos taburetes en derredor.

Al verme Céfalo me saludó y me dijo: -¡Oh, Sócrates, cuán raras veces bajas a vernos al Pireo! No debía ser esto; pues si yo tuviera aún fuerzas para ir sin embarazo a la ciudad, no haría falta que tú vinieras aquí, sino que iríamos nosotros a tu casa. Pero como no es así, eres tú el que tienes que llegarte por acá con más frecuencia: has de saber, en efecto, que cuanto más amortiguados están en mí los placeres del cuerpo, tanto más crecen los deseos y satisfacciones de la conversación; no dejes, pues, de acompañarte de estos jóvenes y de venir aquí con nosotros, como a casa de amigos y de la mayor intimidad.

Y en verdad, Céfalo -dije yo-, me agrada conversar con personas de gran ancianidad; pues me parece necesario informarme de ellos, como de quienes han recorrido por delante un camino por el que quizá también nosotros tengamos que pasar, cuál es él, si áspero y difícil o fácil y expedito. y con gusto oiría de ti qué opinión tienes de esto, pues que has llegado a aquella edad que los poetas llaman «el umbral de la vejez »: si lo declaras período desgraciado de la vida o cómo lo calificas.

III. -Yo te diré, por Zeus -replicó-, cómo se me muestra, ¡oh, Sócrates!: muchas veces nos reunimos, confirmando el antiguo proverbio , unos cuantos, próximamente de la misma edad; y entonces la mayor parte de los reunidos se lamentan echando de menos y recordando los placeres juveniles del amor, de la bebida y los banquetes y otras cosas tocantes a esto, y se afligen como si hubieran perdido grandes bienes y como si entonces hubieran vivido bien y ahora ni siquiera viviesen. Algunos se duelen también de los ultrajes que su vejez recibe de sus mismos allegados y sobre ello se extienden en la cantinela de los males que aquélla les causa. y a mí me parece, Sócrates, que éstos inculpan a lo que no es culpable; porque si fuera ésa la causa, yo hubiera sufrido con la vejez lo mismo que ellos, y no menos todos los demás que han llegado a tal edad. Pero lo cierto es que he encontrado a muchos que no se hallaban de tal temple; en una ocasión estaba junto a Sófocles, el poeta, cuando alguien le preguntó:

«¿Qué tal andas, Sófocles, con respecto al amor? ¿Eres capaz todavía de estar con una mujer?». y él repuso: «No me hables, buen hombre; me he librado de él con la mayor satisfacción, como quien escapa de un amo furioso y salvaje ». Entonces me pareció que había hablado bien, y no me lo parece menos ahora; porque, en efecto, con la vejez se produce una gran paz y libertad en lo que respecta a tales cosas.

Cuando afloja y remite la tensión de los deseos, ocurre exactamente lo que Sófocles decía: que nos libramos de muchos y furiosos tiranos. Pero tanto de estas quejas cuanto de las que se refieren a los allegados, no hay más que una causa, y no es, Sócrates, la vejez, sino el carácter de los hombres; pues para los cuerdos y bien humorados, la vejez no es de gran pesadumbre, y al que no lo es, no ya la vejez, ¡oh, Sócrates!, sino la juventud le resulta enojosa.

IV: Admirado yo con lo que él decía, quise que siguiera hablando, y le estimulé diciendo: -Pienso, Céfalo, que los más no habrán de creer estas cosas cuando te las oigan decir, sino que supondrán que tú soportas fácilmente la vejez no por tu carácter, sino por tener gran fortuna; pues dicen que para los ricos hay muchos consuelos.

-Verdad es eso -repuso él-. No las creen, en efecto; y lo que dicen no carece de valor, aunque no tiene tanto como ellos piensan, sino que aquí viene bien el dicho de Temístocles a un ciudadano de Sérifos, que le insultaba diciéndole que su gloria no se la debía a sí mismo, sino a su patria. «Ni yo -replicó- sería renombrado si fuera de Sérifos, ni tú tampoco aun siendo de Atenas » Y a los que sin ser ricos llevan con pena la vejez se les acomoda el mismo razonamiento: que ni el hombre discreto puede soportar fácilmente la vejez en la pobreza, ni el insensato, aun siendo rico, puede estar en ella satisfecho.

-¿Y qué, Céfalo -díjele-, lo que tienes lo has heredado en su mayor parte o es más lo que tú has agregado por ti?

-¿Lo que yo he agregado, Sócrates? -replicó-. En cosas de negocios yo he sido un hombre intermedio entre mi abuelo y mi padre; porque mi abuelo, que llevaba mi mismo nombre, habiendo heredado una fortuna poco más o menos como la que yo tengo hoy, la multiplicó varias veces, y Lisanias, mi padre, la redujo aún a menos de lo que ahora es. Yo me contento con no dejársela a éstos disminuida, sino un poco mayor que la recibí.

-Te lo preguntaba -dije- porque me parecía que no tenías excesivo amor a las riquezas, y esto les ocurre generalmente a los que no las han adquirido por sí mismos, pues los que las han adquirido se pegan a ellas doblemente, con amor como el de los poetas a sus poemas y el de los padres a sus hijos: el mismo afán muestran los enriquecidos en relación con sus riquezas, como por obra propia, y también, igual que los demás, por la utilidad que les procuran. y son hombres de trato difícil porque no se prestan a hablar más que del dinero .

-Dices verdad -aseveró él.

V. -No hay duda -dije yo-; pero contéstame a esto otro. ¿Cuál es la mayor ventaja que, según tú, se saca de tener gran fortuna?

-Es algo -dijo él- de lo que quizá no podría convencer a la mayor parte de las gentes con mis palabras. Porque has de saber, Sócrates -siguió-, que, cuando un hombre empieza a pensar en que va a morir, le entra miedo y preocupación por cosas por las que antes no le entraban, y las fábulas que se cuentan acerca del Hades, de que el que ha delinquido aquí tiene que pagar allí la pena, fábulas hasta entonces tomadas a risa, le trastornan el alma con miedo de que sean verdaderas; y ya por la debilidad de la vejez, ya en razón de estar más cerca del mundo de allá, empieza a verlas con mayor luz. y se llena con ello de recelo y temor y repasa y examina si ha ofendido a alguien en algo. y el que halla que ha pecado largamente en su vida se despierta frecuentemente del sueño lleno de pavor, como los niños, y vive en una desgraciada expectación. Pero al que no tiene conciencia de ninguna injusticia le asiste constantemente una grata y perpetua esperanza, bienhechora «nodriza de la vejez», según frase de Píndaro: donosamente, en efecto, dijo aquél, ¡oh, Sócrates!, que al que pasa la vida en justicia y piedad, le acompaña una dulce esperanza animadora del corazón, nodriza de la vejez, que rige, soberana, la mente tornadiza de los mortales .

-En lo que habló con razón y de muy admirable manera. Ahí pongo yo el principal valor de las riquezas, no ya respecto de cualquiera, sino del discreto; pues para no engañar ni mentir, ni aun involuntariamente, y para no estar en deuda de sacrificios con ningún dios ni de dinero con ningún hombre, y partirse así sin miedo al mundo de allá, ayuda no poco la posesión de las riquezas. Tiene también otros muchos provechos; pero, uno por otro, yo sostendría, ¡oh, Sócrates!, que para lo que he dicho es para lo que es más útil la fortuna al hombre sensato.

-De perlas -contesté yo- es lo que dices, Céfalo; pero eso mismo de que hablamos, esto es, la justicia, ¿afirmaremos que es simplemente el decir la verdad y el devolver a cada uno lo que de él se haya recibido, o estas mismas cosas se hacen unas veces con justicia y otras sin ella? Pongo por caso: si alguno recibe unas armas de un amigo estando éste en su juicio, y ese amigo se las pide después de vuelto loco, todo el mundo diría que no debe devolvérselas y que no obraría en justicia devolviéndoselas ni diciendo adrede todas las verdades a quien se halla en semejante estado.

-Bien dices -afirmó él.

-Por lo tanto, no se confirma la justicia en decir la verdad ni en devolver lo que se ha recibido.

-Sí de cierto, ¡oh, Sócrates! -dijo interrumpiendo Polemarco-, si hemos de dar crédito a Simónides.

-Bien -dijo Céfalo-, os hago entrega de la discusión, pues tengo que atender al sacrificio.

-Según eso -dijo Polemarco- ¿soy yo tu heredero?

-En un todo -contestó él riendo, y se fue a sacrificar.

VI. -Di, pues -requerí yo-, tú que has heredado la discusión, ¿qué es eso que dijo Simónides, acertadamente a tu ver, acerca de la justicia?

-Que es justo -repuso él- dar a cada uno lo que se le debe , y al decir esto, me parece a mí que habló bien.

-De cierto -dije yo-, no es fácil negar crédito a Simónides, pues es hombre sabio e inspirado, pero lo que con ello quiera significar, quizá tú, Polemarco, lo sepas; yo, por mi parte, lo ignoro. Claro está, sin embargo, que no se refiere a aquello que hace poco decíamos de devolver a uno el depósito hecho silo pide sin estar en su juicio. Y en verdad, lo depositado es en alguna manera debido; ¿no es así?

-Sí.

-Pero de ningún modo se ha de devolver cuando lo pida alguien que esté fuera de juicio.

-Cierto -dijo él.

-Así, pues, a lo que parece, Simónides quiso significar cosa distinta de esto al decir que es justo devolver lo que se debe.

-Otra cosa, por Zeus -dijo-; pues su idea es que los amigos deben hacer bien a los amigos, pero nunca mal.

-Lo creo -dije yo-, porque no da lo que debe aquel que devuelve su oro al depositante si resulta nocivo el devolverlo y el tomarlo y son amigos el que devuelve y el que toma. ¿No es eso lo que, según tú, quiere decir Simónides?

-Exactamente.

-¿Y qué? ¿A los enemigos se les ha de devolver lo que se les debe?

-Sin duda, en absoluto, lo que se les debe -respondió-; y según pienso, débese por el enemigo al enemigo lo que es apropiado: algún mal.

VII. -Así, pues -dije yo-, según parece, Simónides envolvió poéticamente en un enigma lo que entendía por justicia; porque, a lo que se ve, pensaba que lo justo era dar a cada uno lo que le era apropiado; y a esto lo llamó debido.

-¿Y qué otra cosa podrías pensar? -dijo él.

-¡Oh, por Zeus! -exclamé-. Si le hubieran preguntado: «Di, Simónides, ¿qué es lo debido y apropiado que da el arte llamado medicina y a quiénes lo da?». ¿Qué crees tú que nos hubiera contestado?

-Pues bien claro -dijo-: que da remedios y alimentos y bebidas a los cuerpos.

-¿Y qué es lo debido y apropiado que da el arte llamada culinaria y a quiénes lo da?

-El condimento a los manjares.

-Bien; ¿y qué ha de dar, ya quiénes, el arte a que podamos aplicar el nombre de justicia?

-Pues si hemos de atenemos, ¡oh, Sócrates!, a lo dicho antes -replicó-, ha de dar ventajas a los amigos y daños a los enemigos.

-Según eso, ¿llama justicia al hacer beneficios a los amigos y daños a los enemigos.

-Así lo creo.

-¿ Y quién es el más capaz de hacer bien a los amigos pacientes y mal a los enemigos en lo que atañe a enfermedad y salud?

-El médico.

-¿ Y quién a los navegantes en lo que toca a los riesgos del mar?

-El piloto.

-¿ Y qué diremos del justo? ¿En qué asunto y para qué efecto está su especial capacidad de favorecer a los amigos y dañar a los enemigos?

-En guerrear contra ellos o luchar a su lado, según creo.

-Bien. Para los que no están enfermos, amigo Polemarco, es inútil el médico.

-Verdad.

-Y para los que no navegan, el piloto.

-Sí.

-Así, pues, también el justo será inútil para los que no combaten.

-En eso no estoy del todo conforme.

-¿Luego es útil también la justicia en la paz?

-Útil.

-Y la agricultura, ¿lo es o no?

-Sí.

-¿Para la obtención de los frutos?

-Sí.

-¿Y la zapatería?

-Sí.

-¿Dirás acaso, pienso yo, que para la obtención del calzado?

-Exacto.

-Ahora bien: ¿para provecho y obtención de qué dirás que es útil la justicia en la paz?

-Para los convenios, ¡oh, Sócrates!

-¿Convenios llamas a las asociaciones o a qué otra cosa?

-A las asociaciones precisamente.

-Pues bien, ¿en la colocación de fichas en el juego del chaquete es socio bueno y útil el justo o el buen jugador?

-El buen jugador.

-¿Y para la colocación de ladrillos y piedras es el justo más útil y mejor socio que el albañil?

-De ningún modo.

-Pues ¿en qué caso de sociedad es el justo mejor socio que el albañil o citarista, como el citarista lo es respecto del justo para la de pulsar las cuerdas?

-Creo que para la asociación en asuntos de dinero .

-Con excepción tal vez, ioh, Polemarco!, del uso del dinero, cuando haya que comprar o vender con él un caballo. Entonces pienso que el útil será el caballista. ¿No es así?

-Sí, parece.

-Y cuando se trate de un barco, el armador o el piloto.

-Así conviene.

-¿Cuándo, pues, será el justo más útil que los demás? ¿A qué uso en común del oro o de la plata?

-Cuando se trate de depositarlo y conservarlo, ¡oh, Sócrates!

-¿Que es decir cuando no haya que utilizarlo, sino tenerlo quieto ?

-Exacto.

-Así, pues, ¿cuando el dinero queda sin utilidad, entonces es útil la justicia en él?

-Eso parece.

-E igualmente será útil la justicia, ya en sociedad, ya en privado, cuando se trate de guardar una podadera; pero cuando haya que servirse de ella ¿lo que valdrá será el arte de la viticultura?

-Está claro.

-¿Y dirás también del escudo y de la lira que, cuando haya que guardarlos y no utilizarlos para nada, será útil la justicia, y cuando haya que servirse de ellos, el arte militar o la música?

-Por fuerza.

-¿Y así, respecto de todas las cosas, la justicia es inútil en el uso y útil cuando no se usan?

-Eso parece.

VIII. -Cosa, pues, de poco interés sería, amigo, la justicia si no tiene utilidad más que en relación con lo inútil. Pero veamos esto otro: el más diestro en dar golpes en la lucha, sea ésta el pugilato u otra cualquiera, ¿no lo es también en guardarse?

-Bien de cierto.

-Y así también, el diestro en guardarse de una enfermedad, ¿no será el más hábil en inocularla secretamente?

-Eso creo.

-Y aún más: ¿no será buen guardián del campamento aquel mismo que es bueno para robar los planes y demás tratos del enemigo?

-Bien de cierto. -y así, cada uno es buen robador de aquello mismo de lo que es buen guardador.

-Así parece.

-Por tanto, si el justo es diestro en guardar dinero, también es diestro en robarlo.

-Por lo menos, así lo muestra ese argumento -dijo .

-Parece, pues, que el justo se revela como un ladrón, y acaso tal cosa la has aprendido de Homero; pues éste, que tiene en mucho a Autólico, abuelo materno de Ulises, dice de él que «mucho renombre le daban fraudes y robos». Es, por tanto, evidente que, según tú y según Homero y según Simónides, la justicia es un arte de robar para provecho de los amigos y daño de los enemigos. ¿No era esto lo que querías decir?

-No, por Zeus -respondió-, pero ya no sé yo mismo lo que decía; con todo, me sigue pareciendo que la justicia es servir a los amigos y hacer daño a los enemigos.

-Y cuando hablas de los amigos, ¿entiendes los que a cada uno parecen buenos o los que lo son en realidad, aunque no lo parezcan, y los enemigos lo mismo ?

-Natural es -dijo- que cada cual ame a los que tenga por buenos y odie a los que juzgue perversos.

-¿Y acaso no yerran los hombres sobre ello, de modo que muchos les parecen buenos sin serlo y con muchos otros les pasa lo contrario?

-Yerran de cierto.

-¿Para éstos, pues, los buenos son enemigos y los malos, amigos?

-Exacto.

-Y no obstante, ¿resulta entonces justo para ellos el favorecer a los malos y hacer daño a los buenos?

-Eso parece.

-Y, sin embargo, ¿los buenos son justos e incapaces de faltar a la justicia?

-Verdad es.

-Por tanto, según tu aserto es justo hacer mal a los que no han cometido injusticia.

-De ningún modo, Sócrates -respondió-; ese aserto me parece inmoral.

-Así, pues -dije yo-, ¿es a los injustos a quienes es justo dañar, así como hacer bien a los justos?

-Eso me parece mejor.

-Para muchos, pues, ¡oh, Polemarco!, para cuantos padecen error acerca de los hombres, vendrá a ser justo el dañar a los amigos, pues que los tienen también perversos, y favorecer a los enemigos por ser buenos. Y así venimos a decir lo contrario de lo que, según referíamos, decía Simónides.

-Así ocurre, en efecto -dijo-; pero cambiemos el supuesto, porque parece que no hemos establecido bien lo que es el amigo y el enemigo.

-¿Qué supuesto era ése, Polemarco?

-El de que es amigo el que parece bueno.

-¿Y cómo hemos de cambiarlo? -dije yo.

-Afirmando -dijo él- que es amigo el que parece y es realmente bueno, y que el que lo parece y no lo es, es amigo en apariencia, pero no en realidad; y otro tanto hay que sentar acerca del enemigo.

-En virtud de ese aserto, a lo que se ve, el bueno será amigo, y el malo, enemigo .

-Sí.

-Así, pues, ¿pretendes que añadamos a la idea de lo justo algo más sobre lo que primero decíamos, cuando afirmábamos que era justo el hacer bien al amigo y mal al enemigo; diciendo ahora, además de ello, que es justo el hacer bien al amigo que es bueno y mal al enemigo que es malo?

-Exactamente -respondió-; dicho así me parece acertado.

IX. -¿Y es, acaso, propio del hombre justo -dije yo- el hacer mal a quienquiera que sea?

-Bien de cierto -dijo-; a los perversos y malvados hay que hacerles mal.

-y cuando se hace daño a los caballos, ¿se hacen éstos mejores o peores ?

-Peores.

-¿Acaso en lo que toca a la virtud propia de los perros o en lo que toca a la de los caballos?

-En la de los caballos.

-¿Y del mismo modo los perros, cuando reciben daño, se hacen peores, no ya con respecto a la virtud propia de los caballos, sino a la de los perros?

-Por fuerza.

-¿Y no diremos también, amigo, que los hombres, al ser dañados, se hacen peores en lo que toca a la virtud humana?

-Ni más ni menos.

-¿ Y la justicia no es virtud humana?

-También esto es forzoso.

-Necesario es, por tanto, querido amigo, que los hombres que reciben daño se hagan más injustos.

-Eso parece.

-¿Y acaso los músicos pueden hacer hombres rudos en música con la música misma?

-Imposible.

-¿Ni los caballistas hombres torpes en cabalgar con el arte de la equitación?

-No puede ser.

-¿Ni tampoco los justos pueden hacer a nadie injusto con la justicia, ni, en suma, los buenos a nadie malo con la virtud?

-No, imposible.

-Porque, según pienso, el enfriar no es obra del calor, sino de su contrario.

-Así es.

-Ni el humedecer de la sequedad, sino de su contrario.

-Exacto.

-Ni del bueno el hacer daño, sino de su contrario.

-Eso parece.

-¿Y el justo es bueno?

-Bien seguro.

-No es, por tanto, ¡oh, Polemarco!, obra propia del justo el hacer daño ni a su amigo ni a otro alguno, sino de su contrario el injusto.

-Me parece que en todo dices la verdad, ¡oh, Sócrates! -repuso él.

-Por tanto, si alguien afirma que es justo el dar a cada uno lo debido y entiende con ello que por el hombre justo se debe daño a los enemigos y beneficio a los amigos, no fue sabio el que tal dijo, pues no decía verdad; porque el hacer mal no se nos muestra justo en ningún modo.

-Así lo reconozco -dijo él.

-Combatiremos, pues, tú y yo en común -dije-, si alguien afirma que ha dicho semejante cosa Simónides, o Biante, o Pítaco o algún otro de aquellos sabios y benditos varones.

-Yo, por lo que a mí toca -contestó-, estoy dispuesto a acompañarte en la lucha.

-¿Y sabes -dije- de quién creo que es ese dicho de que es justo favorecer a los amigos y hacer daño a los enemigos?

-¿De quién? -preguntó.

-Pues pienso que de Periandro, o de Perdicas, o de Jerjes, o de Ismenias el tebano , o de algún otro hombre opulento muy convencido de su gran poder.

-Verdad pura es lo que dices -repuso él.

-Bien -dije yo-; pues que ni lo justo ni la justicia se nos muestran así, ¿qué otra cosa diremos que es ello?

X. Y entonces, Trasímaco -que varias veces, mientras nosotros conversábamos, había intentado tomar por su cuenta la discusión y había sido impedido en su propósito por los que estaban a su lado, deseosos de oírla hasta el final-, al hacer nosotros la pausa y decir yo aquello, no se contuvo ya, sino que, contrayéndose lo mismo que una fiera, se lanzó sobre nosotros como si fuera a hacemos pedazos. Tanto Polemarco como yo quedamos suspensos de miedo; y él, dando voces en medio de todos: -¿Qué garrulería -dijo- es ésta, oh, Sócrates, que os ha tomado hace rato? ¿A qué estas bobadas de tanta deferencia del uno hacia el otro? Si quieres saber de cierto lo que es lo justo, no te limites a preguntar y a refutar ufanamente cuando se contesta, bien persuadido de que es más fácil preguntar que contestar; antes bien, contesta tú mismo y di qué es lo que entiendes por lo justo . Y cuidado con que me digas que es lo necesario, o lo provechoso, o lo útil, o lo ventajoso, o lo conveniente, sino que aquello que digas has de decirlo con claridad y precisión, porque yo no he de aceptar que sigas con semejantes vaciedades.

Estupefacto quedé yo al oírle, y mirándole sentía miedo; y aun me parece que, si no le hubiera mirado antes de que él me mirara a mí, me habría quedado sin habla . Pero ocurrió que, cuando comenzó a encresparse con nuestra discusión, dirigí a él mi mirada el primero, y así me hallé capaz de contestarle y le dije, no sin un ligero temblor: «-Trasímaco, no te enojes con nosotros: si éste y yo nos extraviamos un tanto en el examen del asunto, cree que ha sido contra nuestra voluntad. Porque si estuviéramos buscando oro, bien sabes que no habríamos de condescender por nuestra voluntad el uno con el otro y perder la ocasión del hallazgo; no pienses, pues, que cuando investigamos la justicia, cosa de mayor precio que muchos oros , íbamos a andar neciamente con mutuas concesiones en vez de esforzamos con todas nuestras fuerzas en que aparezca aquélla. Persuádete, amigo: lo que pienso es que no podemos; así es mucho más razonable que hallemos compasión, y no enojo, por parte de vosotros, los capacitados.

XI. Oyendo él esto, rióse muy sarcásticamente y dijo: -¡Oh, Heracles! Aquí está Sócrates con su acostumbrada ironía; ya les había yo dicho a éstos que tú no querrías contestar, sino que fingirías y

acudirías a todo antes que responder, si alguno te preguntaba.

-En efecto, Trasímaco -dije yo-, tú eres discreto y bien sabes que si preguntaras a uno cuántas son doce y al preguntarle le añadieras: «Cuidado, amigo, con decirme que doce son dos veces seis, ni tres veces cuatro, ni seis veces dos, ni cuatro veces tres, porque no aceptaré semejante charlatanería», te resultaría claro, creo, que nadie iba a contestar al que inquiriese de ese modo. Supón que te preguntara: «Trasímaco, ¿qué es lo que dices? ¿Que no he de contestar nada de lo que tú has enunciado previamente, ni aun en el caso, oh, varón singular, de que sea en realidad alguna de estas cosas, sino que he de decir algo distinto de la verdad? ¿O cómo se entiende?». ¿Qué le responderías a esto?

-¡Bien -dijo-, como si eso fuera igual a aquello! -Nada se opone a que lo sea -afirmé yo-; pero aunque no fuera igual, ¿piensas que si se lo parece al interrogado va a dejar de contestar con su parecer, se lo prohibamos nosotros o no?

-¿Yeso precisamente es lo que vas tú a hacer? ¿Contestar con algo de lo que yo te he vedado? -preguntó.

-No sería extraño -dije- si así se me mostrara después de examinarlo.

-¿Y qué sería -dijo él- si yo diera otra respuesta acerca de la justicia, distinta de todas esas y mejor que ellas? ¿A qué te condenarías?

-¿A qué ha de ser -repuse yo-, sino a aquello que conviene al que no sabe? Lo que para él procede es, creo yo, aprender del que sabe, y de esta pena me considero digno.

-Chistoso eres en verdad -dijo-; pero, además de aprender, has de pagar dinero.

-De cierto, cuando lo tenga -dije. -Lo tienes -dijo Glaucón-; si es por dinero, habla, Trasímaco, que todos nosotros lo aportaremos para Sócrates.

-Bien lo veo -repuso él; para que Sócrates se salga con lo de costumbre: que no conteste y que, al contestar otro, tome la palabra y lo refute.

-Pero ¿cómo -dije yo- podría contestar, oh, el mejor de los hombres, quien primeramente no sabe nada, y así lo confiesa, y además, si algo cree saber, se encuentra con la prohibición de decir una palabra de lo que opina, impuesta por un hombre nada despreciable? Más en razón está que hables tú, pues dices que sabes y que tienes algo que decir. No rehúses, pues, sino compláceme contestando, y no escatimes tu enseñanza a Glaucón, que así te habla, ni a los demás.

XII. Al decir yo esto, Glaucón y los otros le pidieron que no rehusase; ya era evidente que Trasímaco estaba deseando hablar para quedar bien, creyendo que poseía una contestación insuperable, pero fingía disputar por que yo fuera el que contestara. Al fin cedió y seguidamente:

-Ésta es -dijo-la ciencia de Sócrates: no querer enseñar por su parte, sino andar de acá para allá, aprendiendo de los demás sin dar ni siquiera las gracias.

-En lo de aprender de los demás -repuse yo- dices verdad, ¡oh, Trasímaco!; en lo de que no pago con mi agradecimiento, yerras, pues pago con lo que puedo, y no puedo más que con alabanzas, porque dinero no tengo. y de qué buen talante lo hago cuando me parece que alguien habla rectamente lo vas a saber muy al punto, en cuanto des tu respuesta, porque pienso que vas a hablar bien.

-Escucha, pues -dijo-: sostengo que lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. ¿Por qué no lo celebras? No querrás, de seguro.

-Lo haré -repliqué yo- cuando llegue a saber lo que dices; ahora no lo sé todavía. Dices que lo justo es lo que conviene al más fuerte. ¿Y cómo lo entiendes, Trasímaco? Porque, sin duda, no quieres decir que si Polidamante, el campeón del pancracio, es más fuerte que nosotros y le conviene para el cuerpo la carne de vaca, este alimento que le conviene es también adecuado, y justo para nosotros, que somos inferiores a él.

-Desenfadado eres, Sócrates -dijo-, y tomas mi aserto por donde más fácilmente puedas estropearlo.

-De ningún modo, mi buen amigo -repuse yo-, pero di más claramente lo que quieres expresar.

-¿No sabes -preguntó- que de las ciudades las unas se rigen por tiranía, las otras por democracia, las otras por aristocracia ?

-¿Cómo no?

-¿Y el gobierno de cada ciudad no es el que tiene la fuerza en ella?

-Exacto.

-Y así, cada gobierno establece las leyes según su conveniencia: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, tiránicas, y del mismo modo los demás. Al establecerlas, muestran los que mandan que es justo para los gobernados lo que a ellos conviene, y al que se sale de esto lo castigan como violador de las leyes y de la justicia. Tal es, mi buen amigo, lo que digo que en todas las ciudades es idénticamente justo: lo conveniente para el gobierno constituido. Y éste es, según creo, el que tiene el poder; de modo que, para todo hombre que discurre bien, lo justo es lo mismo en todas partes: la conveniencia del más fuerte.

-Ahora -dije yo- comprendo lo que dices; si es verdad o no, voy a tratar de verlo. Has contestado, Trasímaco, que lo justo es lo conveniente; y no obstante, a mí me habías prohibido que contestara eso. Cierto es que agregas: «para el más fuerte».

-¡Dirás, acaso, que es pequeña añadidura! -exclamó.

-No está claro todavía si pequeña o grande; pero sí que hay que examinar si eso que dices es verdad. Yo también reconozco que lo justo es algo conveniente; tú, por tu parte, añades y afirmas que lo conveniente para el más fuerte. Pues bien, eso es lo que yo ignoro, y, en efecto, habrá que examinarlo.

-Examínalo -dijo.

XIII. -Así se hará -repliqué-. y dime, ¿no afirmas también que es justo obedecer a los gobernantes?

-Lo afirmo.

-¿Y son infalibles los gobernantes en cada ciudad o están sujetos a error?

-Enteramente sujetos a error -dijo .

-¿Y así, al aplicarse a poner leyes, unas las hacen bien y otras mal?

-Eso creo.

-¿ Y el hacerlas bien es hacérselas convenientes para ellos mismos, y el hacerlas mal, inconvenientes? ¿O cómo lo entiendes?

-Así como dices.

-¿Y lo que establecen ha de ser hecho por los gobernados y eso es lo justo?

-¿Cómo no?

-Por tanto, según tu aserto no es sólo justo el hacer lo conveniente para el más fuerte, sino también lo contrario: lo inconveniente.

-¿Que estás diciendo? -preguntó él.

-Lo mismo que tú, según creo. Examinémoslo mejor: ¿no hemos convenido en que los gobernantes, al ordenar algunas cosas a los gobernados, se apartan por error de lo que es mejor para ellos mismos, y en que lo que mandan los gobernantes es justo que lo hagan los gobernados? ¿No quedamos de acuerdo en ello?

-Así lo pienso -dijo.

-Piensa, pues, también -dije yo- que has reconocido que es justo hacer cosas inconvenientes para los gobernantes y dueños de la fuerza cuando los gobernantes, involuntariamente, ordenan lo que es perjudicial para ellos mismos, pues que dijiste que era justo hacer lo que éstos hayan ordenado. ¿Acaso entonces, discretísimo Trasímaco, no viene por necesidad a ser justo hacer lo contrario de lo que tú dices? Porque sin duda alguna se ordena a los inferiores hacer lo inconveniente para el más fuerte.

-Sí, por Zeus -dijo Polemarco-. Eso está clarísimo, ¡oh, Sócrates!

-Sin duda -interrumpió Clitofonte-, porque tú se lo atestiguas.

-¿Y qué necesidad -replicó Polemarco -tiene de testigo? El mismo Trasímaco confiesa que los gobernantes ordenan a veces cosas perjudiciales para ellos mismos y que es justo que los otros las hagan.

-El hacer lo ordenado por los gobernantes, ¡oh, Polemarco!, eso fue lo que estableció Trasímaco como justo.

-Pero también, ¡oh, Clitofonte!, puso como justo lo conveniente para el más fuerte. Y estableciendo ambas cosas, confesó que los más fuertes ordenan a veces lo inconveniente para ellos mismos, con el fin de que lo hagan los inferiores y gobernados. y según estas confesiones, igual de justo sería lo conveniente para el más fuerte que lo inconveniente.

-Pero por lo conveniente para el más fuerte -dijo Clitofonte- quiso decir lo que el más fuerte entendiese que le convenía. y que esto había de ser hecho por el inferior: en eso puso la justicia.

-Pues no fue así como se dijo -afirmó Polemarco.

-Es igual-dije yo, ¡oh, Polemarco! Si ahora Trasímaco lo dice así, así se lo aceptaremos.

XIV: -Dime, pues, Trasímaco: ¿era esto lo que querías designar como justo: lo que pareciera ser conveniente para el más fuerte, ya lo fuera, ya no? ¿Hemos de sentar que ésas fueron tus palabras?

-De ningún modo -dijo-. ¿Piensas, acaso, que yo llamo más fuerte al que yerra cuando yerra ?

-Yo, por lo menos -dije-, pensaba que era eso lo que decías al confesar que los gobernantes no eran infalibles, sino que también tenían sus errores.

-Tramposo eres, ¡oh, Sócrates!, en la argumentación -contestó-: ¿es que tú llamas, sin más, médico al que yerra en relación con los enfermos precisamente en cuanto yerra? ¿O calculador al que se equivoca en el cálculo, en la misma ocasión en que se equivoca y en cuanto a su misma equivocación? Es cierto que solemos decir, creo yo, que el médico erró o que el calculador se equivocó o el gramático; pero cada uno de ellos no yerra en modo alguno, según yo opino, en cuanto es aquello con cuyo título le designamos. De modo que, hablando con rigor, puesto que tú también precisas las palabras, ninguno de los profesionales yerra: el que yerra, yerra porque le falla su ciencia, en lo cual no es profesional; de suerte que ningún profesional ni gobernante ni sabio yerra al tiempo que es tal, aunque se diga siempre que el médico o el gobernante erró. Piensa, pues, que ésa es también mi respuesta ahora, y lo que hay con toda precisión es esto: que el gobernante, en cuanto gobernante, no yerra, y no errando establece lo mejor para sí mismo; y esto ha de ser hecho por el gobernado. y así como dije al principio, tengo por justo el hacer lo conveniente para el más fuerte.

XV: -Bien, Trasímaco -dije-; ¿crees que hay trampa en mis palabras?

-Lo creo enteramente -contestó. -¿Piensas, pues, que, al preguntarte como te preguntaba lo hacía insidiosamente, para perjudicarte en la discusión?

-De cierto lo sé -dijo-. y no conseguirás nada, porque ni habrá de escapárseme tu mala intención ni, puesta al descubierto, podrás hacerme fuerza en el debate.

-Ni habría de intentarlo, bendito Trasímaco -repliqué yo-, pero para que no nos suceda otra vez lo mismo, determina si, cuando hablas del gobernante y del más fuerte, lo haces conforme al decir común o en el rigor de la palabra, según tu propia expresión de hace un momento; me refiero a aquel cuya conveniencia, por ser él más fuerte, es justo que realice el más débil.

-Al que es gobernante en el mayor rigor de la palabra -dijo-. Ensáñate y maquina contra esto, si es que puedes: no te pido indulgencia; pero aseguro que no has de poder hacerlo.

-¿Acaso piensas -dije- que he de estar tan loco como para tratar de esquilar al león y engañar a Trasímaco?

-Por lo menos -contestó- acabas de intentarlo, aunque mostrándote incapaz en ello como en todo.

-Basta -dije yo- de tales cosas, pero dime: el médico en el rigor de la palabra, del que hablabas antes, ¿es por ventura negociante, o bien curador de los enfermos? Entiende el que es médico en realidad.

-Curador de los enfermos -replicó.

-¿Y qué diremos del piloto? ¿El verdadero piloto es jefe de los marinos o marino?

-Jefe de los marinos.

-En nada, pues, se ha de tener en cuenta, creo yo, que navega en el bajel, ni por ello se le ha de llamar marino; pues no por navegar recibe el nombre de piloto, sino por su arte y el mando de los marinos.

-Verdad es -dijo.

-¿Y no tiene cada uno de éstos su propia conveniencia?

-Sin duda.

-¿ Y no existe el arte -dije yo- precisamente para esto, para buscar y procurar a cada uno lo conveniente?

-Para eso -replicó.

-¿Y acaso para cada una de las artes hay otra conveniencia que la de ser lo más perfecta posible?

-¿Qué quieres preguntar con ello?

-Pongo por caso -dije-: si me preguntases si le basta al cuerpo ser cuerpo o necesita de algo más, te contestaría que «sin duda necesita; y por ello se ha inventado y existe el arte de la medicina, porque el cuerpo es imperfecto y no le basta ser lo que es. Y para procurarle lo conveniente se ha dispuesto el arte». ¿Te parece que hablo rectamente al hablar así -pregunté- o no?

-Rectamente -dijo.

-¿Y qué más? ¿La medicina misma es imperfecta o, en general, cualquier otra arte necesita en su caso de alguna virtud, como los ojos de la vista o las orejas del oído, a los que por esto hace falta un arte que examine y procure lo conveniente para ellos? ¿Acaso también en el arte misma hay algún modo de imperfección y para cada arte se precisa otra parte que examine lo conveniente para ella y otra a su vez para la que examina y así hasta lo infinito? ¿O es ella misma quien examina su propia conveniencia? ¿O quizá no necesita ni de sí misma ni de otra para examinar lo conveniente a su propia imperfección y es la razón de ello que no hay defecto ni error en arte alguna, ni le atañe a ésta buscar lo conveniente para nada que no sea su propio objeto, sino que ella misma es incontaminada y pura en cuanto es recta, esto es, mientras cada una es precisa y enteramente lo que es? Examínalo con el convenido rigor de palabra: ¿es esto o no?

-Tal parece -contestó .

-La medicina, pues, no busca lo conveniente para sí misma, sino para el cuerpo -dije.

-Así es -dijo.

-Ni la equitación lo conveniente para la equitación, sino lo conveniente para los caballos; ni ninguna otra arte lo conveniente para sí misma, pues de nada necesita, sino para el ser a que se aplica.

-Eso parece -dijo.

-Y las artes, ¡oh, Trasímaco!, gobiernan y dominan aquello que constituye su objeto.

Aunque a duras penas convino también en esto.

-Por tanto, no hay disciplina alguna que examine y ordene la conveniencia del más fuerte, sino la del ser inferior y gobernado por ella.

Reconociólo al fin también, aunque dispuesto a discutir sobre ello; y una vez que lo reconoció, dije yo:

-Según eso, ¿no es lo cierto que ningún médico en cuanto médico examina ni ordena lo conveniente para el médico mismo, sino lo conveniente para el enfermo? Ahora bien, convinimos en que el verdadero médico gobierna los cuerpos y no es un negociante. ¿O no convinimos? Confesólo así.

-¿Y en que el verdadero piloto es jefe de los marinos y no marino él mismo?

Quedó confesado.

-Ahora bien, el tal piloto y jefe no examina ni ordena lo conveniente para el piloto, sino lo conveniente para el marino y gobernado.

Reconociólo, aunque de mala gana.

-Y así, Trasímaco -dije yo-, nadie que tiene gobierno, en cuanto es gobernante, examina ni ordena lo conveniente para sí mismo, sino lo conveniente para el gobernado y sujeto a su arte, y dice cuanto dice y hace todo cuanto hace mirando a éste y a su conveniencia y ventaja.

XVI. Llegados a este punto de la discusión, y hecho claro para todos que lo dicho por él sobre lo justo se había convertido en su contrario, Trasímaco, en vez de contestar, exclamó:

-Dime, Sócrates, ¿tienes nodriza ?

-¿A qué viene eso? -dije-. ¿No valía más contestar que preguntar tales cosas?

-Lo digo -replicó- porque te deja en tu flujo y no te limpia los mocos, estando tú necesitado de ello, pues ni siquiera sabes por ella lo que son ovejas y pastor.

-¿Por qué así? -dije yo.

-Porque piensas que los pastores y los vaqueros atienden al bien de las ovejas y de las vacas y las ceban y cuidan mirando a otra cosa que al bien de sus dueños o de sí mismos , e igualmente crees que los gobernantes en las ciudades, los que gobiernan de verdad , tienen otro modo de pensar en relación con sus gobernados que el que tiene cualquiera en regir sus ovejas, y que examinan de día y de noche otra cosa que aquello de donde puedan sacar provecho. y tanto has adelantado acerca de lo justo y la justicia y lo injusto y la injusticia que ignoras que la justicia y lo justo es en realidad bien ajeno, conveniencia para el poderoso y gobernante y daño propio del obediente y sometido; y que la injusticia es lo contrario, y que gobierna a los que son de verdad sencillos y justos, y que los gobernados realizan lo conveniente para el que es más fuerte y, sirviéndole, hacen a éste feliz, pero de ninguna manera a sí mismos. Hay que observar, candidísimo Sócrates, que al hombre justo le va peor en todas partes que al injusto.

Primeramente, en las asociaciones mutuas, donde uno se junta con otro, nunca verás que, al disolverse la comunidad, el justo tenga más que el injusto, sino menos. Después, en la vida ciudadana, cuando hay algunas contribuciones, el justo con los mismos bienes contribuye más; el segundo, menos. y cuando hay que recibir, el primero sale sin nada; el segundo, con mucho. Cuando uno de los dos toma el gobierno, al justo le viene, ya que no otro castigo, el andar peor por causa del abandono en sus asuntos privados, sin aprovechar nada de lo público por ser justo, y sobre ello, el ser aborrecido de los allegados y conocidos cuando no quiera hacerles favor alguno contra justicia; con el injusto todas estas cosas se dan en sentido contrario. Me refiero, en efecto, a aquel mismo que ha poco decía, al que cuenta con poder para sacar grandes ventajas: fíjate, pues, en él si quieres apreciar cuánto más conviene a su propio interés ser injusto que justo. Y lo conocerás con la máxima facilidad si te pones en la injusticia extrema, que es la que hace más feliz al injusto y más desdichados a los que padecen la injusticia y no quieren cometerla. Ella es la tiranía que arrebata lo ajeno, sea sagrado o profano, privado o público, por dolo o por fuerza, no ya en pequeñas partes, sino en masa. Si un cualquiera es descubierto al violar particularmente alguna de estas cosas, es castigado y recibe los mayores oprobios; porque, en efecto, se llama sacrílegos, secuestradores, horadadores de muros, estafadores o ladrones a aquellos que violan la justicia en alguna de sus partes con cada uno de estos crímenes. Pero cuando alguno, además de las riquezas de los ciudadanos, los secuestra a ellos mismos y los esclaviza, en lugar de ser designado con esos nombres de oprobio es llamado dichoso y feliz no sólo por los ciudadanos, sino por todos los que conocen la completa realización de su injusticia ; porque los que censuran la injusticia no la censuran por miedo a cometerla, sino a sufrirla. Así, Sócrates, la injusticia, si colma su medida, es algo más fuerte, más libre y más dominador que la justicia; y como dije desde el principio, lo justo se halla ser lo conveniente para el más fuerte, y lo injusto lo que aprovecha y conviene a uno mismo.

XVII. Dicho esto, Trasímaco pensaba marcharse después de habemos vertido por los oídos, como un bañero , el torrente de su largo discurso; pero los presentes no le dejaron, antes bien, le obligaron a quedarse y a dar explicación de lo que había dicho. y yo mismo también le rogaba con encarecimiento y le decía:

-Bendito Trasímaco, ¿piensas irte después de habernos lanzado tal discurso, sin enseñamos en forma o aprender tú si es ello así como dices o de otra manera? ¿Crees que es asunto baladí el que has tomado por tu cuenta, y no ya el definir la norma de conducta a la que ateniéndonos cada uno podamos vivir más provechosamente nuestra vida?

-¿Acaso -dijo Trasímaco- no estoy yo también en ello?

-Así parecía -contesté yo-, o bien que no te cuidabas nada de nosotros ni te preocupabas de que viviésemos mejor o peor ignorando lo que tú dices saber. Atiende, mi buen amigo, a instruir nos: no perderás el beneficio que nos hagas, siendo tantos nosotros. Por mi parte, he de decirte que no reconozco ni creo que la injusticia sea más ventajosa que la justicia, ni aun cuando se le dé a aquélla rienda suelta y no se le impida hacer cuanto quiera. Dejemos, amigo, al injusto en su injusticia; démosle la facultad de atropellar sea por ocultación, sea por fuerza, que no por ello me persuadirá de que ha de sacar más provecho que con la justicia. Quizá algún otro de nosotros lo sienta así, no sólo yo; persuádenos, pues, bendito Trasímaco, de que no discurrimos rectamente teniendo a la justicia en más que a la injusticia.

-¿Y cómo te he de persuadir? -dijo-. Si con lo que he dicho no has quedado persuadido, ¿qué voy a hacer contigo? ¿He de coger mi razonamiento y embutírtelo en el alma ?

-No, por Zeus, no lo hagas -repliqué yo-; mas, ante todo, mantente firme en aquello que digas; y si lo cambias, cámbialo abiertamente y no nos induzcas a error. Bien ves, Trasímaco -consideremos una vez más lo de antes-, que después de haber definido al verdadero médico no te creíste obligado a observar la misma precisión en lo que toca al verdadero pastor, sino que piensas que éste ceba sus ovejas en su calidad de pastor, no atendiendo a lo mejor para ellas, sino a manera de un glotón dispuesto al banquete, para su propio regalo o bien para venderlas como un negociante, no como tal pastor. Pero a la pastoría , de cierto, no interesa otra cosa que aquello para que está ordenada a fin de procurarle lo mejor, puesto que, por lo que a ella misma respecta, está bien dotada hasta la máxima excelencia, en tanto no le falte nada para ser verdadera pastoría. Y así, creo yo ahora que es necesario confesemos que todo gobierno, en cuanto gobierno, no considera el bien sino de aquello que es gobernado y atendido por él, lo mismo en el gobierno público que en el privado. Mas tú, por lo parte, ¿piensas que los gobernantes de las ciudades -me refiero a los verdaderos gobernantes- gobiernan por su voluntad?

-No lo pienso, por Zeus -dijo él-, sino que lo sé.

XVIII. -¿Cómo, Trasímaco? -contesté yo-. ¿No lo percatas de que, cuando se trata de los otros gobiernos, nadie quiere ejercerlos por su voluntad, sino que piden recompensa, entendiendo que ninguna ventaja les ha de venir a ellos de gobernar, sino más bien a los gobernados ? Porque, dime, ¿no aseveramos constantemente que cada arte es distinta de las otras en cuanto tiene distinta eficacia? Y no contestes, bendito mío, contra lo opinión, para que podamos adelantar algo.

-En eso es distinto -dijo.

-¿Y no nos procura cada una un provecho especial, no ya común con las otras, como la medicina procura la salud, el pilotaje la seguridad al navegar, y así las demás?

-Bien de cierto.

-Y así, ¿el arte de granjear nos procura granjería?

Porque, en efecto, ésa es su eficacia; ¿o designas tú con el mismo nombre a la medicina y al pilotaje? O si de cierto quieres definir con precisión, como propusiste, en caso de que un piloto se ponga bueno por convenirle navegar por el mar, ¿vas a llamar en razón de ello medicina a su arte?

-No, por cierto -dijo.

-Ni tampoco al granjeo, creo yo, porque alguien se cure recibiendo granjería.

-Tampoco.

-¿Y qué? ¿La medicina será granjeo porque uno, curando, haga granjería?

Nególo.

-¿Y así confesamos que cada arte tiene su propio provecho?

-Sea así -dijo.

-De modo que aquel provecho que obtienen en general todos los profesionales de ellas, está claro que lo sacan de algo adicional idéntico en todas las artes.

-Tal parece -repuso.

-Diremos, pues, que los profesionales que obtienen granjería, la obtienen por servirse en añadidura del arte del granjeo.

Aunque a duras penas, lo reconoció así.

-Ese provecho, pues, de la granjería no lo recibe cada uno de su propia arte, sino que, consideradas las cosas con todo rigor, la medicina produce salud y el granjeo, granjería; la edificación, casas, y el granjeo que acompaña a ésta, granjería; y así en todas las demás artes hace cada una su trabajo y obtiene el provecho para que está ordenada. Y si no se añade la ganancia, ¿sacará algo el profesional de su arte?

-No parece -dijo.

-¿No aprovecha, pues, nada cuando trabaja gratuitamente?

-Sí aprovecha, creo.

-Así, pues, Trasímaco, resulta evidente que ningún arte ni gobierno dispone lo provechoso para sí mismo, sino que, como veníamos diciendo, lo dispone y ordena para el gobernado, mirando al bien de éste, que es el más débil, no al del más fuerte. Y por esto, querido Trasímaco, decía yo hace un momento que nadie quiere gobernar de su grado ni tratar y enderezar los males ajenos, sino que todos piden recompensa; porque el que ha de servirse rectamente de su arte no hace ni ordena nunca, al ordenar conforme a ella, lo mejor para sí mismo, sino para el gobernado; por lo cual, según parece, debe darse recompensa a los que se disponen a gobernar: sea dinero, sea honra, sea castigo al que no gobierna.

XIX. -¿Cómo se entiende, oh, Sócrates? -dijo Glaucón-. Reconozco lo de las dos recompensas, pero lo de ese castigo de que hablas y del que has hecho también mención como un modo de recompensa no lo comprendo.

-¿No lo das cuenta acaso -dije- del premio propio de los mejores, por el que gobiernan los hombres de provecho cuando se prestan a gobernar? ¿O ignoras que la ambición y la codicia son tenidas por vergonzosas y lo son en realidad?

-Lo sé -dijo.

-Por esto -repuse yo- los buenos no quieren gobernar ni por dinero ni por honores; ni, granjeando abiertamente una recompensa por causa de su cargo, quieren tener nombre de asalariados, ni el de ladrones tomándosela ellos subrepticiamente del gobierno mismo. Los honores no los mueven tampoco, porque no son ambiciosos. Precisan, pues, de necesidad y castigo si han de prestarse a gobernar, y ésta es tal vez la razón de ser tenido como indecoroso el procurarse gobierno sin ser forzado a ello. El castigo mayor es ser gobernado por otro más perverso cuando no quiera él gobernar: y es por temor a este castigo por lo que se me figura a mí que gobiernan, cuando gobiernan, los hombres de bien; y aun entonces van al gobierno no como quien va a algo ventajoso, ni pensando que lo van a pasar bien en él, sino como el que va a cosa necesaria y en la convicción de que no tienen otros hombres mejores ni iguales a ellos a quienes confiarlo. Porque si hubiera una ciudad formada toda ella por hombres de bien , habría probablemente lucha por no gobernar, como ahora la hay por gobernar , y entonces se haría claro que el verdadero gobernante no está en realidad para atender a su propio bien, sino al del gobernado; de modo que todo hombre inteligente elegiría antes recibir favor de otro que darse quehacer por hacerlo él a los demás. Yo de ningún modo concedo a Trasímaco eso de que lo justo es lo conveniente para el más fuerte. Pero este asunto lo volveremos a examinar en otra ocasión, pues me parece de mucho más bulto eso otro que dice ahora Trasímaco al afirmar que la vida del injusto es preferible a la del justo. Tú, pues, Glaucón -dije-, ¿por cuál de las dos cosas lo decides? ¿Cuál de los dos asertos lo parece más verdadero?

-Es más provechosa, creo yo, la vida del justo.

-¿Oíste -pregunté yo- todos los bienes que Trasímaco relataba hace un momento del injusto?

-Los oí -contestó-, pero no he quedado persuadido.

-¿Quieres, pues, que, si hallamos modo de hacerlo, le convenzamos de que no dice verdad?

-¿Cómo no he de querer? -replicó.

-Bien está -dije yo-, pero si ahora, esforzándonos en refutarle, pusiéramos razón contra razón, enumerando las ventajas de ser justo, y él nos replicara en la misma forma y nosotros a él , habría necesidad de contar y medir los bienes que cada uno fuéramos predicando en cada parte y precisaríamos de unos jueces que decidieran el asunto; mas, si hacemos el examen, como hasta aquí, por medio de mutuas confesiones, seremos todos nosotros a un mismo tiempo jueces y oradores.

-Bien de cierto -dijo.

-¿Cuál, pues, de los dos procedimientos lo agrada? -dije yo.

-El segundo -contestó.

XX. -Vamos, pues, Trasímaco -dije yo-; volvamos a empezar y contéstame: ¿dices que la injusticia perfecta es más ventajosa que la perfecta justicia?

-Lo afirmo de plano -contestó- y dichas quedan las razones.

-Y dime: ¿cómo lo entiendes? ¿Llamas a una de esas dos cosas virtud y vicio a la otra?

-¿Cómo no?

-Así, pues, ¿llamas virtud a la justicia y vicio a la injusticia?

-¡Buena consecuencia, querido -exclamó-, cuando digo que la injusticia da provecho y la justicia no!

-¿Qué dices, pues?

-Todo lo contrario -repuso.

-¿Que la justicia es vicio?

-No, sino una generosa inocencia .

-¿Y maldad, por tanto, la injusticia?

-No, sino discreción -replicó.

-¿De modo, Trasímaco, que los injustos lo parecen inteligentes y buenos?

-Por lo menos -dijo-, los que son capaces de realizar la injusticia completa, consiguiendo someter a su poder ciudades y pueblos; tú piensas acaso que hablo de los rateros de bolsas . Esto también aprovecha -siguió- si pasa inadvertido; pero no es digno de consideración, sino sólo aquello otro de lo que ahora hablaba.

-En verdad -dije-, no ignoro lo que quieres decir. Pero me ha dejado suspenso que pongas la injusticia como parte de la virtud y la sabiduría; y la justicia, entre los contrarios de éstas.

-Así las pongo en un todo.

-Eso es aún más duro, amigo -dije yo-, y no es fácil hacerle objeción; porque si hubieras afirmado que la injusticia es ventajosa, pero confesaras que es vicio y desdoro, como reconocen otros, podríamos replicar algo, siguiendo la doctrina común, pero ahora queda claro que has de decir que la injusticia es cosa hermosa y fuerte y que has de asignarle por añadidura todo aquello que nosotros asignamos a la injusticia, puesto que lo has atrevido a clasificarla como virtud y discreción .

-Adivinas sin el menor error -dijo él.

-Pero no por eso -repuse yo- he de retraerme de seguir el examen en la discusión, mientras presuma que tú dices lo que realmente piensas . Porque en efecto, Trasímaco, me parece ciertamente que no hablas en broma, sino que estás exponiendo lo verdadera opinión sobre el asunto.

-¿Qué lo importa -replicó- que sea así o no? Refuta mi aserto.

-Nada me importa -dije yo-; pero trata de responder también a esto: ¿te parece que el varón justo quiere sacar ventaja en algo al varón injusto?

-De ninguna manera -dijo-; porque, de lo contrario, no sería tan divertido a inocente como es.

-¿Y qué? ¿No querrá tampoco rebasar la acción justa?

-Tampoco -replicó.

-¿Le parecería bien, en cambio, sacar ventaja al injusto y creería que ello es justo o no lo creería?

-Lo creería justo y le parecería bien -repuso-; pero no podría conseguirlo.

-No lo pregunto tanto -observé yo-, sino si el justo, ya que no al justo, creería conveniente y querría sacar ventaja al injusto.

-Así es -dijo.

-¿Y qué diremos del injusto? ¿Acaso le parecería bien rebasar al justo y la acción justa?

-¿Cómo no -dijo-, siendo así que cree conveniente sacar ventaja a todos?

-¿Así, pues, el injusto tratará de rebasar al hombre justo y la acción justa y porfiará por salir más aventajado que nadie?

-Esto es.

XXI. -Sentemos, pues, esto -dije-: el justo no tratará de sacar ventaja a su semejante, sino a su desemejante; y el injusto, en cambio, al semejante y al desemejante.

-Perfectamente dicho -asintió él.

-¿Y no es el injusto -pregunté- inteligente y bueno, y el justo ni una cosa ni otra?

-Bien dicho también -contestó.

-¿Así, pues -repuse-, el injusto se parece al inteligente y al bueno y el justo no?

-¿Cómo no ha de parecerse a ellos el que es tal –dijo y cómo ha de parecerse el otro?

-Claro está. ¿Cada uno, pues, es tal como aquellos a que se parece ?

-¿Qué otra cosa cabe? -dijo.

-Bien, Trasímaco; ¿hay alguien a quien tú llamas músico y alguien a quien niegas esta calidad ?

-Sí.

-¿Y a cuál de ellos llamas inteligente y a cuál no?

-Al músico, de cierto, inteligente, y al que no es músico no inteligente.

-¿Y al uno también bueno en aquello en que es inteligente y al otro malo en aquello en que no lo es?

-Cierto.

-Y respecto del médico, ¿no dirías lo mismo?

-Lo mismo.

-¿Y lo parece a ti, varón óptimo, que el músico, cuando afina la lira, quiere rebasar al músico en tender o aflojar las cuerdas o pretende sacarle ventaja?

-No me parece.

-¿Y al no músico?

-A ése por fuerza -replicó.

-¿Y el médico? Al administrar alimento o bebida, ¿quiere ponerse por cima del médico o de la práctica médica?

-No, por cierto.

-¿Y del que no es médico?

-Sí.

-Mira, pues, si en cualquier orden de conocimiento o ignorancia lo parece que el que es entendido quiere sacar ventaja en hechos o palabras a otro entendido o sólo alcanzar lo mismo que su semejante en la misma actuación.

-Quizá -dijo- tenga eso que ser así.

-¿Y el ignorante? ¿No desearía sacar ventaja lo mismo al entendido que al ignorante?

-Tal vez.

-¿Y el entendido es discreto?

-Sí.

-¿Y el discreto, bueno?

-Sí.

-Así, pues, el bueno y discreto no querrá sacar ventaja a su semejante, sino sólo a su desemejante y contrario.

-Eso parece -dijo.

-Y en cambio, el malo a ignorante, a su semejante y a su contrario.

-Tal se ve.

-Y el injusto, ¡oh, Trasímaco! -dije yo-, ¿no nos saldrá queriendo aventajar a su desemejante y a su semejante? No era eso lo que decías?

-Sí -contestó.

-¿El justo, en cambio, no querrá aventajara su semejante, sino sólo a su desemejante?

-Sí.

-El justo, pues, se parece al discreto y bueno -dije-, y el injusto al malo a ignorante.

-Puede ser.

-Por otra parte, hemos reconocido que cada uno es tal como aquel a quien se parece.

-En efecto, lo hemos reconocido.

-Así, pues, el justo se nos revela como bueno y discreto; y el injusto, como ignorante y malo.

XXII. Y Trasímaco reconoció todo esto, pero no con la facilidad con que yo lo cuento, sino arrastrado y a duras penas, sudando a chorros, pues era verano. Y entonces vi lo que nunca había visto: cómo Trasímaco se ponía rojo. pero, cuando llegamos a la conclusión de que la justicia es virtud y discreción y la injusticia maldad a ignorancia, dije:

-Bien, dejemos eso sentado. Decíamos también que la injusticia era fuerte; ¿no lo acuerdas, Trasímaco?

-Me acuerdo -contestó-, pero no estoy conforme tampoco con lo que ahora vas diciendo y tengo que hablar sobre ello; mas si hablara, bien sé que me ibas a salir con que estaba discurseando. Así, pues, déjame decir cuanto quiera o ve preguntando, si quieres preguntar. Yo lo responderé «¡Sí!», como a las viejas que cuentan cuentos y aprobaré o desaprobaré con la cabeza.

-Pero de ningún modo -dije yo- contra lo propia opinión.

-Como a ti lo agrade -dijo-, puesto que no me dejas hablar. ¿Qué más quieres?

-Nada, por Zeus -dije-; si has de hacerlo así, hazlo: yo preguntaré.

-Pregunta, pues.

-Y he de preguntar ahora lo mismo que hace un instante a fin de que sigamos sin interrupción el argumento: ¿qué es la justicia en relación con la injusticia? Creo que dijimos , en efecto, que la injusticia era algo más poderoso y fuerte que la justicia, y ahora -agregué-, si es que la justicia es discreción y virtud, pienso que fácilmente se nos va a aparecer como cosa más fuerte que la injusticia, siendo esta última ignorancia; nadie podría desconocer esto. Pero yo no aspiro a demostrarlo tan sencillamente, sino de esta otra manera : ¿reconoces, Trasímaco, que se da la ciudad injusta que trata de esclavizar injustamente a otras ciudades y las ha esclavizado de hecho y las conserva esclavas bajo su poder?

-¿Cómo no? -dijo-. Y la ciudad más excelente y que lleve a mayor perfección su injusticia será la que mayormente lo haga.

-Entiendo -dije-; porque ésta es lo teoría. Pero lo que acerca de ello quiero considerar es esto: si la ciudad que se hace más fuerte tendrá este poder sin la justicia o le será la justicia necesaria.

-Si es como tú decías -respondió-, que la justicia es discreción, con la justicia; si como yo afirmaba, con la injusticia.

-Contentísimo quedo, Trasímaco -dije yo-, porque no sólo apruebas o desapruebas con señas, sino que das perfecta respuesta.

-Quiero complacerte con ello -contestó.

XXIII. -Muy bien por lo parte; pero hazme este otro favor y dime: ¿crees que una ciudad o un ejército, o unos piratas, o unos ladrones, o cualquiera otra gente, sea cual sea la empresa injusta a que vayan en común, pueden llevarla a cabo haciéndose injusticia los unos a los otros?

-Sin duda que no -dijo él.

-¿No la realizarían mejor sin hacerse injusticia?

-Bien de cierto.

-Porque, en efecto, la injusticia produce sediciones, ¡oh, Trasímaco!, y odios y luchas de unos contra otros, mientras que la justicia trae concordia y amistad; ¿no es así?

-Sea así -dijo-, porque no quiero contradecirte.

-Muy bien por lo parte, ¡oh, varón óptimo!, pero contéstame a esto otro: siendo obra propia de la injusticia el meter el odio dondequiera que esté, ¿no ocurrirá que al producirse, ya entre hombres libres, ya entre esclavos, los lleve a odiarse recíprocamente y a dividirse y a quedar impotentes para realizar nada en común los unos con los otros?

-Bien seguro.

-¿Y qué ocurriría tratándose sólo de dos personas? ¿No discreparán y se odiarán y se harán tan enemigas la una de la otra como de las personas justas?

-Se harán -contestó.

-Y finalmente, ¡oh, varón singular!, si la injusticia se produce en una persona sola, ¿perderá aquélla su especial poder o lo conservará íntegramente?

-Consérvelo íntegramente, si quieres -replicó.

-Así, pues, la injusticia se nos muestra con un poder especial de tal índole que a aquello en que se introduce, sea una ciudad o un linaje o un ejército a otro ser cualquiera, lo deja impotente para conseguir nada en concordia consigo mismo a causa de la reyerta y disensión y además lo hace tan enemigo de sí mismo como de su contrario el justo; ¿no es así?

-Bien de cierto.

-E igualmente creo que, cuando se asienta en una sola persona, produce todo aquello que por su naturaleza ha de producir: lo deja impotente para obrar, en reyerta y discordia consigo mismo, y lo hace luego tan enemigo de sí mismo como de los justos; ¿no es esto?

-¿Y no son justos, oh, amigo, también los dioses?

-Conforme -replicó.

-Por lo tanto, ¡oh, Trasímaco!, para los dioses el injusto será odioso; y el justo, amigo.

-Goza sin miedo -dijo- del banquete de lo argumentación; yo no he de contradecirte para no indisponerme con éstos.

-Ea, pues -dije yo-, complétame el resto del banquete contestándome como lo hacías ahora; porque los justos se nos muestran como más discretos, mejores y más dotados para obrar, y los injustos, como incapaces para toda acción en común, y así, cuando decimos que siendo injustos hacen algo eficazmente en compañía, no decimos la verdad. En efecto, si fueran totalmente injustos no se perdonarían unos a otros; evidentemente, hay en ellos cierta justicia que les impide hacerse injuria recíprocamente al mismo tiempo que van a hacerla a los demás, y por esta justicia consiguen lo que consiguen, y se lanzan a sus atropellos corrompidos sólo a medias por la injusticia, ya que los totalmente malvados y completamente injustos son también completamente impotentes para obrar. Así entiendo que es esto y no como tú en primer término sentaste. Y en cuanto a aquello de si los justos viven mejor que los injustos y son más felices que ellos, cosas que nos propusimos examinar después, habrá que probarlo. Tales se nos muestran ya desde ahora, me parece, en virtud de lo que llevamos dicho; no obstante, habrá que examinarlo mejor, porque la discusión no es sobre un asunto cualquiera, sino sobre el modo como se debe vivir.

-Examínalo, pues -dijo.

-Voy a examinarlo -repliqué-. Pero dime: ¿el caballo tiene a lo parecer una operación propia?

-Sí.

-¿Considerarías como operación propia del caballo o de otro ser cualquiera aquella que sólo, o de mejor manera que por otros, pudiera hacerse por él?

-No entiendo -dijo.

-Sea esto: ¿puedes ver con otra cosa que con los ojos?

-No de cierto.

-¿O acaso oír con algo distinto de los oídos?

-De ningún modo.

-¿No podríamos, pues, decir que ésas son operaciones propias de ellos?

-Bien de cierto.

-¿Y qué? ¿Podrías cortar un sarmiento con una espada o con un trinchete?

-¿Cómo no?

-Pero con nada mejor, creo yo, que con una podadera fabricada a este efecto.

-Verdad.

-¿No pondremos, pues, esta operación como propia suya?

-La pondremos, de cierto.

XXIV -Ahora pienso que podrás entender mejor lo que últimamente preguntaba al informarme de si era operación propia de cada cosa aquello que realiza ella sola o ella mejor que las demás.

-Lo entiendo -dijo-, y me parece que ésa es, efectivamente, la operación propia de cada una.

-Bien -dije-; ¿te parece que hay también una virtud en cada una de las cosas a que se atribuye una operación? Volvamos a los mismos ejemplos: ¿hay una operación propia de los ojos?

-La hay.

-Y así, ¿hay también una virtud en ellos?

-También una virtud.

-¿Y qué? ¿No había también una operación propia de los oídos?

-Sí.

-¿Y, por tanto, también una virtud?

-También.

-¿Y no ocurrirá lo mismo con todas las otras cosas?

-Lo mismo.

-Bien está: ¿acaso los ojos podrán realizar bien su operación sin su propia virtud, con vicio en lugar de ella?

-¿Qué quieres decir? -preguntó-. Acaso hablas de la ceguera en vez de la visión.

-De la virtud de ellos, sea cual sea -dije yo-; porque todavía no pregunto esto, sino si se realizará bien su operación con su propia virtud y mal con el vicio contrario.

-Dices bien -respondió.

-¿Y del mismo modo los oídos privados de su virtud realizarán mal su propia operación?

-Bien de cierto.

-¿Ponemos, en fin, todas las demás cosas en la misma cuenta?

-Eso creo.

-Vamos, pues, adelante y atiende a esto otro: ¿hay una operación propia del alma que no puedes realizar sino por ella? Pongo por caso: el dirigir, el gobernar, el deliberar y todas las cosas de esta índole, podríamos atribuírselas a algo que no sea el alma misma o diríamos que son propias de ésta?

-De ella sólo.

-¿Y respecto de la vida? ¿No diremos que es operación del alma?

-Sin duda -dijo.

-¿No diremos, pues, que existe una virtud propia del alma?

-Lo diremos.

-¿Y acaso, oh Trasímaco, el alma realizará bien sus operaciones privada de su propia virtud o será ello imposible?

-Imposible.

-Fuerza será, por tanto, que el alma mala dirija y gobierne mal y que

la buena haga bien todas estas cosas.

-Fuerza será.

-¿Y no convinimos en que la justicia era virtud del alma y la injusticia vicio?

-En eso convinimos, en efecto.

-Por tanto, el alma justa y el hombre justo vivirá bien ; y el injusto mal.

-Así aparece conforme a lo argumento -dijo.

-Y, por otra parte, el que vive bien es feliz y dichoso, y el que vive mal, lo contrario.

-¿Cómo no?

-Y así, el justo es dichoso; y el injusto, desgraciado.

-Sea -dijo.

-Por otro lado, no conviene ser desgraciado, sino dichoso.

-¿Qué duda tiene?

-Por tanto, bendito Trasímaco, jamás es la injusticia más provechosa que la justicia.

-Banquetéate con todo eso, ¡oh, Sócrates!, en las fiestas Bendidias -dijo.

-Banquete que tú me has preparado, ¡oh, Trasímaco! -observé yo-, pues lo aplacaste conmigo y cesaste en lo enfado. Mezquino va a ser, sin embargo, no por lo culpa, sino por la mía; y es que, así como los golosos gustan siempre con arrebato del manjar que en cada momento se les sirve sin haber gozado debidamente del anterior, así me parece que yo, sin averiguar lo que primeramente considerábamos, qué cosa sea lo justo, me desprendí del asunto y me lancé a investigar acerca de ello, si era vicio e ignorancia o discreción y virtud; y presentándose luego un nuevo aserto, que la injusticia es más provechosa que la justicia, no me retraje de pasar a él, dejando el otro, de modo que ahora me acontece no saber nada como resultado de la discusión . Porque no sabiendo lo que es lo justo, difícil es que sepa si es virtud o no y si el que la posee es desgraciado o dichoso.