LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
OBJETIVO DEL TEMA: QUE EL ALUMNO ANALICE EL PROCESO DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y SEA CAPAZ DE EXPRESAR UN JUICIO ARGUMENTADO ACERCA DE ELLA.
LOS PROFUNDOS CAMBIOS TECNOLÓGICOS, CIENTÍFICOS E INTELECTUALES QUE SE DESARROLLARON DURANTE EL SIGLO XVII Y XVIII FUERON BÁSICOS PARA LA CIVILIZACIÓN CONTEMPORÁNEA. PERO EL PROCESO NO FUE FÁCIL. EN SU MOMENTO PRODUJERON UN CHOQUE ENTRE LAS IDEAS Y LAS ACTITUDES DE LAS CLASES-ILUSTRADAS Y LAS MULTITUDES ANALFABETAS.
EN EL SIGLO XVII, LOS INTELECTUALES EUROPEOS SE ALIMENTARON DE LOS RÍOS DE LECTURA QUE EXPONÍAN LOS AVANCES DE LA CIENCIA» QUE LE PERMITEN TRASPASAR LAS FRONTERAS DE LO CONOCIDO. EVIDENTEMENTE, LA DIVULGACIÓN DE LAS OBRAS DE CIENTÍFICOS COMO ISAAC NEWTON NO ERA GARANTIA DE QUE SE COMPRENDIERAN EN PLENITUD.
LOS PENSADORES RELEVANTES DEL SIGLO XVII, NO ACEPTARON MAS EXPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LOS FENÓMENOS NATURALES. SE OPUSIERON A LA VERSIÓN METAFÍSICA DEL UNIVERSO. LOS INTELECTUALES DE LA ÉPOCA SE EMPEÑARON EN ENTENDER RACIONALMENTE LA REALIDAD CIRCUNDANTE A TRAVÉS DEL ANÁLISIS DE LA INFORMACIÓN QUE OBTENÍAN CON MÉTODO Y TÉCNICAS SISTEMÁTICAS.
LAS MATEMÁTICAS Y LOS INSTRUMENTOS DE PRECISIÓN FUERON UTILIZADOS EN LAS INVESTIGACIONES. UN EJEMPLO CONCRETO FUE EL TELESCOPIO. INVENTADO EN 1608 POR HOLANDESES, DIVULGADO DESPUÉS POR GALILEO, DEMOSTRÓ LA LEGITIMIDAD DEL SISTEMA CÓSMICO QUE HABÍA PRESENTADO COPERNICO. LA TIERRA NO ERA EL CENTRO DEL UNIVERSO, SINO QUE ELLA GIRABA EN TORNO AL SOL.
EN ESE MARCO DE DESARROLLO DE LA CIENCIA DEL SIGLO XVII, LOS AVANCES EN EL SIGLO SIGUIENTE SE SITUARON EN LA TECNOLOGÍA.
INGLATERRA, DURANTE EL SIGLO XVIII, EXPERIMENTO GRANDES CAMBIOS. LA TIERRA FUE CERCADA, LAS ALDEAS SE TRANSFORMARON EN CIUDADES CRECIENTEMENTE POBLADAS. AUMENTARON PERMANENTEMENTE LA CHIMENA DE LAS FABRICAS, SE AMPLIARON LAS CARRETERAS. SE UNIERON NUEVAS TIERRAS A TRAVÉS DE LA VÍA MARÍTIMA. SE CONSTRUYERON FERROCARRILES Y BUQUES DE VAPOR. ¿A QUE OBEDECIERON ESOS CAMBIOS RADICALES Y QUE IMPACTO TUVO EN LA SOCIEDAD?.
JüRQEN KUCZYNSKY EXPRESA QUE:
«NO HAY QUE CREER QUE LOS HOMBRES LLEGAN DE IMPROVISO A INVENTAR LAS MAQUINAS. YA EN LA ANTIGÜEDAD SE HABÍAN OCUPADO DE LA CONSTRUCCIÓN DE MAQUINAS, Y TAMBIÉN BAJO EL FEUDALISMO Y EL PRIMER CAPITALISMO HUBO QUIENES LAS CONSTRUYERON. PERO EN ESAS ÉPOCAS SOLO SE LLEGABA A LA CONSTRUCCIÓN DE JUGUETES INSERVIBLES. INSERVIBLES NO POR DEFECTO TÉCNICO, SINO PORQUE LA DEMANDA DE MERCANCÍAS ERA EXIGUA O PORQUE LAS DEBÍAN UTILIZAR HOMBRES INEXPERTOS, ESCLAVOS, O SIERVOS DE LA GLEBA. AHORA EN CAMBIO, EN INGLATERRA, LA NECESIDAD, LA DEMANDA DE MERCANCÍAS HABÍA CRECIDO ENORMEMENTE Y EXISTÍAN TAMBIÉN TRABAJADORES LIBRES ASALARIADOS A QUIENES CONFIAR LAS MAQUINAS-, DE AHÍ QUE EN ESE PAÍS -CASI EXCLUSIVAMENTE EN ÉL Y NO EN LA FRANCIA Y LA ALEMANIA FEUDALES- SE DESARROLLÓ UN INTERÉS EXTREMADAMENTE VIVO POR EL DESCUBRIMIENTO Y LA UTILIZACIÓN PRACTICA DE MAQUINAS» (KUCZYNSKY, 1961, P. 220)
LA POBLACIÓN CRECIÓ, SOBRE TODO LA INFANTIL Y JUVENIL. SE OBSERVO UN DESPLAZAMIENTO DE SUR A NORTE, Y DEL ESTE AL NORTE. INGLATERRA FUE POBLADA CON IRLANDESES Y ESCOSESES. ESOS HOMBRES Y MUJERES, NACIDOS EN EL CAMPO, SE HACINARON EN LAS GRANDES URBES. EL PAGO POR EL TRABAJO QUE DESEMPEÑARON FUE PRODUCTO DE SU INCORPORACIÓN A LA FÁBRICA. SE ESPECIALIZÓ EL TRABAJO, SURGIERON NUEVAS HABILIDADES LABORALES. TRABAJO INFANTIL, FEMENINO, EXPLOTACIÓN EXCESIVA DE LA FUERZA DE TRABAJO MASCULINA, JORNADAS LABORALES DE ENTRE 12 A 18 HORAS, FUERON LOS EFECTOS DE LA NUEVA DINÁMICA SOCIAL.
HUBO NECESIDAD DE ENCONTRAR NUEVAS FUENTES DE MATERIAS PRIMAS, DE NUEVOS MERCADOS Y, POR TANTO, DE NUEVOS PROCEDIMIENTOS EN EL COMERCIO. EL CAPITAL FUE EN AUMENTO CONSTANTE. EN LOS NEG0CIOS EL ESTADO VINO A DESEMPEÑAR UN PAPEL MENOS ACTIVO, MIENTRAS QUE CRECÍA EL DEL INDIVIDUO. LOS HOMBRES YA NO VEÍAN EL CAMINO RECORRIDO, AHORA SE PREOCUPARON POR EL QUE TENDRÍAN QUE RECORRER. MODIFICARON ENTONCES SU MANERA DE CONCEBIR A LA NATURALEZA Y SU VALOR ACERCA DEL FIN DE LA VIDA SOCIAL.
ES PERTINENTE UNA OBSERVACIÓN! TODOS LOS CAMBIOS CUALITATIVOS PRESENTADOS DURANTE LA ÉPOCA FUERON EL RESULTADO DE UN PROCESO LENTO INICIADO VARIOS SIGLOS ANTES. EN EL ESTUDIO DE T. S. AHSTON, SE AFIRMA CON RAZÓN QUE:
«EL TERMINO «REVOLUCIÓN IMPLICA UN CAMBIO REPENTINO QUE NO ES, EN REALIDAD CARACTERÍSTICO DE LOS PROCESOS ECONÓMICOS. EL SISTEMA DE RELACIÓN HUMANA LLAMADO CAPITALISMO, SE ORIGINÓ MUCHO ANTES DE 1760, Y ALCANZÓ SU PLENO DESARROLLO MUCHO DESPUÉS DE 1830…» <ASHTON, 1988, 10)
ASHTON AFIRMA QUE UNA CARACTERÍSTICA ESENCIAL DEL PERIODO HISTÓRICO DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL ES EL CRECIMIENTO VELOZ DE LA POBLACIÓN. TOMADO DEL NUMERO DE BAUTIZOS Y DEFUNCIONES:
«ENTRE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII Y DE LA PRIMERA DEL XIX» LA POBLACIÓN AUMENTO ENTRE UN 50 Y 60%.» <IDEM) POR TANTO, SE AFIRMA QUE LA FECUNDIDAD FUE ALTA Y CONSTANTE DURANTE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. ASHTON AGREGA QUE: “EL DESCENSO EN EL NUMERO DE MUERTES FUE EL FACTOR CLAVE DEL CRECIMIENTO POBLACIONAL.
«DURANTE LAS PRIMERAS CUATRO DECADAS DEL SIGLO XVIII, LA COSTUMBRE DE ABUSAR DE GINEBRA BARATA ASI COMO INTERMITENTES PERIODOS DE HAMBRE Y ENFERMEDADES COBRÓ MUCHAS VIDAS…MUCHAS INFLUENCIAS ACTUABAN PARA REDUCIR EL ÍNDICE DE MORTALIDAD. AL INTRODUCIRSE EL CULTIVO DE TUBÉRCULOS, SE PUDO ALIMENTAR A MAS GANADO DURANTE LOS MESES DE INVIERNO, Y ASI, SURTIR DE CARNE FRESCA DURANTE EL AÑ0. LA SUSTITUCIÓN DE CEREALES INFERIORES POR EL TRIGO, Y EL AUMENTO EN EL CONSUMO DE LEGUMBRES, AUMENTÓ LA RESISTENCIA CONTRA LAS ENFERMEDADES. NIVELES MAS ALTOS DE LIMPIEZA PERSONAL, AUNADOS A MAS JABÓN Y ROPA INTERIOR DE ALGODÓN BARATO, DISMINUYERON LOS PELIGROS DE INFECCIÓN» (ASHTON). LA CONSTRUCCIÓN DE VIVIENDAS DE LADRILLO O PIEDRA, LA SUPRESIÓN DE MANUFACTURAS DOMÉSTICAS CAMPESINAS, LAS CALLES PAVIMENTADAS Y CON DRENAJE, EL DESARROLLO DE LA MEDICINA Y HOSPITALES, LA DESTRUCCIÓN DE LA BASURA Y EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS, GENERARON UN AMBIENTE RESISTENTE A LAS EPIDEMIAS QUE TANTA MERMA EN LA POBLACIÓN HABÍAN PROVOCADO ANTES.
ASI, NOS PARECE QUE ASHTON TIENE RAZÓN AL ANALIZAR A LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL, COMO UN HECHO HISTÓRICO QUE SE PRESENTA EN LA FABRICA, PERO ADEMÁS EN LA AGRICULTURA, EN LOS SISTEMAS DE COMUNICACIÓN, EN LA POBLACIÓN, EN EL COMERCIO, EN LAS FINANZAS, EN LA ESTRUCTURA SOCIAL, EN LA EDUCACIÓN Y EN LOS NUEVOS VALORES EN EL HOMBRE QUE SURGEN CON ELLA.
ENTONCES LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL INGLESA, AFECTÓ A AMPLIOS SECTORES DE LA POBLACIÓN. CIEN MIL TEJEDORES A MANO, SE VEN DESPOJADOS GRADUALMENTE DEL ALIMENTO Y DEL PROPIO TRABAJO AL COMPETIR CON LA MÁQUINA. LA VIVIENDA, SI BIEN ES MEJORADA, NO TODOS TIENEN ACCESO A ELLA.
HUBERMAN, Leo. Nosotros el pueblo. Historia de los Estados Unidos. Ed. Nuestro Tiempo, México. 1977. pp. 61-118.
capítulo IV MELAZAS Y TE
Y buenos motivos tenían para ello. Habían repelido el ataque de los indios toda su vida; habían visto a sus amigos y parientes morir a manos de estos mismos indios; acababan de salir de una guerra que se había prolongado siete largos años, a fin de poder correrse más allá de las montañas y tomar una parcela de las fértiles tierras que allí había y ahora se les decía que ese feraz suelo no quedaba abierto’ para ellos, que había que reservarlo precisamente para los mismísimos salvajes que siempre habían sido sus más encarnizados enemigos.
También a los traficantes de pieles golpeaba la ley. Hasta ese momento habían llevado a cabo un fructífero negocio con los indios, y ahora se les notificaba que ya no podrían comerciar sin una licencia, que sus operaciones debían realizarse en un puesto militar donde pudieran supervisarse.
Los especuladores en tierras resultaban, a su vez, perjudicados por la Proclamación. Habían formado grandes compañías que habían conseguido adquirir muchos acres de terreno del otro lado de las montañas, esperando venderlos cuando se trasladara allí un mayor número de personas y el precio se elevara. Aparecía ahora la ley que prohibía la concesión de tierras o el establecimiento de poblaciones más allá de las montañas. Es fácil percibir por qué los especuladores en tierras, los traficantes de pieles y los nuevos colonos se encontraban tan intensamente perturbados por la Proclamación de 1763, del rey de Inglaterra.
Todas las poblaciones enclavadas sobre la franja que se extendía a lo largo de la costa, comenzando por Jamestown en 1607, habían sido fundadas sobre territorio reivindicado como suyo por Inglaterra,. (Los holandeses habían reivindicado y fundado Nueva York, pero en 1664 les fue quitada por los ingleses). Massachusetts, Virginia, Pennsylvania, Nueva Jersey, todas ellas, hasta la última de las trece, eran «colonias» de Inglaterra. Esa pequeña isla, apenas al margen de la costa occidental de Europa, había creado una marina sumamente fuerte y efectuaba conquistas en todas partes. En el universo entero comenzaba a hacerse sentir el poder de Inglaterra. Las islas antillanas, Gibraltar en Europa, partes de la India en Asia, también constituían colonias de la madre patria: Inglaterra. En 1700, el Imperio Británico ya configuraba una organización mundialmente extendida.
¿Pero, por qué entablaba Inglaterra guerra tras guerra con otros países, a fin de conseguir más y más colonias? ¿Qué valor tenían éstas para ella? ¿Cuál era la ventaja de construir un imperio cada vez más grande?
En aquella época, mucha gente creía que los países eran ricos o pobres, de acuerdo con la cantidad de oro y plata que poseyeran. Una forma de adquirir esos metales preciosos consistía en ser lo bastante afortunado como para descubrir nuevas tierras habitadas por salvajes, que supiesen dónde yacían las minas y que pudieran ser persuadidos, por la fuerza si resultaba necesario, entregar lo que hubieren encontrado. Los españoles habían puesto con gran éxito este método en práctica en Sudamérica. Pero ni siquiera los indígenas podían localizar filones todos los días, de manera que era menester hallar un procedimiento mejor y más seguro. La solución del problema parecía residir en la venta de mercaderías. Mientras un país realizara ventas sostenidas, el dinero entraría constantemente. Pero Inglaterra no fue la única nación a la que se le ocurrió esta idea. España, Holanda y Francia pensaron lo mismo y naturalmente todas ellas quisieron vender, vender, vender. Pero si el único interés de todas ellas era vender, el plan no marcharía. Había que encontrar algún mercado. La respuesta residía en más y más colonias. Que la metrópoli fuese el corazón del Imperio y cada colonia el mercado para sus mercancías.
Las colonias también podían servir otro propósito. Había cosas que toda metrópoli debía comprar. Lamentablemente sería que, en pago de estas mercaderías adquiridas, saliese oro de la madre patria. Pero si las colonias estaban en condiciones de suministrar las materias primas que la metrópoli necesitaba, entonces el oro nunca tendría que abandonar el Imperio, para hacer rico a otro país rival, a su vez sede principal de colonias. La treta radicaba, por consiguiente, en edificar un fuerte imperio compuesto de metrópoli y colonias, un imperio que se bastara a sí mismo, que no tuviese que depender para nada de países extraños. Cabe comparar este sistema a una rueda cuyo eje era la metrópoli, siendo la función de ésta elaborar cosas con destino a las colonias situadas en el calce, las cuales, a su turno, producían materias primas que enviaban a la madre patria. Los rayos de la rueda venían a ser las rutas comerciales, con la larga línea de naves que transportaban las mercaderías hacia y desde la metrópoli y las colonias.
Magnífico designio con un propósito bien claro: enriquecer a la metrópoli. Pero, según fácilmente puede apreciarse, el proyecto sólo andaría si el comercio de las colonias estaba bajo el control de la metrópoli. Esto tenía suma importancia.
En los siglos XVII y XVIII, integraban el Parlamento inglés los ricos terratenientes, mercaderes y manufactureros. Desde luego que creían en el esquema de la relación metrópoli-colonias, delineado más arriba. Una de sus comisiones, la que constituían los lores Comisionados del Comercio y Plantaciones, había informado que «el gran objetivo de la colonización en el continente de Norteamérica ha sido mejorar y extender el comercio y manufacturas de este reí no». El Parlamento se hallaba profundamente convencido de lo antedicho. Por lo tanto, en el lapso de los 156 años transcurridos de 1607 a 1763, había aprobado una serie de leyes concebidas a los efectos de controlar el tráfico comercial de las colonias, para ventaja de la metrópoli.
Un grupo de leyes disponía que todas las mercaderías (con unas pocas excepciones) que fuesen remitidas a las colonias desde Europa o Asia, debían pasar primero por Inglaterra, para ser reembarcadas luego. Ello evitaría el comercio directo entre las colonias y países extranjeros.
Paño holandés. . .—a Inglaterra. . .—a América.
en vez de Paño holandés. . . —directamente. .. —a
América.
En forma semejante, ciertos productos coloniales, como el tabaco, arroz, índigo, mástiles, trementina, brea, alquitrán, pieles de nutria, lingotes de hierro y unos cuantos otros (la lista creció con el tiempo), debían ser enviados exclusivamente a Inglaterra. Otros productos podían mandarse a cualquier parte. Los ingleses querían para sí los productos nombrados, pero les era materialmente imposible emplear íntegramente la cantidad que las colonias aportaban. Su voluntad era, no obstante, tener aferrado este comercio colonial y, entrar de ser posible en él granjeándose así un beneficio.
tabaco de Virginia — a mercader inglés — a fabricante francés de rapé
en vez de tabaco de Virginia — directamente. . .— a fabricante francés de rapé.
Algunas de las Antillas pertenecían a Francia y otras a Inglaterra. Las islas francesas estaban en condiciones de producir azúcar y melazas a menor precio que las islas sujetas al dominio británico. Las colonias comerciales de la lonja norteamericana, realizaban gran número de transacciones con las islas antillanas. Las melazas tenían para ellas especial importancia pues las empleaban en la elaboración del ron. Esta bebida, a su vez, hallaba aplicación en el tráfico de esclavos, en el de pieles y en el negocio de la pesca. (En aquellos días, era costumbre adjudicar a los marinos una cuota diaria de ron.) Como es natural, las naves de Nueva Inglaterra y de las Colonias del Centro, comerciaban con aquellas islas en las que pudieran adquirir melazas más baratas. Pero, según la idea del Imperio, debían llevar a cabo su comercio con las islas británicas. En consecuencia, el Parlamento aprobó en 1733, el «Acta de las Melazas», la cual disponía el pago de pesados impuestos sobre toda el azúcar y todas las melazas importadas a las colonias. (Diremos de paso, que 74 miembros del Parlamento eran a la sazón propietarios de plantaciones en las Indias Occidentales británicas.)
melazas francesas — más baratas que melazas británicas — para el habitante de Nueva Inglaterra pero melaza francesa –(- pesados impuestos se torna más cara que melazas británicas para el habitante de Nueva Inglaterra)
Los colonos tenían prohibido manufacturar gorras, sombreros, artículos de lana o de hierro. Todos los materiales requeridos por este tipo de mercaderías estaban al alcance de la mano; sin embargo, se esperaba de los colonos que enviasen las materias primas a Inglaterra donde serían manufacturadas y que las comprasen luego bajo la forma de artículos ya fabricados. Los fabricantes ingleses, interesados en la elaboración de mercaderías, no tenían el propósito de permitir la competencia dimanada de sus propias colonias.
Materias primas coloniales. . . — a Inglaterra, manufacturadas allí… — vueltas a enviar a América vez de Materias primas coloniales. . . — manufacturadas en América
A fin de asegurar que el comercio del Imperio fuese manejado por buques del Imperio, otro grupo de leyes, las Actas de Navegación, sancionadas en fecha tan temprana como el año 1651, establecía que todas las mercaderías trasladadas a y desde las colonias, debían transportarse en buques ingleses o coloniales, tripulados principalmente por marineros ingleses o coloniales. Los holandeses, rivales sumamente activos de Inglaterra en el negocio de fletamento, quedaban así excluidos de toda transacción del Imperio:
Barco francessswees. . . Barcos holandeses. . .
— ¡ Pared del Imperio — ¡Prohibida la entrada!
Si se examinan las leyes antedichas es fácil observar qué cuidado ponía el Parlamento en la construcción de un poderoso imperio comercial, en el que la metrópoli, Inglaterra, se asignara la mejor parte. Sir Francis Bernard, gobernador real de Massachusetts, delineó muy claramente el esquema global, diciendo: «Los dos grandes objetivos de Gran Bretaña respecto del comercio americano, deben ser: 1) obligar a sus súbditos americanos a tomar exclusivamente de Gran Bretaña todas las manufacturas y mercaderías europeas de la que ésta puede proveerlos. 2) Regular el comercio exterior de los americanos de manera que los beneficios que éste devengue puedan finalmente centrarse en Gran Bretaña, o ser aplicados al mejoramiento de su imperio.»
Todo parecía muy de color de rosa, para la metrópoli. Empero, por desgracia, los colonos no eran generosos al punto de pensar que las colonias existían meramente en obsequio de la metrópoli, sosteniendo, por el contrario, que existían para beneficiar a sus pobladores.
Los habitantes de las colonias no habían cruzado tres mil millas de océano con la finalidad de colaborar en la creación de un imperio. No habían luchado con indómitos pieles rojas, no habían padecido hambre, trabajado duro y parejo en la creación de hogares, para que el pueblo de Inglaterra resultara favorecido. Jamás había cruzado su mente una idea parecida. Habían venido porque querían ayudarse a sí mismos, de un modo u otro. ¿Entonces, por qué no habían chocado Inglaterra y los colonos durante el periodo comprendido entre los años 1607 y 1763? Ambos pueblos estaban en desacuerdo en lo tocante a la razón misma de la existencia de las colonias, sin embargo, las cosas no habían llegado a su culminación hasta 1763. ¿Por qué?
Pues, a raíz de que leyes dictadas no significaban necesariamente leyes obedecidas. Algunas de las leyes comerciales sancionadas por el Parlamento beneficiaban a los colonos. A éstas las acataron. Otras perjudicaban sus bolsillos. Las obedecieron sólo en parte o las desconocieron enteramente. Los norteamericanos de hoy siguen las huellas de sus antepasados de las colonias. Continúan haciendo caso omiso de las leyes que no merecen el beneplácito popular,. Es una vieja costumbre norteamericana.
La ley que establecía el transporte de mercaderías del Imperio en buques ingleses o coloniales, favorecía a los colonos. Les permitía construir embarcaciones y trasladar mercaderías sin tener que competir con las naves de los países extranjeros que les llevaban ventaja. Por supuesto que también ayudó a crear una poderosa marina británica. Pero los colonos necesitaban la protección de una flota bien pertrechada. En aquellos días, el océano no era la pacífica ruta de hoy. Aun en tiempos de paz, los navíos coloniales corrían el riesgo de ser capturados, por corsarios españoles o franceses o por las muchas embarcaciones piratas que infestaban los mares. Ello implicaba no sólo que la nave y su cargamento fueran roba-idos, sino también que sus tripulantes corrieran la suerte de ser muertos o convertidos en esclavos. Los piratas berberiscos, en el sur mediterráneo de Europa, eran particularmente peligrosos. La Armada Británica había, no obstante, combatido a estos piratas, obligándolos (con el auxilio de presentes que costaban alrededor de … $3 00 000 anuales*) a convenir que dejarían en paz a los buques del Imperio Británico. Los veleros coloniales encargados de transportar trigo, harina y pescado a los puertos del Mediterráneo, recibían pases del Almirantazgo británico. Los barcos en posesión de tales pases, no eran tocados por los piratas, quienes les permitían seguir libremente su camino. Los buques que, en número de ochenta a cien, realizaban regularmente transacciones comerciales en el Mediterráneo, tuvieron que contar con esta protección o no habrían podido continuar.
Además, cada vez que la Armada británica salía vencedora en otra conquista y se agregaban nuevas colonias, esto representaba más lugares a donde los barcos coloniales podían comerciar, sin competencia de extraños. Los colonos agradecían profundamente, desde luego, estos beneficios. Las leyes que los ayudasen de esta forma merecían ser obedecidas.
El asunto del gravoso impuesto sobre el azúcar y las melazas importadas de las Antillas foráneas, constituía algo enteramente distinto. Los mercaderes coloniales pagaban, del 25 al 40 por ciento menos, por las melazas francesas que por las británicas. El impuesto los compelía a adquirir el producto de precio más elevado. Había una manera de salir del atolladero y muchos mercaderes coloniales la adoptaron.
El contrabando. Algunos de los comerciantes más sólidos de las colonias (lo mismo sucedió en Inglaterra) se convirtieron en contrabandistas. Más de una fortuna colonial dependió de este comercio prohibido. Dada la generalidad con que se hacían entrar las melazas extranjeras sin pagar derechos el contrabando no se consideraba delito. «De los 14 000 toneles de melaza importados anualmente a Rhode Island, 11 500 provenían de las Antillas extranjeras, sin pagar derecho alguno. De los 15 000 toneles importados de Massachusetts en 1763 todos, salvo 500, procedían de las islas extranjeras.»1
El contrabando no ofrecía dificultad. Las colonias distaban tres mil millas de Inglaterra; su litoral marítimo era largo e irregular; los funcionarios británicos se caracterizaban por su indolencia; los agentes aduaneros con la misión de vigilar las actividades de los contrabandistas, o bien mantenían los ojos cerrados o bien los abrían lo suficiente para ver algún obsequio destinado a su persona.
Los colonos no se detenían a considerar los medios que coadyuvarían al crecimiento del Imperio Británico o que facilitarían la prosperidad de los mercaderes ingleses o de los propietarios de plantaciones en las Indias Occidentales británicas. Tan sólo les interesaba enriquecerse ellos mismos. Si el acatamiento a las leyes del Imperio no les impedía hacer fortuna, santo v bueno. Si, a fin de hacer fortuna, había que transgredir leyes del Imperio, pues bien, era preferible agujerear las leyes inglesas y no las faltriqueras norteamericanas,.
Siendo dable lucrar con el comercio llevado a cabo en tiempos de paz con las islas francesas, aún más dinero podría hacerse en tiempos de guerra, y los mercaderes del Norte aprovecharon la oportunidad. Mientras el Imperio británico libraba una lucha a muerte en la Guerra de Siete Años, mientras los soldados coloniales combatían lado a lado con los británicos a franceses y pieles rojas, los buques coloniales acarreaban presurosamente a las Antillas de sus contrarios, aprovisionamientos desesperadamente necesitados por sus habitantes. En el curso de un conflicto bélico, se acostumbra que los bandos enfrentados canjeen prisioneros. Los veleros coloniales obtenían pases de los gobernadores respectivos, que les conferían el derecho de dirigirse a las colonias francesas, a efectos de un intercambio de prisioneros. A menudo estas «banderas de tregua» (denominación popular que recibían tales embarcaciones), transportaban unos cuantos prisioneros franceses y gran cantidad de abastecimientos. La Armada británica procuraba sitiar por hambre a los franceses; los barcos coloniales atravesaban, no obstante, ?u bloqueo, cargados de víveres para el enemigo. James Hamilton, gobernador de Pennsylvania, escribió que en 1759 y 1760 «un grupo muy numeroso de los principales mercaderes de Filadelfia se dedicaba a este comercio con ‘as Antillas francesas». La Guerra de Siete Años quizá hubiese durado sólo cinco si los colonos no hubieran ayudado a alimentar al enemigo.
Para las gentes que creían sinceramente en el Imperio Británico, Francia era enemiga ya fuere en la India, Europa, Norteamérica o las Antillas. Pero, en el sentir de los colonos, la Francia del Canadá y de la región al oeste de los Montes Apalaches era, sí, una odiada adversaria v estaban dispuestos a colaborar para aplastarla; en cambio la Francia de las Indias Occidentales brindaba un lugar capaz de proveer la continuación de un fructífero comercio. Los colonos no experimentaban hondo interés por el Imperio Británico. No se consideraban ingleses, ni siquiera americanos. Un colono se tenía a sí mismo por virginiano o neoyorquino u oriundo de Massachusetts. Las colonias no constituían un país unificado; eran trece países. Estaban celosas unas de otras y continuamente surgían reyertas.
A veces discutían en lo relativo a los límites, otras acerca de la competencia comercial. Cuando la metrópoli solicitaba algo de ellas, era muy corriente que pasaran la responsabilidad a las demás. Cada colonia solía esperar hasta ver cuánto hacían las otras, y todas procuraban no esforzarse más que la que acusaba mayor morosidad. Era muy difícil conseguir que actuasen juntas, aun frente al enemigo común: los franceses o los indios. Así en el otoño de 1763, se produjo un serio levantamiento indígena cuyo cabecilla fue el jefe indio Pontiac. Amherst, comandante en jefe del ejército británico de la zona, pidió a Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Virginia que suministrasen tropas. Nueva York respondió que cumpliría su parte, únicamente si se solicitaba la ayuda de Nueva Inglaterra. Nueva Jersey siguió el ejemplo de Nueva York. En vista de que no se proporcionar ron suficientes soldados, Gage, comandante en jefe que seguía en autoridad a Amherst, requirió finalmente la colaboración de las colonias de Nueva Inglaterra. Massachusetts negó la suya, no hallándose dispuesta a recibir órdenes de Nueva York. Nueva Hampshire la imitó porque Connecticut y Massachusetts no habían aportado su contribución. Rhode Island rehusó colaborar. Por último, Connecticut consintió en reclutar un reducido cuerpo de soldados. Virginia cubrió su cuota. Nueva York reunió algo más de la mitad de las tropas deseadas y Nueva Jersey acordó proveer trescientos soldados en vez de los seiscientos pedidos. Entre tanto, la lucha contra Pontiac proseguía.
Los comandantes militares británicos estaban enfurecidos por la necesidad de rogar a los colonos que suministrasen tropas, cuando tenían que haber podido obligarlos a ello. Pero los colonos no se hallaban dispuestos a aceptar órdenes fácilmente. Habían logrado amplia práctica en materia de querellas con los británicos, surgida de sus muchas disputas con los gobernadores reales. A pesar de que el Parlamento británico dictaba la legislación de comercio relacionada con sus posesiones norteamericanas, la mayoría de las demás leyes que regían las diferentes colonias, eran creadas por sus propios habitantes. Cada colonia elegía su grupo privativo de legisladores. Por añadidura, el rey nombraba un gobernador real con autoridad sobre todas las colonias, excepto Rhode island y Connecticut, a efectos de que interviniese en a formulación de las leyes. Se producían frecuentes altercados entre los legisladores coloniales y el gobernador real. Aquéllos pensaban en primer lugar en los colonos, éste ante todo en Inglaterra y el Imperio. Los colonos pretendían alguna cosa determinada, el gobernador real a vetaba con su negativa. El gobernador real se proponía algo en particular, los colonos se oponían a ello. En gran parte de los casos, los colonos salían con la suya, principalmente porque de sus bolsillos se extraía el estipendio del gobernador real. Si éste no se comportaba como era debido, su dieta era retenida o se le reducían los honorarios. Los colonos tenía la sartén por el mango. Cayeron, poquito a poco, en el hábito de hacer su voluntad. Estas cuestiones con los gobernadores reales, representantes del gobierno británico en Norteamérica, les infundieron la experiencia necesaria para no ceder un ápice de lo que, a su juicio, era derecho propio.
Desde 1607 hasta 1763, estas trece celosas colonias sostuvieron trece disputas separadas con la madre patria. Pero, en cada caso, la discusión obedeció a iguales motivos. Cada veinte años las colonias duplicaban su población. El comercio y la agricultura coloniales crecían tremendamente. Los colonos querían expandirse y en todas partes tropezaban con el control británico, cuyo propósito era favorecer a la metrópoli o al Imperio. En razón de encontrarse a tres mil millas de distancia de Inglaterra; de que, en muchos casos, habían emigrado a América para escapar de las costumbres o leyes europeas que los molestaban o les impedían ganarse la vida decentemente; a causa de que, una vez aquí, habían aprendido a cuidar de sí mismos, a pesar de las tentativas de ingerencia de los gobernadores reales; de que se habían ido habituando a quebrantar aquellas leyes del Imperio que les desagradaban; en virtud de todas estas cosas, los colonos se habían tornado progresivamente más independientes. Mientras que Inglaterra consideraba que las colonias existían en obsequio suyo, éstas pensaban que existían en interés de ellas mismas.
Sin embargo, hasta 1763 habían estado contentas de seguir formando parte del Imperio. Hasta esa fecha, muy pocos colonos habían pensado en separarse de Inglaterra. Pero el 4 de julio de 1776, trece años más tarde, Norteamérica dijo categóricamente: Ya no queremos pertenecer a vuestro Imperio. Nos gobernaremos nosotros mismos. ¿Qué había sucedido?
Por espacio de siete años, Inglaterra había estado empeñada en una feroz guerra con los franceses. La cesación de la lucha había aportado a su Imperio un tremendo aumento territorial. Más islas en las Indias Occidentales, toda la región que se extendía desde los Apalaches al Mississippi (excepto Nueva Orleáns en la desembocadura de este río), todo el Canadá; tales las enormes posesiones agregadas a sus colonias americanas. Todo ello resultaba impresionante en grado sumo, pero requeriría muchísima atención. Habría que velar por el nuevo territorio y esto insumiría grandes sumas de dinero. Los contribuyentes británicos se quejaban ya del elevado costo de las repetidas guerras de Inglaterra, de modo que había que solucionar el problema de alguna manera. Al propio tiempo, también urgía resolver la cuestión del contrabando que tenía lugar en las colonias. Y había, además, que tomar medidas para mantener tranquilos y satisfechos a los indios, a fin de que su tráfico de pieles no fuese concedido a los franceses, con quienes se hallaban en amistosos términos. En opinión de los miembros del Parlamento, era evidente que la autoridad de Inglaterra había perdido firmeza en sus colonias americanas y que el lazo de unión con el Imperio debía apretarse.
Los indios habían experimentado alarma ante el movimiento de los colonos en dirección oeste. Excitados por los franceses, estaban constantemente en pie de guerra. Los traficantes de pieles procedentes de las colonias, en muchos casos componían una deshonesta pandilla de bribones insatisfechos con las ganancias que podían obtener honradamente. Hacían uso del ron para emborrachar a indios y luego los estafaban. El tráfico de pieles interesaba sobremanera a los ingleses, de modo que quisieron tener contentos a los indios. Por lo demás, también venía impedir que los colonos se alejasen demasiado la costa, a lugares donde se pusieran fuera del alcance del gobierno británico. Y, si cabía la posibilidad beneficiarse cuando se valorizaran las tierras del oeste los ingleses querían ser dueños de una amplia participación.
La Proclamación de 1763 fue la contestación a todo o. El Parlamento no tenía intención de vedar a los colonos para siempre el traslado allende las montañas; plan era formalizar la paz con los indios hasta que el tráfico de pieles pudiera controlarse. Probablemente volvería a permitirse, en el plazo de unos cuantos años, el movimiento hacia el Oeste. Pero la Proclamación no lo aclaraba y los pobladores del Oeste, los traficantes coloniales de pieles y los miembros de las compañías de bienes raíces se impacientaron. La Proclamación les hizo sentir que habían sido engañados. Ardían de furia contra los ingleses.
Mientras duró la Guerra de Siete Años, los negocios fueron excelentes en las colonias. Los franceses, bajo la imperiosa necesidad de provisiones, estaban preparados a pagar altos precios por ellas; el ejército británico que operaba en Norteamérica significaba muchísimas bocas para alimentar. Como resultado de ello, los agricultores y plantadores norteamericanos extendieron sus establecimientos, dando a la venta todo lo que cultivaban con gran aumento de precio. Los comerciantes minoristas acrecentaban sus existencias en vista de que vendían sus mercaderías con pingües ganancias. Los buques mercantes efectuaban transacciones inmensamente provechosas. Muchas personas amasaron fabulosas fortunas de la noche la mañana. El dinero era fácil de conseguir y la gente se acostumbró a vivir en forma mucho más rumbosa que antes. Pero, como siempre ocurre, esta prosperidad aparente, de tiempos de guerra, no duró. Sobrevino el derrumbe al finalizar las hostilidades en 1763. El ejército fue licenciado, los franceses dejaron súbitamente de comprar y los precios decayeron. Los mercaderes, los agricultores y los pequeños comerciantes se encontraron abarrotados de mercaderías, mientras los precios bajaban bruscamente. Los trabajadores fueron despedidos. La época no podía ser peor. Era el momento preciso de trasladarse al Oeste y recomenzar una nueva vida. Pero se interponía el obstáculo de la Proclamación, esa odiada ley inglesa. Desde luego que, pese a ella, mucha gente se marchó —tratábase de un movimiento demasiado poderoso para que ninguna ley lo detuviera—, pero de todas maneras, los colonos estaban indignados.
Aun finalizada la guerra, los británicos temían que los 85 000 franceses derrotados volvieran a ocasionar disturbios. Sabían que algo semejante sucedería con los indios. A su juicio era inútil depender de las colonias en lo concerniente a un ejército. Se hallaban cansados de librar guerras coloniales mientras los pobladores se pasaban unos a otros la responsabilidad, en vez de poner todo su empeño en ayudar. Sería menester establecer fuertes en el Oeste y equipar un ejército regular de por lo menos 10 000 soldados. Puesto que, en parte, la guerra se había entablado para ayudar a los colonos, era justo, a criterio del Parlamento, que éstos colaborasen en el paro de los pesados gastos ocasionados por la contienda. Y, dado que el nuevo ejército y los fuertes que habrían de sostenerse serían empleados para la protección colonial, era justo que los colonos también contribuyeran.
De modo que el Parlamento llevó adelante sus planes para recaudar dinero y poner radical terminación al contrabando en las colonias. En 1764 se dictó el «Acta del Azúcar». Tratábase de la antigua «Acta de las Melazas», disimulada bajo un nuevo ropaje. El impuesto sobre las melazas francesas, anteriormente de seis peniques por galón, se redujo a tres peniques. Aplicáronse impuestos sobre otras importaciones, tales como sedas, café y vinos. El dinero recabado se destinaría al pago de los gastos originados por el nuevo ejército de Norteamérica. No debería haber más contrabando. La Marina británica patrullaría la costa americana y se apoderaría de todos aquellos barcos que infringieran la ley. Ya no se les permitió a los funcionarios de aduanas permanecer en Inglaterra, mientras alguna persona a sueldo hacía por ellos el trabajo en Norteamérica. Se ordenó a los gobernadores reales que cumpliesen cabalmente con sus deberes. Quienquiera ayudase a prender contrabandistas recibiría una parte de las mercancías secuestradas. Serían recompensados los informantes. El Parlamento se había propuesto actuar en serio. Esta nueva ley mostraba los dientes.
Pero aquí no terminaba la cosa. En 1765 el gobierno británico aprobó el Acta del Timbre, concebida con el objeto de reunir fondos destinados a costear el mantenimiento de las tropas de Norteamérica. El Acta citada proveía que las barajas, los dados, folletos, periódicos, avisos, diplomas de colegio, almanaques, las licencias de matrimonio y muchos papeles legales, debían llevar adherido un sello.
Si bien esta forma de gravamen ahora se acepta como hecho corriente en los Estados Unidos (la estampilla azul del gobierno sobre el tapón de las botellas de licor v sobre los paquetes de cigarrillos y los naipes, resulta familiar a todos nosotros), halló, en el año 1765, gran resistencia en las colonias. En Inglaterra el Acta del Timbre regía desde varios años atrás. La gente se había habituado al empleo de los sellos, sin provocar alboroto alguno. A juicio de los miembros del Parlamento, si los sellos eran buenos para Inglaterra, ¿por qué no para sus colonias, particularmente en vista de que el dinero reunido se invertiría en éstas? Pero los miembros del Parlamento se equivocaban: en 1765 los sellos no eran buenos para Norteamérica.
Acta de Proclamación en 1763. Acta del Azúcar en 1764. Acta de Timbre en 1765. Difíciles tiempos en las colonias.
El montaje del escenario anunciaba disturbios y éstos no tardaron en producirse.
La disputa entre fronterizos e integrantes de las clases superiores no había cesado. Los trabajadores urbanos comenzaban a plegarse a esta lucha en procura de un fortalecimiento de poder. Los ricos mercaderes y plantadores aún manejaban el gobierno en todas las colonias, pero las clases más pobres comenzaban por doquier a cuestionar su derecho al mando.
En esos momentos aconteció algo interesante. Los ricos mercaderes de las colonias comerciales se sintieron profundamente molestos por los barcos de la Marina británica, constantemente al acecho para impedir el contrabando. Siendo que muchos de ellos tenían comprometida su fortuna íntegra en el comercio de las Indias Occidentales extranjeras, esta nueva vigilancia de la Marina asestaba un terrible golpe a sus negocios. También afectaba a los destiladores de ron el golpe sufrido por los contrabandistas. Algunos comerciantes y elaboradores de esta bebida perdieron todo su dinero y otros intuyeron que también se verían privados del suyo, a menos que pudiera adoptarse alguna medida en cuanto a la aborrecida Acta del Azúcar.
La aprobación del Acta del Timbre brindó a los mercaderes la oportunidad que buscaban. Soliviantaron a las clases más pobres, haciéndoles creer que las nuevas leyes de Inglaterra constituían la causa de sus dificultades. Los abogados, perjudicados por el Acta del Timbre, pronunciaron fogosos discursos relativos a los «derechos de los ingleses». Los directores de periódicos, también amenazados por el Acta, publicaron largos artículos en sus diarios, oponiéndose a las «injustas leyes» de Inglaterra. La gente común, cuya situación era apremiante la mayor parte del tiempo y que ahora se veía despedida de sus empleos a causa de los difíciles tiempos que corrían, acogía de buen grado cualquier oportunidad que se le presentara de mejorar sus condiciones de vida.. Se le indujo a creer que Inglaterra era su enemiga y que sus leyes no debían acatarse.
Las leyes comerciales habían perjudicado a los mercaderes, pero esta nueva Acta del Timbre dañaba a todo el mundo. Inglaterra jamás había tratado antes de obligar a los colonos a pagar impuestos directos. Era difícil alborotarse en lo referente a impuestos indirectos como, por ejemplo, los cobrados en los puertos, pero el Acta del Timbre representaba algo diferente. Aquí todo el mundo tenía a la vista los odiosos sellos.
Los trabajadores urbanos se agruparon, dándose el nombre de «lujos de la Libertad». Destrozaron las casas de los agentes del timbre y arrojaron sus muebles al arroyo. Se apoderaron de los sellos, hicieron con éstos altas pilas en las calles y los quemaron. Hubo desórdenes en Nueva York, Boston, Charleston y otras ciudades grandes. «Los Hijos de la Libertad» fueron cabalmente despertados; el hombre de la calle, con característico valor, trasladaba a la acción los discursos y los escritos.
Los mercaderes adoptaron, a su vez, rápidas disposiciones. Idearon un excelente método que obligaría al Parlamento a cambiar de propósito. Habían venido adquiriendo continuamente mercaderías inglesas para vender en las colonias. Uníanse ahora con el plan de no importar ya nada de Inglaterra. Esto configuraba una hábil estratagema, ya que, si dejaban de comprar mercaderías inglesas, los fabricantes ingleses, en vista de la pérdida de todo este negocio, no tardarían en ejercer presión sobre el Parlamento a efectos de derogar el Acta del Timbre.
El general Thomas Gage, a la sazón comandante de las tropas británicas en América, describió lo ocurrido, en una carta dirigida a Conway —secretario de Estado del rey—, que escribió desde Nueva York con fecha 21 de diciembre de 1765.
El plan de la gente adinerada ha sido incitar a las clases bajas para impedir la ejecución de la ley. .. con miras a aterrorizar e intimidar al pueblo de Inglaterra induciéndolo a una derogación del acta. Y, habiendo los mercaderes contramandado las mercaderías cuyo envío habían solicitado, a condición de que el acta sea derogada, no cabe lugar a dudas de que muchas ciudades comerciales y mercaderes principales de Londres los asistirán, con el objeto de que logren sus finalidades.
Los abogados constituyen la fuente de donde han dimanado los clamores en todas las provincias. En esta provincia no se efectúa ninguna transacción pública sin ellos, y sería de desear que por lo menos el foro estuviese libre de culpa. Todo el cuerpo de mercaderes en general, asambleístas, magistrados, etc., se han unido en este plan de sedición y sin la influencia y la instigación de ellos, el pueblo inferior se habría mantenido tranquilo. Antes de excitarlo fueron menester muchos esfuerzos. Los marineros, únicas gentes que merecen el correcto título de populacho, están enteramente bajo el mando de los mercaderes que los emplean.3
Las clases bajas, cuya principal querella tenía lugar con los ricos, estaban siendo, según Gage lo observara con aguda percepción, engatusadas e inducidas a entablar la batalla en favor de los ricos. Una vieja, viejísima historia. Los husos y telares hogareños trabajaban horas extra en la confección de ropas para los colonos, a fin de no comprar prendas inglesas. Los colonos prometieron renunciar a los muy elaborados funerales a los que se hallaban acostumbrados, a los efectos de que el paño inglés no fuese necesitado. «¡No comprar mercaderías inglesas!» era el grito popular.
De cualquier modo, en esta época los negocios de Inglaterra andaban mal. Ahora, con el boicot de los norteamericanos, empeoraban paulatinamente. Los comerciantes ingleses escribieron al Parlamento, rogando que se renunciara a las leyes que habían ocasionado todo el alboroto. Una de esas cartas decía: «Nuestro comercio ha sido dañado; ¿qué diablos habéis estado haciendo? No pretendemos, por nuestra parte, comprender vuestra política en los asuntos americanos, pero nuestro comercio ha sido perjudicado; os rogamos remediar esto y caiga sobre vosotros el castigo divino si no os prestáis a ello.» El Parlamento captó la insinuación. El Acta del Timbre fue abolida en 1766.
En Norteamérica recibióse la nueva con general alborozo, calificándosela de «gloriosa noticia», pero ésta no perduraría, El Parlamento había adoptado la determinación de hacer que los colonos compartieran los gastos del Imperio. También estaba resuelto a grabar en las mentes de los colonos el hecho de que legalmente le asistía autoridad para imponerles tributos. Patrick Henry, fronterizo que integraba el cuerpo de legisladores de Virginia, había argumentado que sólo los propios legisladores de los colonos, no el Parlamento, tenían derecho a exigirles contribuciones. Otros colonos opinaron lo mismo. Según los miembros del Parlamento, todas estas eran pamplinas.
Prepararon un nuevo código legal. El impuesto sobre las melazas fue nuevamente rebajado. Las Actas Townshend, aprobadas en 1767, impusieron gravámenes sobre el vidrio, el plomo, el té y varias otras cosas enviadas a Norteamérica. Tratábase, en este caso, nuevamente de un impuesto indirecto, del género al que los colonos habían estado siempre habituados en el pasado. El Parlamento no esperaba ulteriores complicaciones.
Pero en estas nuevas leyes existían ciertas provisiones destinadas a provocar dificultades. Muchos funcionarios británicos habían temido cumplir con su deber en casos contra colonos culpables de violar las leyes, porque a menudo el pueblo enfurecido los dañaba a ellos o a sus bienes. Otros se sentían en la imposibilidad de hacer nada a raíz de que los colonos les pagaban sus sueldos. Una provisión de las nuevas leyes dictaminaba que parte del dinero recabado de los derechos impositivos sería aplicada al pago de los emolumentos de los gobernadores reales y de otros funcionarios británicos que actuaban en América. Los colonos reconocieron de inmediato este golpe infligido a su poder. Otra provisión establecía el envío a Norteamérica de más agentes aduaneros y más barcos de la marina, a efectos de colaborar en la represión del contrabando. Acordóse a los funcionarios aduaneros el derecho de entrar por la fuerza en cualquier casa, comercio o sótano, en busca de mercaderías contrabandeadas, autorizándose asimismo la confiscación de las mismas. Los colonos objetaron enérgicamente este golpe directo a sus libertades.
El pueblo fue nuevamente soliviantado. Se repitió el boicot a la importación. Más tumultos, más quemazones, y un ininterrumpido contrabando. El 10 de junio de 1768, el Liberty, balandro de John Hancock, arribó al puerto de Boston cargado de vino procedente de Madeira. El funcionario destacado en el puerto, se negó a permitir el desembarco del vino mientras no se abonara el impuesto. Se le ofreció una coima. Habiendo rehusado aceptarla, fue arrojado a una cabina de la embarcación y mantenido allí, en tanto el vino era rápidamente descargado en tierra. Un mes más tarde, agentes aduaneros se apoderaron del velero. El populacho se amotinó, atacó a los funcionarios y apedreó sus casas. Por tanto, fueron enviados a Boston más soldados británicos.
Los británicos se empeñaban con todas sus fuerzas en poner coto al contrabando. Benjamín Franklin redactó un escrito titulado «Reglas para Reducir un Gran Imperio, convirtiéndole en Uno Pequeño». Con amargo sarcasmo describía la actuación de los agentes fiscales de Inglaterra. «Recorrer con barcos armados cada bahía, puerto, río, riachuelo, caleta o escondrijo a lo largo de la costa de vuestras colonias; dar la orden de alto y detener a cada buque costero, a cada chalana maderera, a cada pescador; tumbar su cargamento e inclusive su lastre, de adentro para afuera y de arriba para abajo y si se encuentra una partida no declarada de alfileres por valor de un penique, hacer que el todo sea tomado y confiscado.»
Los barcos fiscales británicos cada vez se mostraban más vigilantes, sin lograr empero interrumpir enteramente el contrabando. El litoral era excesivamente largo y la gente tomaba activa parte a favor de los contrabandistas. En julio de 1769, la turba quemó en Nevvport, Rhode Island, la balandra fiscal británica Liberty, porque acababa de capturar dos veleros acusados de contrabando,. Aquellos delatores que denunciaban a los contrabandistas a menudo eran apaleados. En Boston, el populacho se apoderó de un informante, y lo cubrió de brea y plumas haciéndole recorrer después las ajetreadas calles; en Nueva York otros tres delatores también fueron recubiertos de brea y plumas. El sentimiento de antagonismo que suscitaban en el pueblo estas personas llegaba a agitar hasta a los escolares. En Boston, el día miércoles 22 de febrero de 1770, por la mañana, varios colegiales armaron una gresca con un delator llamado Richardson. «Se batió en retirada hasta su casa allí nomás, bajo las estridentes befas de ¡Delator! ¡Delator! Aquí se le reunieron su mujer y un hombre y los dos bandos se arrojaron cascotes hasta que quedó claramente establecida la superior puntería de los niños. Entonces, desde el interior de la casa, Richardson disparó varios tiros a la multitud, matando a Christopher Snider, niño de once años de edad e hiriendo al pequeño hijo del capitán John Gore.»
¡Pensad cuan exitado se hallaría el pueblo si los ánimos se acaloraban lo bastante como para que un hombre disparase sobre un enjambre de escolares! Los «Hijos de la Libertad» denotaban actividad en todas partes, entonando himnos relativos a la libertad y la independencia. Perseguían, haciéndoles muy incomodas ‘las cosas, a los mercaderes que seguían comprando a Inglaterra,’ a despecho del acuerdo de no-importación. En el Almanaque Norteamericano de Edes y Gilí, del año 1770, figuraba impresa una lista de nombres de mercaderes que continuaban «importando mercaderías británicas, en contravención del acuerdo».
Más pedreas, más brea y plumas, más destrozos de bienes. Muchas de las personas que estaban a favor de Inglaterra tenían miedo de crearse dificultades, de modo que se mantenían calladas. El teniente Dudington, comandante británico del velero fiscal Gaspee se había hecho odiar, ‘tanto por los contrabandistas, como por los que no lo eran, porque cumplía demasiado bien con su deber de patrullar la costa. Cierto día el Gaspee hallándose en tren de perseguir un velero colonial encalló en un angosto banco de arena cerca de ‘Providencia, Rhode Island. Esa noche una banda de colonos redujo a la tripulación y puso fuego al velero. El rey solicitó a varias personas que averiguasen la identidad de los culpables. Aun cuando por lo menos mil personas conocían los nombres de los participantes en el asunto, no pudo encontrarse una sola que informara contra ellas.
En marzo de 1770, sólo escasas semanas después de los disparos que acabaron con la vida de Chistopher Snider, cinco personas fueron muertas en Boston por soldados británicos, como secuela de una riña que comenzó con el lanzamiento de unas cuantas bolas de nieve. Si bien los soldados fueron más adelante juzgados por un tribunal que los declaró inocentes, los líderes de los exacerbados colonos aprovecharon la oportunidad para mantener alterados los ánimos. Imprimieron carteles que aludían a la «Masacre de Boston».
Para esta época, la mayoría de los ricos mercaderes que habían promovido inicialmente los disturbios, comenzaban a lamentar profundamente el nuevo giro de los acontecimientos. Inglaterra había dictado leyes que perjudicaban sus negocios. Habían querido que esas leyes fuesen derogadas. Habían sublevado las gentes a los efectos de conseguir lo que deseaban. Pero las clases bajas —el populacho— estaban yendo demasiado lejos. Una cosa era infringir leyes no populares, pero otra distinta derribar casas y quemar barcos. Los ricos propietarios se sentían hondamente alarmados por la forma en que la plebe destruía sus posesiones. Estos pequeños agricultores y artesanos, gente sin derecho al voto y desprovista de tierras, que gritaba a voz en cuello y peleaba con todas sus fuerzas por «los derechos del hombre», superando en ello a todos los demás, era precisamente la que menos ingerencia debía tener en lo concerniente al manejo del gobierno propio. Muchos mercaderes veían un peligro infinitamente mayor en la ascensión del populacho al poder que en las leyes del Parlamento. El gobernador Morris expresó los sentimientos de los ricos cuando escribió: «Los cabecillas de la gentuza se tornan peligrosos para la clase acomodada y la cuestión es cómo mantenerlos sujetos.»
En 1770, el Parlamento abolió las actas Townshend, excepto un pequeño impuesto sobre el té. Ahora los mercaderes estaban dispuestos a desistir de la lucha. Abrigaban la intención de que las cosas se calmaran a fin de poder retomar los negocios. La excitación de la clase baja era harto peligrosa.
Durante el lapso comprendido entre 1770 y 1773 hubo menos agitación. Los negocios prosperaron. Muchos mercaderes abonaron el reducido impuesto al té. Otros, particularmente los de Nueva York y Filadelfia, siguieron considerando relativamente fácil el contrabando del té, a pesar de los muchos barcos de la marina que vigilaban los puertos. El té contrabandeado costaba menos a la gente que lo bebía y los beneficios que devengaba a los mercaderes de este ramo eran mayores. La actividad comercial aportaba buenas ganancias.
Verdad es que Samuel Adams, uno de los exaltados líderes de la gente común, aún continuaba haciendo cuanto podía para agitarla. El 5 de octubre de 1772 escribió en la Gaceta de Boston: «Es Buena Hora de que el Pueblo de nuestro País declare explícitamente si éste ha de ser de Hombres Libres o de Esclavos. . . Dediquémonos. . . a observar con calma a nuestro alrededor para considerar cuál será el mejor procedimiento. . . Hagamos que se convierta en el tópico de conversación de todo Club social. Hagamos que todos los municipios se reúnan. Instituyamos en todas partes Asociaciones y Combinaciones para consultar y recobrar nuestros justos Derechos.»
También es verdad que en otras colonias había hombres imbuidos de las mismas ideas de Adams que procuraban mantener despierto al pueblo. Habían llegado inclusive a formar «Comisiones de Correspondencia» que intercambiaban constantemente un carteo, relatándose los hechos interesantes que ocurrían en cada colonia. De esta manera todos los grupos combatientes —los radicales— se mantenían en contacto.
Sin embargo, esta gente común, que a su entender peleaba por el derecho a manejar sus propios asuntos sin la interferencia del Parlamento, no habría ido muy lejos sin la ayuda de los poderosos y acaudalados mercaderes. Pero estos últimos ahora pensaban que les convenía más no integrar las filas del mismo bando en que militaba la clase baja. Los mercaderes habían hecho rodar la bola, pero quisieron dejar de jugar en cuanto les fue quitada de las manos. Ya no les apetecía unirse en la común querella contra Inglaterra. Los dos grupos se estaban pepa-rancio.
En tales momentos, el Parlamento cometió una grandísima estupidez. Los mercaderes y los radicales se habían desvinculado. El acta del té, dictada por el Parlamento en 1773, volvió a juntarlos.
La East India Company, vastísima y poderosa empresa británica, atravesaba dificultades financieras. Si el Parlamento no le prestaba auxilio inmediato, la East India Company caía en la bancarrota. Tenía almacenados diecisiete millones de ‘libras de té en sus depósitos. Esto motivaría la entrada de mucho dinero si lograba ser vendido. ¿Adonde venderlo? ¡En las colonias, claro está! ¿Acaso no se introducían por intermedio del contrabando, enormes cantidades dé té holandés en Nueva York y Filadelfia? La idea que sé ocultaba detrás de la nueva acta del té era hacer que los ‘colonos comprasen té de la East India ‘Company «en vez del obtenido por contrabando. Este último resultaba barato, pero el de la East India Company lo sería más aún.
Antes de 1773, la East India Company traía su té a Inglaterra donde lo vendía luego, con ganancia, a un comerciante londinense; el comerciante londinense pasaba á venderlo, con ganancia, al mercader norteamericano; el mercader norteamericano lo vendía entonces, con garantía, al dueño de tienda norteamericano, éste a su vez que vendía, con ganancia, al bebedor de té colonial. Se costeaban cuatro ganancias antes de que el té llegase finalmente a manos de la persona que lo bebía. No es de extrañar, en consecuencia, que el té de la East India Company valiese más que el holandés.
La nueva acta del té modificó todo esto. Otorgó a la East India Company el derecho de enviar su te en sus propios barcos, de abrir sus propios almacenes en Norteamérica y vender directamente al comerciante minorista. Eliminando dos ganancias, su té podría expenderse a más o menos la mitad del precio anterior. Resultaría más módico no solamente que el té sobre el cual pagaban impuesto los mercaderes norteamericanos, sino también que el té de contrabando.
Antes del acta del té
East India Tea Company. . . — comerciante londinense… — mercader norteamericano… — dueño de tienda norteamericano. . .consumidor norteamericano,
Después del acta del té
East India Tea Company. . . (aquí excluidas dos ganancias) … — comerciante minorista norteamericano. .. — consumidor norteamericano de té.
El plan del Parlamento ayudaría a que la East India Company vendiese sus diecisiete millones de libras de té y significaría una mayor economía para los colonos en lo concerniente a este producto. Excelente idea para todos, excepto para los mercaderes norteamericanos, que no tardarían en verse excluidos del negocio del té. Los contrabandistas de té holandés vieron la desaparición de su fructífero negocio. Los mercaderes que disponían del producto en sus almacenes, se figuraron clavados con todas sus existencias cuando desembarcara el té más barato que proporcionaría la compañía.
Sólo había una salida y los mercaderes la adoptaron. Volvieron a hacer causa común con los radicales, la gente que de ningún modo, estaba dispuesta a ceder frente a Inglaterra. Ahora se le presentaba a Samuel Adams la oportunidad que hasta ese momento había aguardado.
El té de la East India Company costaría menos y los colonos naturalmente habrían de comprarlo. Pero los mercaderes perjudicados a raíz de esto, junto con los radicales que impugnaban el derecho del Parlamento a la imposición de gravámenes, sin consentimiento de los colonos, no querían permitir semejante cosa. ¡ El té no debía ser desembarcado!
No habría transcurrido mucho tiempo cuando aparecieron en los periódicos artículos que alertaban a la población contra la East India Company. Uno de los argumentos favoritos declaraba que, a pesar de que el té sería al comienzo sumamente barato, una vez que la compañía hubiese desalojado del negocio a todo el mundo, procedería a elevar los precios tanto como se le antojara: «Reclusus» hacía la siguiente advertencia en el número del 18 de octubre de 1773 del Boston Evening Post: «Aunque los primeros lotes de té puedan ser vendidos a una tasa más baja para lograr una entrada popular, no obstante, cuando este modo de recibir té se halle bien establecido, ellos imitando el procedimiento de todos los demás monopolistas, meditarán un mayor beneficio sobre sus mercaderías y las elevarán al precio que se les ocurra.»
Otro articulista llamaba la atención sobre la probabilidad de que las otras compañías obrasen en la misma forma ¿y entonces qué pasaría con los colonos? Extracto del Pennsylvania Chronicle, de fecha 15 de noviembre, 1773: «¿Acaso la apertura de una casa cíe la East India en América no puede alentar a todas las grandes Compañías de Gran Bretaña a hacer lo mismo? Y en ese caso, ¿tenemos la más mínima probabilidad de servirles de otra cosa que de hacheros y mozos de taberna?».
En esos momentos, diversas personas no sólo argumentaban en contra del té de la East India Company, sino que también se oponían al consumo de cualquier otro té. En el número de fecha 20 de octubre, 1773, del Pensylvania Journal, «un viejo artesano», recordaba suspirando «el tiempo en que no se empleaba el té, a la vez escasamente conocido entre nosotros y sin embargo, en aquel entonces la gente daba la impresión de ser más feliz y de gozar en general de mejor salud que en la actualidad».
¿Reconocen ustedes la activa intervención de Samuel Adams y de los mercaderes?
Ahora se celebraran grandes mítines en todos los puertos de importancia. El pueblo escuchaba a levantiscos oradores que lo aleccionaban acerca de sus derechos. Muy pocos discursos relativos al dinero que perderían los mercaderes si era desembarcado el té de la Compañía; muchos discursos sobre «ningún impuesto sin representación» y sobre Libertad e Independencia
. ¡El té no debe ser desembarcado!
En noviembre de 1773, tres barcos de la Compañía transportadores de té, arribaron al puerto de Boston. Los radicales no querían permitir que el té fuese desembarcado. El gobernador Hutchinson se empecinaba en no permitir que los buques regresaran sin haber descargado antes. La noche del 16 de diciembre de 1773, una partida de bostonenses saltó a bordo de los barcos, abrió a cuchilladas los receptáculos y echó el té al mar. Esta «Partida de Té de Boston» costó a la East India Company aproximadamente $ 75 000.
Llegaron buques cargados de té a Charleston, Nueva York y Annapolis. El populacho estaba a la espera de ellos. En Charleston el té fue colocado en húmedas bodegas; el 22 de abril de 1774 tuvo lugar en Nueva York, otra «Partida de Té», en Annapolis, al arribo del bergantín Peggy Steivart, provisto de más de una tonelada de té con gravamen impositivo, consignada a la firma T. C. Williams & Company, tanto el té como la nave fueron incendiados mientras una gran multitud presenciaba el espectáculo.
Cuando el Parlamento recibió noticias de la partida de té de Boston, adoptó rápidas medidas. Habían sido destruidos bienes británicos por valor de setenta y cinco mil dólares. Eso era llevar las cosas demasiado lejos. Había que dar una lección a los colonos. El Parlamento acordó impartir un severísimo castigo. El puerto de Boston habría de clausurarse hasta que se repusiera el importe del té; ya no podrían celebrarse reuniones ciudadanas sin permiso del gobernador; los funcionarios británicos acusados de asesinato en el curso de su vigilancia para asegurar el cumplimiento de las leyes británicas, debían ser juzgados en Inglaterra (bien lejos de los excitados colonos). Nombrábase al general Gage gobernador de Massachusetts. Se enviaron a Boston más tropas.
«El dado ha sido echado», escribió Jorge III a Lord North; «las colonias o bien triunfan o bien se someten». En Norteamérica, Samuel Adams y sus seguidores eran escuchados por el pueblo. Oponíanse absolutamente al acatamiento de las exigencias del Parlamento. En Inglaterra, Lord North y sus partidarios controlaban el Parlamento. Abrigaban la determinación de castigar a los colonos. Se cernía en el aire una batalla decisiva.
Las «Comisiones de Correspondencia» desplegaban suma actividad. Planeábase una asamblea de hombres elegidos por las diferentes colonias.
El 5 de septiembre de 1774, reunióse en Filadelfia el Primer Congreso Continental. ¿Se obligará a Boston a pagar el té, o la respaldaremos en su negativa de obediencia? Largas alocuciones, pronunciadas por los que propiciaban una actitud sin apresuramientos, de sumisión a las demandas del Parlamento. Otras prolongadas arengas de los radicales, en pro de la resistencia, de la aceptación del reto formulado por Inglaterra. Finalmente, al cabo de cincuenta y dos días de debate, vencieron los radicales. Se decide la «Asociación Continental». Los colonos habrán de repetir su ensayo de no-importación y agregarán simultáneamente la no-exportación. Las comisiones se encargarán de velar porque nadie infrinja el acuerdo. Se celebrará una nueva asamblea el año siguiente.
En febrero de 1775, el general Gage comenzó a prepararse febrilmente para los disturbios que se avecinaban. Se proponía mejorar las fortificaciones del puerto de Boston. Era inútil encargar el trabajo a los obreros locales, de modo que Gage envió agentes a otras ciudades con la misión de traer operarios y materiales. Pero las Comisiones de Correspondencia se mantenían alertas. Cuando los mensajeros de Gage arribaron a Nueva York, se encontraron con que la noticia de su misión los había precedido. En vano ofrecieron empleo a los carpinteros y enladrilladores de la zona. Los artesanos de Nueva York se negaron a construir armas que se dirigían contra sus cofrades de Boston. Gage sufrió el jaque mate propinado por la solidaridad de la clase trabajadora.
Ahora bastaba una sola chispa para provocar la explosión. ¿Cuál de los dos bandos se encargaría de encenderla?
El 19 de abril de 1775, el general Gage envió un cuerpo de soldados británicos a Concord, con la orden de apoderarse de ciertos abastecimientos militares. Paul Reveré y Rufus Dawes recorrieron velozmente la campiña, difundiendo la noticia. Cuando las tropas llegaron a Lexington, camino a Concord, fueron enfrentadas por un reducido grupo de colonos. Sonó un disparo y estalló la guerra.
¿Quién disparó el primer tiro? Nadie lo sabe. La Gaceta de Salem (Massachusetts) registró el 25 dé abril de 1775:
. . .ante lo cual las tropas profirieron vítores e inmediatamente uno o dos oficiales (británicos) descargaron sus pistolas qué fueron instantáneamente seguidas por el fuego de cuatro o cinco de los soldados y luego pareció producirse una descarga general proveniente de todo el cuerpo: fueron muertos ocho de nuestros hombres y heridos nueve…
Tal la versión norteamericana. …
La Gaceta de Londres, informó el 10 de junio de 1775:
. . .las cuales al llegar a Lexington, se toparon con un cuerpo compuesto por campesinos dispuestos al combate, en un prado junto al camino; y al ser enfrentado por las tropas del rey que marchaban hacia ellos a fin de inquirir la razón de ésa su formación, se lanza al ataque en medio de gran confusión y varias armas fueron disparadas sobre las tropas del rey, desde atrás de una tapia de piedra y también desde la capilla y otros edificios, lo cual motivó que un hombre fuese herido y que el caballo del mayor Pitcairn fuese alcanzado en dos partes por los disparos. . .
Tal la versión británica.
¿A cuál de los bandos cupo la culpa? Elijan ustedes.
El Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia el 10 de mayo de 1775, menos de un mes después de la Batalla de Lexington. Jorge Washington fue designado comandante del Ejército Continental. Antes de que tuviera tiempo de unirse a su ejército, se produjeron nuevos choques entre soldados británicos y colonos norteamericanos.
La guerra había comenzado de veras. Las comisiones de radicales estaban tomando el poder. Los gobernadores reales y otros funcionarios británicos huían de sus puestos tan rápido como podían. Aquellas personas que aún defendían la causa de Inglaterra, llamadas Realistas o Tories, eran frecuentemente apaleadas. Otras, untadas con brea y emplumadas. Algunas fueron incluso ahorcadas.
Eran días de gran exaltación, sumamente peligrosos. Un núcleo de radicales, reducido en número, siendo no obstante buena su organización, agitaba las cosas y asumía el control allí donde podía.
Mucha gente no sabía qué partido tomar. Había gran cantidad de Tories. Algunos estuvieron primero de parte del bando colonial, pero pasaron luego al bando ingles en cuanto los colonos comenzaron a destruir propiedades; otros, habían permanecido en el bando colonial hasta la partida de té de Boston; determinadas personas habían llegado a integrar el Primer Congreso Continental y recién se habían vuelto Tories después de la Batalla de Lexington. Era muy difícil decidir a qué bando adherirse. Algunos permanecieron en la incertidumbre hasta que una turba de arrebatados colonos forzó una decisión; otros se resolvieron demasiado tarde por lo cual sus bienes resultaron destruidos y tuvieron que escapar para salvar la vida. Durante la guerra y después de finalizada ésta, más de cien mil Tories, entre los cuales se contaban muchas de las personas instruidas y acaudaladas de las colonias, escaparon a Canadá o a Inglaterra a fin de ponerse a salvo; sus bienes les fueron quitados o quedaron destruidos.
Todavía se trataba de un conflicto entre las colonias y la madre patria, en el seno del Imperio Británico. Vino luego un importantísimo cambio.
El 10 de enero de 1776, Thomas Paine publicó un panfleto, titulado Sentido Común, escrito en lenguaje sumamente sencillo, abierto, al alcance del vulgo. Para muchos los conceptos de Paine eran nuevos; en la mente de otros ya había germinado la idea de independencia. Paine urgió al pueblo, expresándole que ya había sonado la hora del paso final: la completa separación de Inglaterra.
Sentido Común se convirtió en el «best seller» del día. En el término de tres meses se vendieron más de 120 000 ejemplares. En todo el territorio de las colonias la gente extraía citas de su texto:
Europa y no Inglaterra es la madre patria de América… Todo lo justo y razonable reclama una separación. La sangre de los sacrificados, la sollozante voz de la naturaleza grita, es tiempo de separarse. Hasta la distancia que el Todopoderoso colocó entre Inglaterra y América, representa una fuerte y natural prueba de que la autoridad de la una sobre la otra no fue nunca un designio del cielo. . . Un gobierno propio es nuestro derecho natural. . . ¿Por consiguiente, qué es lo que querernos? ¿Por qué vacilamos? De Bretaña no podemos esperar más que la ruina. . . nada puede solucionar nuestros asuntos tan expeditivamente como una franca y determinada Declaración de Independencia.
Eran éstas enérgicas palabras, hechas de medida para el vulgo. En el Congreso Continental tuvo lugar un largo debate relativo a la emancipación. Algunos de sus miembros hesitaban aún y no se resolvían a adoptar esa suprema determinación. Otros afirmaban que era imperiosa tal decisión. Samuel Adams aducía «¿Acaso América no es ya independiente? ¿Entonces por qué no declararlo?»
En junio de 1776, los congresales encargaron a una comisión la redacción de un documento en que se declarase la independencia de Norteamérica del yugo inglés. Confióse la tarea a Thomas Jefferson, uno de los miembros de la comisión.
Jefferson preparó el documento y lo presentó al Congreso. Introdujéronse leves cambios y el Congreso procedió luego, el 4 de julio de 1776, a adoptar la Declaración de Independencia. Decía ésta en parte: «. . .que estas colonias unidas son, y por derecho deben serlo, estados libres e independientes. . . y que toda conexión política entre ellos y el estado de Gran Bretaña es y debe ser, totalmente disuelta…» Las colonias se habían desligado del Imperio.
Habían nacido los Estados Unidos de Norteamérica.
LA TEORIA DE LA LUCHA DE CLASES. CARTA DE MARX A WEYDEMEYER. Londres, 5 de marzo de 1852.
POR LO que a mi se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo solo he aportado de nuevo, ha sido demostrar:
A: Q UE LA EXISTENCIA DE CLASES SOLO VA UNIDA A DETERMINADAS FASES HISTÓRICAS DE DESARROLLO DE LA PRODUCCIÓN
B) QUE LA LUCHA DE CLASES CONDUCE NECESARIAMENTE A LA DICTADURA DEL PROLETARIADO.
C) QUE ESTA MISMA DICTADURA NO ES DE POR SI MAS QUE EL TRANSITO DE LA ABOLICIÓN DE TODAS LAS CLASES Y HACIA UNA SOCIEDAD SIN CLASES.
CONTENIDO ECONOMICO DEL POPULISMO
V. I. LENIN
LA TEORIA DE la lucha de clases da cima, por decirlo así, a la tendencia general de la sociología a reducir los elementos de la individualidad a fuentes sociales. Es más, la teoría de la lucha de clases aplica por primera vez esta tendencia con tanta plenitud y espíritu de consecuencia, que eleva la sociología a la categoría de ciencia. Esto se ha conseguido con la definición materialista del concepto de “grupo”. De por sí, este concepto es aún demasiado impreciso y arbitrario: el criterio de distinción de “grupos puede verse tanto en los fenómenos religiosos como en los etnográficos, políticos, jurídicos, etc. No hay un elemento firme que permita distinguir en uno y otro de dichos dominios estos o aquellos “grupos”. La teorta de la lucha de clases es una realización de las ciencias sociales. Precisamente porque establece los procedimientos para reducir lo individual a social con toda precisión y exactitud. En primer lugar, esta teoría ha elaborado el concepto de formación económico social. Tomando como punto de partida la forma en que se obtienen los medios de vida —hecho básico para toda colectividad humana —vincula a ellas las relaciones entre los hombres creadas bajo la influencia de esas formas de obtener medios de vida, y en el sistema de relaciones (“relaciones de producción”, según la terminología de Marx) ve la base de la sociedad, base que se reviste de formas político-jurídicas y en determinadas tendencias del pensamiento social.
(Tomado de Marx y Engtis; Obras Escogidas. Moscú. Editorial Progreso. 9~l. pp. 719-720.)
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LA INVESTIGACION DE LA HISTORIA.
ANTONIO GRAMSCI.
HAY QUE PERDER la costumbre y dejar de concebir la cultura corno saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillar en el cerebro cuando en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. Esa forma de cultura es verdaderamente dañina, especialmente para el proletariado. Sólo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior al resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos y fechas que desgrana en cada ocasión para levantar una barrera entre si mismo y los demás. Sólo sirve para producir ese intelectualismo cansino e incoloro tan justa y cruelmente fustigado por Romanin Rolland y que ha dado a luz una entera caterva de fantasiosos presuntuosos, más deletéreos para la vida social que los microbios de la tuberculosis o de la sífilis para la belleza y la salud física de los cuerpos. El estudiantillo que sabe un poco de latín y de historia, el abogadillo que ha conseguido arrancar una licenciatura a la desidia y a la irresponsabilidad de los profesores, creerán que son distintos y superiores incluso al mejor obrero especializado, el cual cumple en la vida una tarea bien precisa e indispensable y vale en su actividad cien veces más que eso y otros en las suyas. Pero eso no es cultura, solo pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello.
— La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llegará a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. Pero todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acción y reacciones independientes de la voluntad de cada cual, como ocurre en la naturaleza y en la vida animal, en la cual cada individuo se selecciona y especifica sus propios órganos inconscientemente, por la ley fatal de las cosas. El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo siempre explotados y exploradores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. La razón es que sólo paulatinamente, estrato por estrato, ha conseguido la humanidad consciencia del valor y se ha conquistado el derecho de vivir con independencia de los esquemas y de los derechos de minorías que se afirmaron antes históricamente. Y esa consciencia no se ha formado bajo el brutal estimulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y, luego, de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Lo que quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las demás condiciones. El último ejemplo, el más próximo a nosotros y. por eso mismo, el menos diferente del nuestro, es el de la Revolución francesa. El anterior periodo cultural, llamado de la llustración y tan difamado por los fieles críticos de la razón teórica, no fue al menos, completamente— ese revoloteo de superficiales inteligencias enciclopédicas que discurrían de todo y de todos con uniforme imperturbabilidad que creían ser hombres de su tiempo sólo una vez leída la Gran enciclopedia de D´Alembert y Diderot; no fue, en suma. Solo un fenómeno de intelectualismo pedante y árida, como el que hoy tenemos delante y encuentra su mayor despliegue en las Universidades populares de ínfima categoría. Fue una revolución magnífica por la cua1, corno agudamente observa De Sncti; en la Storht del/a letteratura italiana, se formó por toda Eurora como una consciencia unitaria, una internacional espiritual burguesa sensible en cada una de sus partes a los dolores y a las desgracias comunes, y que era la mejor preparación de la rebelión sangrienta luego ocurrida en Francia.
En Italia, en Francia, en Alemania se discutían las mismas cosas, las mismas instituciones, los mismos principios. Cada nueva comedia de Voltaire, cada pamphale nuevo, era como la chispa que pasaba por los hilos, ya tendidos entre Estado y Estado, entre región y región, y se hallaba los mismos consensos y las mismas oposiciones en todas partes y simultáneamente. Las bayonetas del ejército de Napoleón encontraron el camino ya allanado por un ejército invisible’de libros, de opúsculos, derramados desde París a partir de la primera mirad de sigla XVIII y que habían preparado a los hombres y las instituciones para la necesaria renovación. Más tarde, una vez que los hechos de Francia consolidaron de nuevo la consciencia, bastaba un movimiento popular en París para provocar otros análogos en Milán, en Viena. y en los centros más pequeños. Todo eso parece natural, espontáneo, a los facilones, pero en realidad sería incomprensible si no se conocieran los actores de cultura que contribuyeron a crear aquellos estados de ánimo dispuestos a estallar por una causa que se consideraba común. El mismo fenómeno se tiene hoy para el socialismo. La conciencia unitaria del proletariado se ha formado o se está formando a través de la crítica de la civilización capitalista. Y critica quiere decir cultura, y no ya evolución espontánea y fatalista. Crítica quiere decir precisamente esa consciencia del yo que Novalis ponía como finalidad de la cultura; Yo que se opone a los demás, que se diferencia y, tras crearse una meta juzga los hechos y los acontecimientos, además de en sí y por sí mismos, corno valores de propulsión o de repulsión. Conocerse a sí mismos quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueño de si mismo. distinguirse, salir fuera del caso, ser elemento de orden, pero del orden propio y de la propia disciplina a un ideal. Y eso no se puede obtener si no se conoce también a los demás, su historia, el decurso de los esfuerzos que han hecho los demás para ser lo que son, para crear la civilización que han creado y que queremos sustituir por la nuestra. Quiere decir tener noción de qué es la naturaleza, y de sus leyes, para conocer las leyes que rigen el espíritu. Y aprenderlo todo sin perder de vista la finalidad última, que es conocerse mejor a sí mismo a través de los demás, y a los demás a través de sí mismos.
Si es verdad que la historia universal es una cadena de los esfuerzos que ha hecho el hombre por liberarse de los privilegios, de los prejuicios y de las idolatrías, no se comprende por qué el proletariado, que quiere añadir otro eslabón a esa cadena, no ha de saber cómo, y por qué y por quién -ha sido precedido, y qué provecho -puede conseguir de ese saber. Para conocer con exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de una sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son los sistemas y las relaciones de producción y cambios de aquel país, de aquella sociedad. Sin ese conocimiento es perfectamente posible redactar monografías parciales, disertaciones útiles para la historia de la cuLtura, y se captarán reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero no se hará historia, la actividad práctica no quedará explícita con toda su sólida compacidad.
Caen los ídolos de sus altares y las divinidades ven cómo se disipan las nubes de incienso oloroso. El hombre cobra conciencia de la realidad objetiva, se apodera del Secreto que impulsa la sucesión real de los acaecimientos. El hombre se conoce a si mismo, sabe cuánto puede valer su voluntad individual y cómo puede llegar a ser potente, obedeciendo, disciplinándose a la necesidad. Acaba por dominar la necesidad misma identificándola con sus fines. ¿Quién se conoce a- sí mismo? No el hombre en general, sino el que sufre el yugo de la necesidad. La búsqueda de la -sustancia histórica, el fijarla en el sistema y en las relaciones de producción y cambio, permite descubrir que la sociedad de los hombres está dividida en dos clases, la clase que posee el instrumento de producción y se conoce ya necesariamente a si misma, tiene consciencia, aunque sea confusa y fragmentaria, de su potencia y de su misión, tiene fines individuales y lo realiza a través de su organización, fríamente, objetivamente, sin -preocuparse de si su camino está empedrado con cuerpos extendidos por el hambre o con los cadáveres de los campos de batalla. La comprensión de la real causalidad histórica tiene valor de revelación para la otra clase. Se convierte en principio de orden para el ilimitado rebaño sin pastor. La. grey consigue consciencia de si misma, de la tarea que tiene por realizar actualmente para que la otra clase se afirme; toma consciencia de que sus fines individuales- quedarán en mera arbitrariedad, en pura palabra, en veleidad vacía y enfática mientras no disponga de los Instrumentos mientras la veleidad no se convierta en voluntad.
Tomado de Snevistan, Manuel. Antonio Gramsci, Antología México, – 1970. Ed. Siglo 30<1, Pp. 15-17, 39-40.
Hacia LA CREACION DE LA VERDADERA HISTORIA
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(Fragmentos) +
Manuel Moreno E.
CREEMOS QUE ha ¡legado el momento en que nos replanteemos honestamente —en obligado aporte al sócialismo que crece vigoroso—, cómo captar la, verdadera historia. cómo crear a~ historiador nuevo que nos entregue la historia nueva, liberada de ¡concepciones clasistas bur,guesas. La. tarea es sumamente difícil, ya que no se trata de destruir unas cuantas premisas. Las bases de la historia burguesa se van destruyendo ellas solas porque contradicen la -verdad .evolucionaria de nuestros días y aparecen a los’ ojos de los hombres nuevos como un atajo de mentiras sin sentido. Pero este proceso de autodestrucción es lento,,y aún permanecen en lo esencial en ntiesi:ros libros de historia y quizás se mantendrán durante muchos años mas, ya que constituyen superestructuras que llegaron a formar- categoría espiritual, sobre todo en la generación de transición. Quizás si el peligro mayor esté en el seudomaterialisnio histórico que emerge y florece en los períodos de transición como una forma de oportunismo inte’ecmal y que confunde fácilmente a la juventud. – . –
Esto, no significa ignorar las fuentes documentales de los historiadores burgueses-No pueden desecharse las fuentes utilizadas hasta hoy: no puede desecharse ninguna fuente. Lo que afirmamos es que estas fuentes han sido ya organizadas, depuradas, y selecionadas para construir los mitos históricos de la burguesía y con ellas no hay forma honesta-, de llegar a otras conclusiones que ¡as típicamente burguesas. Hemos de tomarlas, simplemente, como una parte de la documentación, pero nuestros estudios deben necesariamente abarcar el panorama integro: ¡ el riquísimo mundo de cosas ¡n tocadas y nunca comentadas. Hay que ir hacia aquellas riquísimas fuentes que la burguesía ciniinó -del cáudal histórico por ser precisamente las más signifitttivas. ,Y con el aporte de estas nuevas e impresdndibles – investigaciones descubrir las leyes dialécticas de nuestra historia. Y obsérvese bien claramente que decimos descubrir y. no 2aplicar; porque el otro gran fraude histórico consiste en tomar determinados esauemas-materialistas, deis manera mAs simplista, y hacer con ellos un molde rígido donde depositar los datos. SIn una investigación del pasado no puede hablarse con absoluta probidad intelectual, de nueva historia cubana ni de interpretación materialista. Y quienes piensen que el amino es sumamente difícil, recuerden bis palabras de Marx: En la ciencia no hay calzadas Leales. y quien aspire iOremontar sus luminosas cumbres tienc que estar dispuesto a es&.lar la’ montafia por senderos escabrosos- ¡ ‘ –
Pero no -:es sólo una reinvcstigación: se trata de una reinvestigación con método nuevos. Porque si – al total de las fuentes nos enfrentamos con la metodología historio-gráfica burguesa, de nuevo opera en nosotros el mecanismo burgués de st~lecCión, retornamos al antiguo camino y llegamos a las mismas viejas conclusiones. Las nueva5 fuentes necesitan una nueva actitud acuciosa, que para actuar creadoramente ha de nacer de una formación científica distinta de la que inipárten las actuales escuelas
-de-historia en Améric~. Lo% clásicos pintes de estudios jamas pódrán producir el nuevo histnriadn’r:>y en este séntiao, nuestras univérsidades’ no son una excepción.
En las – carreras dc estudia históricos so tstái incluida una? solaÁnvestigación social económica moderna, con prácticas concretas> -trabajos -de campo y que enseñen cons’~ cuentesntnte la metodología dc estas investigadones. El alumno no sc entera de los grandes problemas de la producción; no aprende cómo se traza un flujo cccno~6gíco y por lo tanto jamás entenderá, en su raíz, qué honda transformación provocó co Europa- cl complejo de los nuevos celares o en Cuba la aplicación de la evaporación al vacio en los ingenios. No tiene la menor idea de un análisis de mercados, de consumo, de venta,’ de -distribución; no sabe cómo se investigan los módulos de vida de una comunidad rural. En una ocasión, y en una universidad cubana, pudimos comprobar que -los alumnos de historia de Cuba,’ que, recibían además un -seminario de historia republicana, ignoraban los más elementales mecanismos de la venta del~ azúcar. ¡as ventas de futuros, los mercados residuales, etc. Y con estos alumnos,’ que hoy son proEesorcs, se está impartiendo a los niños la enseñanza del pasado cubano y se espera cscribi.r Ja nueva historia verdadera, exactá, científica, sin mitos.
Quizás la razón de todo esto esté en que, a nosotros los historiadores, se nos puedtn aplicar las palabras del comandante Ernesto Che Guevára al tablar de los intelectuales:
la culpabilidad reside en que no somos auténticamente re~olucionarios. Sin embargo. uxonociendo los errores propios y cl lastre capitalista que llevamos, hagamos ‘nuestro csfucr;to por apresurar ¡a creación del historiador nuevo. Un historiador que tenga cl concepto dc que coda labor amplia de investigación es siempre un trabajo colectivo donde se resum~’n los aportes de experiencias sicológicas, económicas, tecnológicas, etc. Sabernos que ese historiador nuevo, además de sus profundas lecturas de documentos y libros antiguos, sabrá dcl trabajo productivo, no como disciplina impuesta, sino por la belleza cteadora dc la producción. Sabemos que el nuevo historiador, aunque sc especiahcc cii una sola dirección, en una región y en un solo periodo, mantendrá sicmpr’~ vivo ci interés universal. Y que eso que los eruditos de hoy llaman dispersión sctA visto corno lo que realmente es: espíritu universal y atador. – – ‘ ‘ —
Podríamos terminar fijando tinas últimas características Jç formación intelectual y moral. Quien no maneje e interprete las cifras, quien sca inepto para las matemáticas. jamás será historiador. Quien sea incapaz de comprender la belleza extraordinaria y el
fabulosa inundo intelectual que hay – detrás- dc – un híbrido del maíz, uná maquinaria E
o un nuevo alimento para cl ganado, jamás será historiador. Quien no sienta la alegría infinita de estar aquí en este mundo revuelto y cambiante, peligroso y bello, doloroso y sangriento como un parco, pero como-él creador de nueva vida, ‘está incapacitado para c-scribir historia. Y quien, sobre todas las pequeñas rencillas personales no sienta su deber moral de entreRarlo todo por la Revolución, y está – consciente de las taras que a;~rascra y que no debe trasmirifi quien en esta hora no sienta cl deber de crear; quien no siente cl deber de estar aquí aunque sea- simplemente qucmándose como lcüa en este fuego; quienes no estén más allá de tu libro y el mío, de t~-escribo-la-noca.detu-libio para que luego – tú me-escribas-la-nota-de-mi-libro, ‘jamás podrán ser his
toriadores. – + –
4,
Tomatlk, de Moreno Francinals. Manuel. Le Hiuiarie como arme. Tiraie mimcosráfko de ¡a
Academia de Historia del plantel Arzcapotzako del C.
México, ¡9’!.
CARTA DE ENGELS A J. BLOCH
Londres, 21-22 de septiembre dc 1890.
…Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta —las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas— ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades, es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose corno necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera seria más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.
Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la hacemos, en primer lugar, con arreglo a premisas y condiciones muy concretas. Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas, y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres. También el Estado prusiano ha nacido y se ha desarrollado en causas históricas, que son, en última instancia, causas económicas. Pero apenas podrá afirmarse sin incurrir en pedantería, que delos muchos pequeños Estados del norte de Alemania fuese precisamente Branderburgo, por imperio de la necesidad económica, y no también por la intervención de otros factores (y principalmente su complicación, mediante la posesión de Prusia en los asuntos de Polonia, y a través de esto, en las relaciones políticas internacionales, que fueron también decisivas en la formación de la potencia dinástica austríaca, el destinado a convertirse en la gran potencia en que tomaron cuerpo las diferencias económicas, lingüísticas, y desde la Reforma también las religiosas, entre el Norte y el Sur. Difícilmente se conseguirá explicar económicamente, sin caer en el ridículo, la existencia de todos los pequeños Estados alemanes del pasado y del presente o los orígenes de las permutaciones de consonantes en el alto alemán, que convierten en una línea de ruptura que corre a lo largo de Alemania la muralla geográfica formada por las montañas que se extienden de los Sudetes al Tauno.
En segundo lugar, la historia se hace de tal modo, que el resultado final siempre deriva de los conflictos entre muchas voluntades individuales, cada una de las cuales, a su vez, es lo que es por efecto de una multitud de condiciones especiales de vida; son, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan las unas con las otras, un grupo infinito de paralelógramos de fuerzas, de las que surge una resultante —el acontecimiento histórico—, que, a su vez, puede considerarse producto de una potencia única, que, como un todo, actúa sin conciencia y sin voluntad. Pues lo que uno quiere tropieza con la resistencia que le opone otro, y lo que resulta de todo ello es algo que nadie ha querido. De este modo, hasta aquí toda la historia ha discurrido a modo de un proceso natural y sometida también, sustancialmente, a las mismas leyes dinámicas. Pero del hecho de que las distintas voluntades individuales —cada una de las cuales apetece aquello a que le impulsa su constitución física y una serie de circunstancias externas, que son, en última instancia, circunstancias económicas (o las suyas propias personales o las generales de la sociedad)— no alcancen lo que desean, sino que se fundan todas en una media total en una resultante común, no debe inferirse que estas voluntades sean = 0. Por el contrario, todas contribuyen a la resultante y se hallan, por tanto, incluidas en ella.
Además, me permito rogarle que estudie usted esta teoría en las fuentes originales y no en obras de segunda mano; es, verdaderamente, mucho más fácil. Marx apenas ha
Y no en obras de segunda mano; es, verdaderamente, mucho más fácil. Marx apenas ha escrito nada en que esta teoría no desempeñe su papel. Especialmente, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte es un magnífico ejemplo de aplicación de ella. También en El Capital se encuentran muchas referencias. En segundo término, me permito remitirle también a mis obras La subversión de la Ciencia por el señor E. Diihring y Ludwig keucrbach y el fin de la filosofía Clásica a/emana, en las que se contiene, a mi modo ( la exposición más detallada que existe del materialismo hisrorico. El que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en aspectos económicos. Es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo. Frente a los adversarios, tenemos que subrayar este principio cardinal que se negaba, no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego de las acciones y reacciones. Pero, tan pronto como se trataba de exponer una época histórica y, por tanto, de aplicar prácticamente el principio, cambiaba la cosa, y ya no había posibilidad de error. Desgraciadamente, ocurre con harta frecuencia que se cree haber entendido totalmente y que se puede manejar sin más una nueva teoría por el mero hecho de haberse asimilado, y no siempre exactamente, sus tesis fundamentales. De este reproche no se hallan exentos muchos de los nuevos “marxistas” y así se explican muchas de las cosas peregrinas que han aportado…Tomado de Marx, Carlos y Engels. Federico. Obras rscogidas. Moscú. Ediciones en Lenguas
Extranjeras, t. II, pp. 520-522.